“El Reino”, entre la ficción y el síntoma
por Nicolás Panotto (Universidad Arturo Prat)
La serie “El Reino”, de reciente estreno en Nextflix, está dando mucho qué hablar, especialmente en Argentina. Una obra que retrata los sucios entramados entre el poder político y una iglesia evangélica, bajo un reflejo que, sin despecho ni reserva, expone el peor (y por momentos extremadamente burdo) rostro de cómo este juego se despliega. Corrupción, fraude, asesinatos, manipulación, abusos, y muchos otros entrecruzamientos, hacen que este vertiginoso thriller devenga en una trama que deja de ser un entretenimiento para tocar fibras sensibles en algunas figuras sociales. La pregunta es: ¿por qué?
No quiero repetir las críticas que ya se han vertido, con las cuales estoy absolutamente de acuerdo. Refuerzo el hecho de que esta serie promueve una imagen estereotipada de lo evangélico, al punto de preguntarme si realmente se trata de una iglesia evangélica o más bien una especie de Frankenstein socio-religioso que se distancia de dicha identificación. Y con ello no me refiero solamente a la sobre exageración de algunos gestos, sino a que la serie no logró captar elementos muy fundamentales de la identidad evangélica, poniendo sobre los sujetos narrativas, simbolismos y performances rituales, que hablan más de un catolicismo caricaturesco filo-carismático, que de una representación evangélica en el pleno sentido. Claramente, en muchos aspectos se acerca a la imagen de la Iglesia Universal del Reino de Dios (remitiendo, incluso, a un paralelo con algunos escándalos pasados de esta iglesia en Argentina, que son de público conocimiento), pero sin considerar que ella no forma parte del abanico evangélico nacional, e incluso no tiene legitimidad dentro de las corrientes más conservadoras.
De todos los posibles caminos con que se podría analizar esta serie, quiero enfocarme en las reacciones que suscitó en algunos de los sujetos comprometidos, que por estos días transitaron los medios de comunicación y redes sociales en referencia a la serie. Fue interesante ver que cuando el avispero se zarandeó y las acusaciones y denuncias comenzaron a cruzarse, muchos y muchas, de diversos espectros, apelaron a la idea de “es sólo una ficción”. Pero al pasar los días, quedó claro que esta “ficción” dista de ser una obra que resultó de una asombrosa imaginación, que había que abordar como un simple entretenimiento televisivo. Más bien, salieron a la luz un conjunto de preconceptos sobre lo religioso, lo evangélico y su relación con la política, por parte de detractores y defensores. Las reacciones por parte del propio campo evangélico dieron cuenta no sólo de su acuerdo o desacuerdo con el contenido de la serie, sino de un conjunto de sensibilidades y disputas internas con respecto a las dinámicas de la relación entre lo evangélico y los asuntos públicos que hoy por hoy se juegan dentro de las instituciones. En otros términos, tanto la serie como las renuencias que suscitó dan cuenta de una sintomatización por parte de agentes internos y externos sobre las pugnas y resistencias alrededor de los escenarios actuales de la relación religión/evangélicos-política.
Por su parte, la Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA), la federación más importante dentro de este espectro que se encuadra en una posición (teológica y política) conservadora, aprovecha el momento para atacar al enemigo de siempre: la “militancia feminista” y, con ella -aunque no lo menciona así en su carta pública, es parte de su imaginario- los/las propagadores/as de la temida “ideología de género”. La serie da lugar a varias referencias en esta línea, pero la reacción de ACIERA trasciende este hecho puntual para jugar la carta de la victimización-exposición dentro de este terreno en pugna en el campo político tanto argentino como latinoamericano, que tiene a agentes evangélicos como pivotes de sus entrecruces. Por ello, también podríamos ubicar las reacciones críticas de agentes evangélicos y protestantes hacia la declaración de ACIERA (y, por ende, su respaldo a la serie) en esta dirección: un cuestionamiento al tipo de agenda política detrás de ACIERA, que tal vez no se vislumbra con toda precisión en la serie pero que sí trae reminiscencias sobre lo que sucede dentro del mundo evangélico actual, tanto argentino como regional.
Por su parte, las declaraciones de Marcelo Pyñeiro, director de la serie, estuvieron lejos de trasladar este asunto a una reacción casi injustificada de grupos evangélicos frente a una “ficción”. Frases como “fake news”, “posverdad”, “regreso de las religiones como herramienta política”, “iglesias evangélicas como ariete de la nueva derecha”, entre otras expresiones que utilizó en su declaración sobre la carta de ACIERA, responden a presupuestos muy precisos en torno a lo evangélico y su rol en la política, que circulan en sectores progresistas del campo argentino y que tienen como punta de lanza la resistencia a la incidencia política religiosa, así como una mirada acotada sobre sus dinámicas internas.
En otras palabras, estas reacciones en torno a la serie responden, por una parte, a las disputas, conflictos y apuestas en el marco de un (no tan) nuevo escenario sobre la incidencia y presencia política de actores, grupos y significantes evangélicos, donde algunos de sus sectores aprovechan la instancia para desplegar sus querellas, en un marco donde hace tiempo dejaron de ser una minoría que simplemente hace ruido, para ser un agente activo en las dinámicas políticas nacionales. Por el otro lado, se evidencia cierta mirada secular-progresista-ilustrada, que frente al desconcierto y resistencia que producen estas dinámicas contradictorias a los ideales secularistas, tienden a insistir sobre lugares comunes, como el estereotipo, miradas excluyentes o, incluso, teorías conspiranoides.
Ahora, ¿qué hacemos con estos “síntomas”? ¿Acaso “El Reino” logró reflejarlos y abordarlos eficientemente? En otra nota, Pablo Semán plantea que no podemos tomar esta serie como un conjunto de fantasías, ni de un lado ni de otro. Sin duda hay una sobrevaloración y un muy mal reflejo del mundo evangélico, pero tampoco podemos negar que algunos de los elementos que allí aparecen tienen algún asidero en la realidad. Mi pregunta es la siguiente: si queremos dar cuenta de estos fenómenos, e incluso promover una mirada crítica frente a ellos, ¿es la forma en que “El Reino” lo hizo la más estratégica? Estoy convencido que no. Miradas como las que circulan en esta serie, aunque hacen eco de algunas innegables realidades, causa, en la mayoría de los casos, una reacción contraria a la que pretende; es decir -y permítanme mi sesgo-, termina legitimando y visibilizando las voces hegemónicas a partir de la caricaturización de su figura, y al mismo tiempo, silencia un importante conjunto de identificaciones, voces y perspectivas que van por caminos muy distintos, cuya visibilización podría ser aún más eficaz que la denuncia estereotipada.
No basta con insistir en que es sólo una “ficción” y, como dijo Piñeyro, “que cada cual se ponga el saco que le quepa”. Existe un gran riesgo y sesgo tanto político como social en continuar promoviendo miradas exotizantes de lo religioso, que de alguna manera imprimen la lejanía de las lecturas secularistas progresistas en torno a las nuevas subjetividades en el espacio público y sus complejidades, donde lo religioso -se quiera o no- juega (no hoy sino desde siempre) un rol fundamental, y que, incluso, se puede transformar en un aliado fundamental para la movilización y empresa crítica e inclusiva. Dar cuenta de la complejidad y de los incontables matices del mundo religioso es la mejor manera de contrarrestar la instrumentalización de las voces hegemónicas y de ofrecer una mirada crítica, cosa que “El Reino” no logró hacer, al mostrar una foto homogénea y unidireccional del fenómeno, cargada de prejuicios.
Nicolás Panotto es teólogo y doctor en Ciencias Sociales. Director de Otros Cruces. Investigador del INTE, Universidad Arturo Prat.
Una serie de lugares comunes
por María Pilar García Bossio (CONICET-IICS/UCA-CONICET)
Ya desde la promoción de El Reino se preveía que generaría polémica, reavivando lugares comunes que se habían consolidado con fuerza en el imaginario político y académico de los últimos años en Argentina, a partir de la posibilidad de un “voto evangélico” acrítico a las posiciones de los pastores, a imagen y semejanza de lo que se suponía que estaba sucediendo en Brasil con Bolsonaro. Si esto parecía haber perdido centralidad local tras las elecciones de 2019, quedó como un clivaje a ser explorado (y explotado) en términos de industria cultural, como puede verse en la serie de Netflix, donde todos estos lugares comunes son reactivados en medio de una narración donde todo, lo religioso y lo político, es inverosímil.
Si al inicio podría pensarse que había algunas elecciones interesantes, donde a través de un thriller policial mostrarían algo del funcionamiento cotidiano de una religión poco conocida para el sentido común argentino, por fuera de ciertas caricaturas mediáticas (casi siempre asociadas al “pastor brasilero” que inundaba en un momento las grillas de trasnoche de los canales de aire), pronto vemos amontonarse prejuicios sobre el dinero, la falsedad del milagro, el “lavado de cerebro” y la doble moral de los líderes. Así la serie se pierde una enorme posibilidad de explorar las complejidades de la creencia, sin tener por eso que dejar de lado contradicciones que existen en todas las religiones y en muchos líderes.
En este sentido, considero que el mayor “pecado” que la serie comete al ver la fe de esta familia de pastores es que en ningún momento le creemos a los protagonistas que sus vidas están atravesadas por una experiencia suprahumana particular, que aún con tremendas contradicciones implica una cosmovisión que atraviesa sus vidas. Los monólogos de Peretti que buscan trasmitir los momentos “místicos” del pastor son tan poco creíbles como los discursos de arenga, religiosa o política, que son declamados sin una pizca de convencimiento (en ese sentido, considero que el mejor momento de Peretti es cuando relata su lado más perverso, solo allí es posible creerle). Del otro lado los y las fieles no tienen ningún espacio en la narración, son personas genéricas que vitorean cualquier cosa que los pastores digan (aquí la excepción del personaje de Sofía Gala, que es la única fiel con una voz propia, y que en una corta participación pareciera mostrar algo de lo que implica para una creyente la mirada de la pastora, incluso cuando el motivo que las una siga siendo inverosímil).
La serie parece intentar resaltar un imaginario donde lo religioso nunca puede dialogar con las “cosas de este mundo”, pues la “buena fe” está en figuras totalmente extraordinarias: la del acto sacrificial (que además viene antecedido por una especie de rito de un exotismo confuso), la del asceta y la del acto mágico, ubicado en los márgenes totales de una sociedad que se denuncia como injusta, pero a la que se deja claro que no se puede cambiar desde lo religioso (aun cuando en algún momento se reconozca cierto trabajo social). Así pareciera que la religión, si va a ser tolerada, debe estar, como creían muchas de las primeras comunidades cristianas y de las primeras iglesias evangélicas, “fuera del mundo”, que siempre contamina la creencia. Quien es una buena persona en el mundo (como la fiscal) lo es por una decisión ética, pero nunca por una coherencia con su práctica religiosa.
Finalmente, considero que este tipo de producciones nos dejan también una pregunta a las y los cientistas sociales sobre el alcance que pueden tener nuestras producciones académicas, y cómo podemos hacer para llegar a aquellas personas que, desde la industria cultural, o desde la toma de decisiones estatales o políticas construyen imaginarios que consolidan sentidos comunes basados en el desconocimiento. Sería un desafío por demás interesante que, de haber una segunda temporada, el equipo de guionistas se sentaran a conversar con las comunidades de fe y con las personas que hace años vienen estudiando el campo evangélico, para poder seguir haciendo ficción, pero desde un lugar que respete la diversidad e invite a construir miradas más plurales del mundo, la religión y la política.
María Pilar García Bossio es becaria del CONICET en el Instituto de Ciencias Sociales de la UCA y doctoranda en sociología en la UBA.
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