Son las cinco de la mañana del siete de enero y llueve torrencialmente en Corrientes. En la última hora, taxis y remises suspendieron sus servicios por las intensas precipitaciones. Entre varias llamadas fallidas, solo una resulta fructífera. Subo al auto y me apresuro a buscar de Sonia, una amiga cineasta chaqueña residente en Capital Federal, con quien este año viajamos en el micro de las 06: 00 al corazón del Gauchito Gil. Ese corazón que late en el flamear de las banderas rojas y en la fiesta que cientos de miles de promeseros le ofrendan al santo rutero en Mercedes.
Aunque hace varios días los devotos acampan en inmediaciones al santuario mayor, los rituales centrales se concentran allí y en otros puntos de la ciudad este lunes siete y martes ocho de enero, cuando se recuerda un año más del fallecimiento de Antonio Mamerto Gil Núñez. Quienes se guían por una de las leyendas más difundidas, que marca la muerte del gaucho rebelde el ocho enero de 1878 ya cuentan el 141° aniversario. Aunque no hay fecha certera y tampoco ‘una historia’ del Gauchito Gil sino centenares de historias que se recrean con múltiples variantes en el relato popular.
En el camino, la inestabilidad del clima es tema de conversación pero no llega a preocuparnos. Aún ninguna de las dos puede imaginar la magnitud que el temporal tomaría en los días venideros. “Siempre llueve el ocho en el Gaucho”, me recuerda Sonia. Aunque asiento y también enumero algunas ediciones secas, gran parte de nuestra charla gira en torno al recuerdo de la fiesta ‘pasada por agua’ del 2008. Fue el año en que ella grabó 8 de enero, un cortometraje-ofrenda que retornó a su vida en una década de favores recibidos y que hoy moviliza su regreso al santuario (1).
Sonia forma parte del grupo cada vez más extendido de artistas, de diversas disciplinas y en particular de audiovisualistas, que entre los años ‘90 y los 2000 se acercaron al mundo del Gauchito Gil y pasaron de ser simpatizantes a devotos, o adoptaron una posición intermedia. Muchos de ellos convirtieron sus producciones en verdaderos exvotos. En lo que hace al ámbito audiovisual, por ejemplo, en estos días resuenan los casos del documental ‘Antonio Gil’, una ofrenda de Lía Dansker, estrenada en cines del país; y “Gracias Gauchito”, dirigida por Cristian Jure y estrenada en salas argentinas y paraguayas (2).
La cadena de favores y las obras-ofrendas que fortalecen los modos de vinculación de los artistas con el Gauchito no solo aportaron a la visibilización de las formas de esta devoción en ámbitos que exceden los tradicionalmente considerados como “religiosos”, como los campos de la documentación y el arte, sino también impulsaron la redefinición de “lo religioso” en el caso del Gauchito Gil. Además, el perfil de los devotos-artistas echa por tierra las falsas hipótesis y reduccionismos, aún vigentes, que insisten en subordinar esta devoción a meras manifestaciones de la carencia o producto de una ‘cultura criminal’ (3).
“Voy a agradecer y a pedir algo puntual: que no me llueva durante el rodaje de La Playita”, dice Sonia, mientras me comenta detalles del nuevo proyecto. Entonces, nuestra prioridad en este viaje es llegar al altar rutero para saludar al Gauchito y compartir el ocho de enero. Pero también acordamos transitar los lugares hacia donde la fiesta se expande y complejiza. Nos proponemos recorrer esos espacios que van desde el santuario a las instalaciones adyacentes (fortines, campings, puestos de venta, restaurantes, el museo del santuario, etc.) hasta los puntos de conmemoración más cercanos al centro u otros puntos de la ciudad (la iglesia católica, el centro de interpretación, el cementerio). Estos últimos cobraron mayor notoriedad en las últimas décadas ligados al impulso de un proceso de institucionalización y de legislación eclesial de los espacios y rituales en torno a la Cruz Gil. A todos ellos, este año, se suma el ‘Gauchito Gil gigante’ que se levanta en el ingreso Norte a la ciudad.
Del monumento a la fiesta agigantada en las banquinas
Al amanecer ingresamos con el micro a la Ruta Nacional 123. Lo primero que veo a través de la ventanilla es al “Gauchito gigante”. Aquel al que los medios también bautizaron como el “Gauchito coloso” o “la imagen del Gauchito más grande de la Argentina”. Lo que observo es la iconografía más difundida del santo popular modelada en hierro, piedra y cemento que, a juzgar por los avances de la construcción escultórica que se fueron publicando en la prensa y en las redes en estos días, ha sido ensamblada en sus partes a la ligera, incluso dejando librado al azar algunas imperfecciones en el acabado, con el fin de llegar a tiempo a la inauguración prevista para mañana.
Miro la estatua y reflexiono que tan sólo unos años atrás su instalación aquí hubiera sido imposible. Sin embargo, luego de haber sido una figura tantas veces negada, invisibilizada y hasta demonizada por diversas agrupaciones e instituciones legitimantes locales, ahora está ahí ocupando una suerte panteón reservado a un héroe popular en uno de los márgenes de acceso a la ciudad. Entonces, me pregunto: qué sentidos encierra la monumentalización de la figura de Antonio Gil en este lugar y cómo se vincula con la progresión y regulación de los rituales, los espacios y las imágenes que vienen construyendo al Gauchito Gil en Mercedes. Quizá más adelante surjan algunas respuestas o, tal vez, más incertidumbres. Por lo pronto, seguimos el camino que nos lleva al santuario.
Enseguida se escucha el bullicio de los pasajeros. El colectivo desacelera su marcha y se cuela en una procesión de vehículos que intenta cruzar el tramo más abarrotado de la vía nacional. “¡Llegamos al Gaucho!”, la despierto a Sonia. Inmediatamente nuestras cabezas se asoman a las ventanillas que nos regalan un primer panorama del escenario festivo –casi una suerte de travelling lateral al modo del film de Lía Dansker–.
La espacialidad extendida que se mide más a lo largo que a lo ancho es uno de los rasgos diferenciales de esta fiesta. La multitud se asienta en una extensión que va de unos cinco a ocho kilómetros de banquina, dependiendo de la convocatoria de cada edición. Mientras el santuario ocupa casi el punto medio en esa longitud. Este año vemos menos gente instalada que el año pasado: más espacios vacíos entre las carpas, mientras los campamentos comienzan más cerca del santuario. Pensamos que el mal clima y que el ocho coincida con un día laboral pudo influir en la merma. Pero más tarde muchos nos dicen que se debe a la crisis económica que atraviesa el país.
Los fieles que lograron juntar unos pesos para viajar y están aquí, vienen y van con las imágenes de bulto del Gauchito a cuestas y diferentes inscripciones de fe en la piel. Se saludan unos a otros. También nos saludan al pasar. Así vamos entrando en el código y el clima de la fiesta. Pese a que todos los años es habitual ver a los devotos exhibiendo enormes tatuajes en sus piernas, pechos o espaladas, esas imágenes que toman gran parte de los cuerpos no dejan de asombrar. Como tampoco deja de llamar la atención la libertad de acción de los devotos en las banquinas.
Cada cual, cada familia o contingente, sigue su propio ritmo. Aunque hay un espacio-tiempo sagrado que se vivencia precisamente desde hoy y durante el día ocho enero junto al Gaucho y en su santuario, cada uno elige el modo y la hora más propicia para concretar los rituales que no pueden faltar, como el saludo en el altar principal y la entrega de ofrendas durante estas jornadas. En esas formas particulares y apropiaciones los límites de lo sagrado y lo profano se difuminan. Entre otros rasgos, adquieren relevancia manifestaciones no sujetas a los tiempos estrictos y a normas institucionales. En buena parte, en este sentido, es una fe no regulada que se inscribe sobre todo en los bordes de lo instituido y en los cuerpos de los devotos migrantes.
La devoción aquí se inscribe en el borde de la ruta, en el borde de la ciudad y también en el borde las normas instituciones eclesiales y gubernamentales que persiguen disciplinar los cuerpos, las prácticas y los espacios reservados para las formas devocionales. La fe no regulada atraviesa los cercos normativos y se expresa en las formas diversas en que los devotos habitan estos bordes. Se trata de promeseros migrantes, en su mayoría no son residentes mercedeños que provienen de otros confines como el del conurbano bonaerense, provincias del Sur o el Noroeste argentino o ciudades de países fronterizos.
Los modos de habitar los bordes adquieren la forma de una celebración que no le teme a la exaltación del exceso; se compone del tradicional saludo al santo pero, sobre todo, de baile, comida, bebida abundante y de corporalidades pasionales no domesticadas que se desplazan de un lado de la ruta al otro. Es a esta experiencia de borde y, a la vez, de desborde a lo que los algunos sectores sociales, que claman por más control y orden, llaman: ‘la tierra de nadie’ (4).
Son las 09.30 de la mañana. La lluvia cesó pero en el cielo pesado las nubes dibujan bombas a punto de estallar. En el suelo, el agua caída se mezcla con la tierra negra formando charcos amarronados. Algunos promeseros sortean las zonas inundadas a medios saltos en zapatillas, botas gauchas, ojotas o con los pies descalzos. La diversidad de vestuarios, del portes, de ‘imágenes’ que ellos despliegan al pasar –ya sean en camisas y jeans; ropas deportivas y gorritas; o sombreros, chalecos y bombachas gauchas– también habla de la diversidad de adscripciones identitarias que, a su vez, destierran cualquier intento de homogeneización.
Otros fieles aún reposan en las carpas clavadas en medio del lodazal que cubre gran parte de los campings habilitados. Como en otros años, la mayoría de los refugios están hechos con lonas sostenidas en un par de sus vértices por estacas plantadas en el suelo y en el otro par al techo de los transportes de devotos. En las banquinas también se observan los autos, camiones y colectivos cubiertos de calcomanías y banderas con agradecimientos escritos con los nombres y hasta con las fotos de los devotos y de sus familiares encomendados al Gaucho.
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Los campamentos se construyen a partir de instalaciones precarias. Sin embargo, este año al igual que en las últimas ediciones se observa que cuando más nos acercamos a la zona del santuario más crecen las construcciones de material estables donde se brindan servicios en esta fecha: restaurantes, baños, duchas, kioscos. Por ejemplo, un negocio casi pegado al tinglado del altar principal muestra un letrero luminoso que anuncia “kiosco” y la puerta entreabierta deja vislumbrar varias heladeras y freezers funcionando, cuando en las zonas más alejadas es difícil acceder a la electricidad. A su vez, las casillas en torno al altar van configurando asentamientos que son despreciados por diferentes actores sociales del centro mercedeño y calificados de ‘incontrolables’ por algunos funcionarios que años atrás intervinieron sin obtener resultados.
Los propietarios de los negocios más importantes, en su mayoría residentes en la ciudad se disputan los mejores galpones del lugar y también la administración de los locales destinados a ser alquilados a los vendedores foráneos durante diciembre y enero. Aunque no serían tantos. “Son tres o cuatro familias que manejan todo”, no diría con suma seguridad más adelante un remisero mercedeño que hace todos los años el trayecto Cruz Gil/Centro/Terminal ida y vuelta–. La regulación privada marcaría aquí, según diversos relatos, la distribución, el valor, la limpieza de los espacios y hasta la disposición de ciertos objetos producto de donaciones –como las banderas, cruces o placas– o de la necesidad de los administradores para demarcar el territorio –como las murallas de chapas–. Todas dimensiones no exentas de quejas y controversias que incluso nos hace revisar los términos y protagonistas en los procesos de des-regulación de los rituales en sí.
En nuestro primer mapeo visual, de un momento a otro, toda la atención pasa por la comida, por la abundante comida. El desayuno se extiende hasta el almuerzo. Como en otros años, de un lado y del otro, peregrinos y comerciantes encienden el fuego y la torta parrilla comienza a circular para acompañar el mate o el cocido. Como ya es media mañana, algunos grupos de amigos y familiares, sentados en rondas de silletas, optan por la picada. La preparan con asado frío amanecido, un poco de queso, salame y pan. Tablones sostenidos por cajones de cerveza sirven de mesa. Otros cajones auspician de bancos. Se toma gaseosa, vino o cerveza que van del termolar a los vasos, alguno de ellos hechos con botellas plásticas recortadas.
De repente, en la ventanilla izquierda una situación me recuerda a uno de los fotogramas que abren el documental de Sonia: un hombre con cuchillo en mano desposta una res de cerdo colgada de patas a un techo. Casi como un cuadro de Rembrandt o el famoso y condenado bodegón de Aertsen, la escena sacrificial se repite. Este año como en otras ediciones, ahí están los habilidosos del facón o del serrucho carnicero coordinando el asado donde la carnalidad es revelada y devuelta para el consumo de los hombres. El banquete de cerdo, vaca, chorizos y/o pollo a la parrilla pronto se transforma en un ritual de goce de la carne del que la mayoría participa, sin culpas.
Avanzamos a paso de hombre sobre la 123. A unos 200 metros se observan las columnas del tendido eléctrico que indican el sitio del altar mayor. Unos años atrás el ingreso al tinglado del santuario estaba despejado. Ahora hay que guiarse por estas farolas para ubicarlo porque un muro de chapas de cinc tapa su acceso y lo confunden con las hileras de puestos de ventas que crecen a sus lados tras esas chapas.
Más tarde nos enteraríamos que el bloqueo de la visibilidad del santuario está generando mucho malestar entre los fieles. En un momento un gaucho, ofuscado, bajó de su caballo y convocó a una especie de pueblada para derribar el muro, mientras dos policías que controlan el tránsito y un par de devotos intentaban persuadirlo para abandonar la idea. Incluso, unas señoras nos comentarían cerca del altar mayor, susurrando por lo bajo, que el Gaucho está enojado porque “lo tapan” y que esto podría acarrear un castigo por parte del propio santo hacia los administradores del lugar.
Cerca del altar, un grupo de personas en el micro se alborota. “Bajen, bajen, bajen rápido. Dale, dale, que no podemos parar acá”, dice el chofer mientras frena, abre la puerta y las personas descienden apresuradas. Pronto el grupo se pierde en medio de la caravana de autos que intenta ser ordenada por un par de policías y entre las chapas que encierran al santuario y a los stands comerciales.
Rituales, espacios y exvotos en la Cruz Gil
Nosotras seguimos camino a la terminal de Mercedes. En la ciudad observamos un importante movimiento de gente. Aunque advertimos que no es el `mundo de gente’ de otros años. Cruzamos la plaza central y llegamos al hotel. Ahí dejamos nuestras mochilas. Desde la terminal, nuevamente, tomamos un colectivo viejo que por 40 pesos nos lleva a ‘la Cruz Gil’, que es como los mercedeños llaman al santuario. Es el transporte más barato y con una afluencia aceptable. Los remises cobran entre 200 y 250 el mismo trayecto.
Desde el centro de Mercedes, ya estamos en camino nuevamente hacia las afueras de la ciudad. En el colectivo conectamos de lleno con la cumbia: el género que en las últimas décadas sonoriza todas las prácticas y espacios ligados al santuario del Gauchito junto al chamamé. Escuchamos a Los Charros en el colectivo mientras reingresamos a la fiesta por la ruta 123, otra vez con la vista clavada en las ventanillas. Descendemos y nos apresuramos a buscar la cola para saludar al Gauchito. Este año hay dos filas que al final se unen en el acceso al corralón de rejas que cerca al altar mayor: una fila es más larga, en el lado derecho, y otra más corta, en el izquierdo. Nos ubicamos en ésta última.
La cola crece por un estrecho pasillo situado entre las puertas de los puestos de venta (a nuestra izquierda) y el muro de chapas que nos separa de la ruta (a la derecha). En un momento nos amontonamos hacia la zona de las chapas porque allí el suelo es más alto. Pisamos sobre tablones que hacen de puentes entre las partes altas sobre el agua que inunda todos los espacios. En las zonas donde la madera no llega la gente pasa y se empapa. La sonrisa de un niño que juega en el charco, los rostros expectantes de los fieles a punto de cumplir su promesa y la diversidad de cumbias festivas que se amplifican en todo el predio, le quitan dramatismo a la inundación o, en todo caso, ésta cobra forma drama festivo.
En la fila todos esperan con las imágenes humanizadas de sus Gauchitos en los brazos. Son bultos grandes y pequeños vestidos a gusto de los devotos con capas brillantes, otras más sobrias, ataviadas con banderas de clubes de fútbol, o pañuelos y sombreros camperos. Los fieles también van con sus tatuajes-exvotos al descubierto. En ellos se mezclan inscripciones del Gauchito con San La Muerte, Santa Catalina y Jesucristo. No faltan los puchos y bebidas para compartir con el Gaucho en su altar. Prima el vino y el whisky. Además llevan estampitas, flores y velas para encender por cada pedido.
Un niño vende cuatro cintitas rojas por 10 pesos. Varios jóvenes ofrecen tres velas, que vienen con una estampita (no oficial) de obsequio, a 30. Con Sonia compramos. De paso consultamos en los negocios por la estampita ‘oficial’, la plastificada, a la que algunos también llaman ‘la original’. Damos con una señora que vende a 30 pesos cada una. Por el costo, un poco elevado, nos dicen que la mayoría opta por las ‘imitaciones’ que bajan a 10.
Luego pienso que es muy curioso pensar en términos de ‘original’ y ‘copia’ aquí donde todo se basa en la recreación constante y donde también frente a las ‘imitaciones’ más viejas –a las que algunos devotos y comerciantes atribuyen carácter de original y oficial con el transcurrir del tiempo –, las nuevas que ocupan el extremo de las imágenes más alteradas muestran la mejor cuota de apropiación y creatividad popular.
Ingresamos al corralón del altar principal y bajo control policial –este año un poco más relajado que en otros años cuando la afluencia de devotos era mayor– avanzamos para tocar las dos imágenes de bulto del Gauchito Gil que presiden el lugar. Es que ahora son dos, sí. Este escenario cambió en relación a años anteriores: la tradicional estatua central del Gauchito junto a la alcancía y el bloque lleno de placas de agradecimientos fueron movidos unos pasos a la izquierda. De igual modo, hasta ellos llegan los promeseros y hacen la primera parada para saludar y dejarle velas, cintitas y bebidas al Gaucho.
El centro del tinglado ahora lo ocupa otra escultura resguardada en una casita cubierta cerámicas claras. Tiene una cruz a la izquierda, otra alcancía a la derecha y en su frente una puerta de vidrio hasta donde los fieles llegan y estampan las marcas de sus manos durante el ritual de pedidos y agradecimientos. Otra curiosidad es que sobre la estructura de este altar cae una bandera sujetada al techo con inscripción: “Libertad a Sampayo. Preso político”. Se trata de un petitorio-consigna por Jacinto Sampayo, ex secretario general de los trabajadores municipales de Resistencia, Chaco, detenido en marzo de 2018. La bandera fue colgada por agrupaciones sindicales en diciembre del año pasado y dos meses posteriores a esta fiesta sería liberado para reasumir su cargo y anunciar su candidatura a la intendencia de la capital chaqueña.
Por la derecha salimos de este primer corralón y nos encontramos con el segundo, más pequeño, que protege a la cruz de madera junto al árbol seco, ambos teñidos de rojo, que simbolizan el lugar donde Antonio Gil fuera degollado. El agua también copó este espacio sagrado. Decenas de estatuillas de yeso que representan al Gauchito fueron dejadas aquí junto a botellas y cartones de vino que los fieles comparten en la Cruz. Todos los objetos flotan en un gran charco. Incluidos los pañuelos y las banderas, las fotos y remeras –que también tapizan las paredes y recubren al árbol y la cruz–; como las monedas, billetes, cadenitas, velas, cintitas y flores –que son retirados en bolsas por los cuidadores cada vez que el espacio inundado colapsa de ofrendas– .A las rejas rojas se amarra la tercera alcancía del recorrido.
Luego nos dirigimos a la parte trasera del primer corralón, detrás del altar mayor, donde generalmente se completa ‘el ritual del saludo al Gaucho’ con el encendido de las velas en el muro de exvotos. Nuevamente aquí, el paisaje se llena de ofrendas: cruces forjadas, placas donde se lee cientos de “Gracias Gauchito”, estampitas, cintitas, fotos de los promeseros, de sus familiares y hasta de escarpines y ecografías, escudos de clubes de futbol, stickers de partidos políticos o sindicatos. Allí los fieles tocan la pared, se persignan y algunos se sientan en un escalón pegado al suelo y ‘fuman junto al Gauchito’. Le piden quizá para abandonar un vicio, luego le ofrendan las colillas entre las placas y encienden las velas.
Cuando nos disponemos a hacer lo propio una cuidadora se acerca y apaga todas las velas encendidas y dice: “Acá no. El Gaucho está enojado. No ven que hoy temprano se incendió esta parte. No se puede prender acá. Vayan al altar del Gaucho grande, atrás”. Nadie prende más velas, al menos por un rato. Queda claro que no queremos hacer enojar al Gaucho. Entonces, derecho y doblando a la izquierda, buscamos el altar de atrás. A estas alturas del recorrido, el enojo del Gaucho es ‘vox pópuli’. Algunos esgrimen que se debe a que se le tapó visibilidad en el ingreso al santuario y otros dicen que reacciona a las condiciones de abandono del predio.
El baile y la música como ofrenda en campings, restaurantes y fortines
Caminamos por otro pasillo estrecho de trazado irregular que separa y a la vez conecta decenas de stands de ventas, detrás del santuario. A nuestro paso, los feriantes sacan en baldes el agua que ingresó a los negocios. Barren, escurren los pisos y también partes del suelo barroso. Llegamos al altar de atrás y todo es música, todo es fiesta. Hay una pista en medio del barrizal con miles de fieles. Cientos de ellos bailan al ritmo de la cumbia de Lucas Sugo –músico uruguayo de moda en el verano de 2019 por esta zona– bajo la mirada atenta de una gran imagen del Gaucho, con poncho al hombro y brazos extendidos, que reposa en un altillo.
La pista está al ras del suelo dentro de un tinglado cubierto en sus laterales de banderas colgadas por los promeseros. El escenario, donde un DJ pasa música, se ubica un poco más alto y en su borde los fieles encienden cientos de velas para el ‘gran Gaucho’. Quienes no bailan sacan fotos, filman, postean en redes, beben, ríen, comparten unos con otros y, lo principal: están y comparten con el Gaucho su fiesta que es la meta que persiguen quienes llegan hasta el santuario.
Es interesante observar cómo los promeseros bailan con las estatuillas de sus Gauchitos en los brazos o visibilizándolos desde las mochilas en las que algunos las transportan. Mientras otros dejan las imágenes reposar en medio de la pista, como poniéndolas a presidir el baile. Algunos pasan y mientras bailan se agachan y tocan las estatuillas paradas en el suelo. Otros le prenden velas o le dejan un cigarro y siguen bailando.
Este lugar es conocido como “el camping del chileno”. El baile aquí se extiende durante todo día. Especialmente en la víspera del 8 decenas de grupos musicales desfilan para brindar un espectáculo, principalmente de cumbia y chamamé, y los miles de devotos-danzantes que vemos durante el día se transforman en decenas de miles durante la noche. Este espacio es uno de los puntos de espera de los fuegos artificiales que iluminarán el cielo por media hora –más o menos– a partir de las 00:00 del 8 de enero. El espectáculo de fuegos artificiales también reviste carácter de ofrenda que preparan algunos promeseros.
Más allá de este tinglado, la música y el baile se propagan por los pasillos que interconectan las ferias, las rotiserías y los restaurantes instalados a ambas veras de la 123. Por ejemplo, en el resto-bar “’sueño del promesero’ sucede un gran concierto en vivo de cumbia en plena siesta. Los devotos bailan en parejas algo de cumbia romántica santafesina mientras beben, comen y van pidiendo los temas que quieren escuchar y bailar al grupo que actúa. Al otro lado de la ruta, algo similar sucede en el ‘Fortín del Gaucho’ pero allí suena chamamé y, más precisamente, ‘chamamé bien maceta’, de ritmo vivo, animado, que invita al zapateo y zarandeo.
En el tinglado del fortín, la tierra pisoneada que hace de pista también se vuelve barro con el agua que no terminó de escurrir. De todos modos, los gauchos se amañan para hacer sonar sus grandes espuelas amarradas a las botas de cuero en el taconeo. La mayoría de las parejas llegan al lugar totalmente lookeadas con sombreros de alas anchas, facones de plata en la cintura; ponchos, bombachas rojas o negras plisadas o bordadas con flores, imágenes del Gauchito e inscripciones de agradecimientos en las camisas y chalecos. Muchos pertenecen a agrupaciones gauchas o cuerpos de bailes tradicionales que llevan el nombre del santo popular y se acercan especialmente en enero a este lugar para ofrendarle su baile. En la pista también se cuelan algunos fieles en jeans y ojotas o descalzos que no por no ser expertos en el género despliegan menos ganas, todo lo contrario: también le ‘sacan viruta al piso’ –como se dice por estos lares–.
El chamamé aquí es una de las principales ofrendas. Antes de iniciar el baile las parejas saludan en el centro del tinglado a una imagen del santo popular que comparte su altar con varias estatuillas de la Virgen de Itatí. Ella es la ‘Patrona de Corrientes’ y por ende la figura religiosa más cercana a la institución eclesial junto a la representación de Jesús en la Cruz y la de otros santos católicos que también pueden visualizarse.
Lo más llamativo es que con el gaucho junto a la virgen y los santos convive un gran cartel de papel brilloso que cuelga de un pilar sobre el altar que reproduce la imagen de Antonio Gil y San La Muerte. La imagen santito de la guadaña a diferencia del caso anterior se ubica, como ha analizado extensamente Alejandro Frigerio, en el extremo más alejado o en el reverso de las representaciones que legitima la iglesia (5). Además, al santito lo acompaña no el Gauchito sobreimpreso en la cruz sino una reproducción de la recreación de la tradicional estampita que realizó el fotógrafo Marcos López, destacando su carácter más irreverente.
Alrededor del altar y del cartel bailan las parejas. Al costado, más atrás, en mesas y sillas formadas en semicírculo, están sentados otros devotos que mientras comen, beben, cantan, lanzan sapucays también piden temas musicales al DJ. Celebran a quienes bailan y, por supuesto, al Gauchito que se agiganta dentro y fuera del fortín; en cada camping y tienda; y también en los miles de altares ruteros y santuarios que pueblan el conurbano bonaerense y otros puntos del país.
Parte de esa agencia colectiva que se ha ocupado de “engrandecer” la figura del Gaucho Gil, de “engrandecerla” pero desde diversas apropiaciones y posiciones valorativas, parecería confluir ahora en el monumento del Gauchito. Se trata de un proyecto impulsado por un grupo de promeseros pero que finalmente fue apropiado y concluido por el Municipio local.
La escultura, en principio, parecería aunar las luchas por la visibilización, la reivinidicación popular de esa figura, pero también los intereses de su presentación como un atractivo turístico y su capitalización en tanto una obra más de gestión de gobierno. De cualquier modo, es inquietante y amplía mis preguntas iniciales: en qué medida la estatua que viene a materializar un proceso de monumentalización representa la diversidad de memorias que construyen al mundo heterogeneizado del Gaucho Gil; o bien puede pensarse también que la obra pone en escena un proceso tendiente a congelar o fijar desde una representación visual que imita al bronce, ese mundo diversificado que encuentra el motor de su expansión en la movilidad, la recreación constante del mito y la creatividad de las apropiaciones (6).
(1) 8 de enero es una documental Un documental filmado por Sonia Bertotti en 2008. En la sinopsis destaca la presentación de “un guisado de guachos mamados, acordeones, sapucays, chamamé, velas, promesas, y Fe, mucha fe, calentándose a 50 grados de calor, alrededor de 250.000 promesero”. Puede verse aquí: https://vimeo.com/9486993
(2) Una entrevista a Lía Dansker sobre “Antonio Gil” puede consultarse aquí. Sobre el surgimiento de “Gracias Gauchito” como una promesa de su director Cristian Jure, puede leerse aquí.
(3) Diversos trabajos de Alejandro Frigerio, Pablo Semán y otros investigadores de la red Diversa reflexionan en este sentido. A modo de ejemplo de las posiciones estigmatizantes y miserabilistas, vale mencionar una columna de opinión escrita por Jorge Ossona para La Nación y titulada “Gauchito Gil, el santo de los punteros”, ahora disponible para suscriptores del diario aquí.
(4) Tierra de nadie es una nominación despectiva con la que ciertos grupos sociales de la localidad de Mercedes y la provincia de Corrientes refieren al exceso y desborde que configuran las prácticas de veneración en la Cruz Gil asociadas al comercio, las edificaciones precarias, el espectáculo y la desregulación estatal y eclesiástica. Este modo de nombrar está estrechamente vinculado a la denuncia /queja insistente de algunos de los pobladores locales ante la “invasión” que para ellos representan quienes se vienen de afuera y se asientan en ese borde en torno al santuario para festejar/comerciar. Quienes invaden son los “otros” que se oponen a un “nosotros” local disconforme. De hecho, muchos mercedeños trabajan en el lugar durante enero en la prestación de servicios, pero asegura que para saludar al santo y orar prefieren visitar el santuario en otra fecha donde “no hay tanta gente de afuera” o directamente van al cementerio donde “es más tranquilo y se puede orar”. En estas formas de valoración también se activa la posición eclesial. En la publicación “Novena a la Cruz Gil” que lleva como autores a los sacerdotes Julián Zini y Luis María Adis, el arzobispo de Goya, monseñor Ricardo Faifer alude al término en la presentación: “En lo que refiere al lugar, en la Cruz Gil, es muy importante priorizar el espacio religioso (…) A veces pareciera ser “tierra de nadie”, donde el comercio, los servicios y el turismo tratan de imponer sus propios códigos y conveniencias, lo que hace muy difícil que las buenas intenciones de algunos proyectos pastorales se lleven a la práctica” (2012, pp.7). El sentido se refuerza en el punto 8 y 9 del texto “Una expresión de nuestra fe popular: la Cruz Gil”, que caracteriza a la devoción desde la perspectiva eclesiástica.
(5) Un breve texto del autor puede consultarse aquí.
(6) Se recomienda una serie de crónicas sobre la festividad del Gauchito en santuarios bonaerenses aquí.
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