La Cabalgata Brocheriana

por Sergio Carreras (publicado originalmente en La Voz)

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Los autos corren a velocidad de alienados por la autopista rumbo a la ciudad de Córdoba. Mi caballo moro Mugroso va a contramano por la banquina, los rugidos mecánicos no lo inmutan y avanza con ritmo colonial.

Hasta la línea final de la caballería policial que marca el cierre de la caravana se cansó de esperar que mi matungo apurara el paso y me sobrepasó. Voy solo. Soy incapaz de hacer que Mugroso pise el acelerador.

Ya ni me acuerdo cuántas horas hace que salimos desde la Catedral. Por cómo me duele el cuerpo, diría que fue hace una semana, un mes. Estamos yendo ­hacia Malagueño y mañana iremos hacia Tanti y pasado hasta Los Gigantes y ­luego necesitaremos varias paradas más para cruzar las Altas Cumbres y caer, seis días después, en pleno valle de Traslasierra.

Esta es la Cabalgata Brocheriana, la caravana más religiosa y más pagana, más apasionada y más chiflada que se realiza todos los años, desde hace 22 años, en la provincia de Córdoba.

Esta es además la edición más especial desde que existe la peregrinación: al amanecer del quinto día desde el Vaticano se anunciará la fecha de canonización de José Gabriel Brochero, el Cura Brochero. Por eso ahora, en su honor, más de 500 jinetes y 250 caminantes vamos a ponerle el rostro a la montaña, al calor, la niebla, la helada y a cualquier otro adversario que quiera depararnos la meteorología, para recorrer el camino que el sacerdote hacía habitualmente en su mula allá por los crepúsculos del siglo XIX.

Qué es la Cabalgata Brocheriana

La componen jinetes y caminantes que todos los años atraviesan las Altas Cumbres uniendo las ciudades de Córdoba y Villa Cura Brochero. Siguen los recorridos que el futuro santo cordobés realizó a lomo de mula y caballo a ­fines del siglo XIX y principios del siglo XX. El Cura Brochero cruzaba las montañas en su tarea evangelizadora y, especialmente, para reclamar a las autoridades de la Capital ayuda para Traslasierra. En sus comienzos eran un grupo de 50 personas, con fuerte presencia de oficiales del Ejército, pero cada año se va popularizando más. La organización está a cargo del Movimiento Transerrano Senderos del Cura Brochero, que cada año varía algunos de los senderos de la cabalgata.

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Día Uno: Me quiero bajar

A los pocos metros de andar, comencé a arrepentirme de estar colado en semejante peripecia.

Jamás anduve a caballo. Pese a eso, Salvador Giménez, uno de los organizadores históricos de la peregrinación y dueño de una empresa de cabalgatas en Candonga, se arriesgó a facilitarme uno. A las 8 en punto del jueves 10 de marzo esperé por mi potro frente al Centro Cívico, pero la tropilla se demoró, así que avancé caminan­do hasta la Catedral.

Mientras los políticos daban discursos desde la explanada del templo, los caballos cubrían los adoquines de la Plaza San Martín con descargas como para fertilizar una hectárea y retrucaban con sonoras manifesta­ciones que provocaban las carcajadas de los cientos de asistentes que seguían el acto bajo la lluvia.

Cuando la caravana comenzó a andar, llegó Giménez. “Subíte ya”, me dijo, me puso las riendas en las manos y con un envión me trepó a un caballo moro que yo pensé que era blanco, y salimos. “Tené cuidado que es nervioso y tira patadas”, alcanzó a informarme.

A los pocos metros de andar, comencé a arrepentirme de estar colado en semejante peripecia. Además, sin obligación. Aunque la montura era muy mullida, comencé a percibir que unas protuberancias duras se clavaban en mis glúteos. Con los primeros pasos de Mugroso sentí que me ti­raban los tendones de las piernas, se me arqueaba la espalda y la sola perspectiva de andar así seis días enteros se me apareció como una tortura intolerable.

Mientras la gente nos aplaudía y las cámaras registraban nuestra salida, comencé a transpirar. La caravana hizo dos cuadras hasta la avenida General Paz y al llegar a calle Caseros, solamente tres cuadras después de haber partido, decidí que me quería bajar.

Ahora bien, ¿cómo hago para abandonar sin que nadie se dé cuenta, sin aparecer en la televisión como el primer desertor de la cabalgata? Y, sobre todo, ¿dónde dejo el caballo? ¿Lo ato a una palmera del Patio Olmos, por donde ya vamos pasando? ¿Qué hago? Me digo que voy a aguantar unas cuadras más y, cuando nadie me reconozca, desciendo de Mugroso, lo entrego a Giménez y le pido disculpas: voy a hacer el viaje en un auto.

Pero cuando llegamos a la avenida Pueyrredón hay más gente todavía. Más entusiasmo. Más vivas al Cura Brochero. Una señora conmovida viene con un mástil con la bandera papal y me la quiere entregar para que la lleve. Hago como que no la veo y sigo de largo. Me quiero bajar. Pero unos metros más adelante, en la rotonda con la estatua de Sarmiento, está Raimundo, fotógrafo del diario, y Andrés, un compañero que graba videos, y me hacen bromas y me gritan, y no me puedo bajar tampoco ahora.

Es muy raro ver la ciudad desde un caballo, avanzar sintiendo en la columna vertebral el golpe de las herraduras contra el pavimento que todo el día raspan ómnibus y taxistas. Pienso que cuando vamos en auto, uno atraviesa la ciudad, y que ahora, en la lentitud y movimiento del caballo, es la ciudad la que lo atraviesa a uno, con cada detalle, cada cartel, cada poste de luz.

Luego de una primera parada en la avenida Fuerza Aérea, salimos hacia Malagueño. Mugroso, que no dejó de tirar patadas cada vez que un congénere le acercaba el hocico a la cola, se dio cuenta de que soy un intruso, un novato. No camina. Le pego con los talones pero no se inmuta. Le grito, le acaricio el cuello, lo sacudo. Pero la caravana se va y quedo, solitario, mirando los camiones que aplanan la autopista.

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Día Dos: Ruega por nosotros pecadores

Cuando estamos por llegar a Tanti luego de ¿siete? horas de cabalgata soy un atado de carne picada. Un periodista pasado por licuadora.

Nos despertamos en Malagueño en un complejo diseñado para recibir estudiantes que vienen a Carlos Paz en viajes de estudios. Hay una ciudad de Far West de mentirita, un campo para jugar al paintball y un tinglado donde se desarrolla la primera peña de la cabalgata, con pollo asado, vino, guitarreada y concurso de canto.

Suben al escenario una estatua que muestra a Brochero sentado, con el pie izquierdo sobre una piedra, tomando mate junto a una pava que hace equilibrio sobre tres leños encendidos. Esa estatua, a modo de comodín, será instalada en lugares visibles cada día de la cabalgata: bajo el aro de una cancha de básquet en Tanti o entre las mesas de una peña en Ambul. Tiene un estilo hiperrealista y parece que el verdadero Brochero mirase a cada promesante que se acerca a besarle la mano.

Dormimos en unos nichos de dos pisos donde solamente cabe un colchón. Me desmayé de cansancio a la 1 de la mañana. A las 3 me despertó una puntada, una patada en los riñones. No me pude volver a dormir. Me contaron que antes un gaucho se despertó gritando que no estaba muerto, que había resucitado, pedía por su madre y fue sacado al patio en calzoncillos para que el frío lo calmase.

Un grupo de caballos aprovechó la noche y se escapó. Entre ellos, Mugroso. Fantaseo con que, si no hay otro caballo, estaré obligado a seguir la caravana en un auto. Pero no. Los fugados son encontrados pastando en los jardines de un country cercano. Me dan otro caballo, más grande que el anterior, moro también, llamado Gandalf, como el mago bueno de El Señor de los Anillos.

Salimos hacia Carlos Paz. Se produce un cuadro extravagante cuando los 500 gauchos pasan junto a la pirámide egipcia del boliche Keops. Recorremos la costanera del lago San Roque y al mediodía llegamos a Cabalango. Nos recibe un pasacalles de bienvenida y el tañido gangoso de una campana que hace entrar en trance a tres chicas que vienen detrás: “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores”, repiten 10 veces. Apenas terminan, una de ellas toma aire y concluye: “Ah, qué bueno que estaría ahora una cerveza negra, ¿no?”

En la marcha se me acerca en su caballo Luis Cantos, que dirige una escuela de montar en La Perla. Me ve mal. Me aconseja que vaya cambiando de posición sobre la montura, que aprenda a apoyarme sobre los glúteos, sobre los muslos y sobre los testículos.

Deseo con toda el alma mantener las posiciones uno y dos, pero hace dos días que permanezco sobre la tres.

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A mi lado pasa Ebel Ritta, villamariense que trabaja para Osde y alquila castillos para cumpleaños. Es su segunda cabalgata. Se lo ve recio sobre el caballo para ser oficinista, pienso, y eso me da esperanzas.

Se me acerca Emi, la hija de Giménez y me dice que deje de tirarle besos al caballo, que así no va a andar más rápido. Tiene razón: intento imitar los sonidos de los jinetes para hacer que Gandalf arranque, pero parezco un acosador lanzando besuqueos a estudiantes.

Cuando estamos por llegar a Tanti luego de ¿siete? horas de cabalgata soy un atado de carne picada. Un periodista pasado por licuadora. Me duelen los muslos, el traste, los hombros, la columna y cuando me levanto la bombacha para verme la ­pantorrilla izquierda, tengo tres huecos sangrantes y que supuran pus.

No traje polainas para protegerme del roce constante de la pierna contra la montura, la cincha y el caballo. Entonces dejo salir la pregunta que venía alimentando a escondidas: ¿Para qué diablos vine acá?

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Día Tres: Resurrección

Los peregrinos que van a la vanguardia son los más sacrificados. Casi todos tienen una promesa que cumplir y un pedido de sanación.

Los más sacrificados del viaje son los caminantes, los peregrinos que van a la vanguardia. Salen una hora y media antes que los jinetes y van a hacer los 190 kilómetros a pie por la montaña. Aunque también están quienes emprenden la caminata por deporte o con curiosidad turística, casi todos encaran el cruce porque tienen una promesa que cumplir y un pedido de sanación que dirigirle a ­Brochero.

Caminan porque su bebé nació con una deformidad en la columna, a su madre le volvió a aparecer un tumor, la nuera ya perdió tres embarazos, una sobrina no puede parar de drogarse, la nieta sufre leucemia. Allí van Raquel Conci, dueña de un complejo de cabañas en Mina Clavero; Gloria Vera, empleada de cobranzas judiciales de la Afip; Ester de Stafini, directora del Ipem de La Paz, jubilada; Juan Carlos Ponce, tapicero de barrio Cabildo; Mauricio Escalante, repartidor en Marull; Rogelio Barboza, de Cura Brochero, que va con el tobillo hinchado como un melón; Nancy Ponce, madre soltera de Mina Clavero, que marcha por la salud de su papá, por cuarta vez. Y tantos más.

Los promesantes parecen sobreexcitados, siempre a la espera de la próxima señal de salida. No hay día que no reciban reprimendas. Un día el locutor de la peña los trata de desagradecidos, por arrojar al campo la fruta que recibieron de regalo y salir disparados hacia la meta. Otra mañana, en Los Gigantes, un sacerdote los amonesta por ser tan desesperados y correr como si los persiguieran. El comisario del departamento San Alberto José Cáceres, casi tiene que llegar a la amenaza: “Les repito, no pueden adelantarse al sargento guía, los que lo hagan van a ser detenidos o se van a perder en la niebla”.

Ninguno les hace caso. Tienen que cumplir con sus promesas a cualquier precio. Quieren comer montaña, de­sayunar piedras. Algunos caminan en alpargatas, no tienen vestimenta ­adecuada para la montaña, no llevan carpa, pero a falta de recursos cargan con un convencimiento a prueba de balas.

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El paramédico Noel Svetlitze se encarga de los pies de los promesantes. “Soy especialista en ampollas”, reconoce. Y las ampollas y paspaduras que muestran son de enciclopedia médica. “No tenés que romperte la ampolla”, me explica una maestra que camina por la salud de su hijo de siete años con cáncer. “Tenés que pasarte una aguja con hilo por la ampolla para que el hilo absorba el líquido y no te duela”. Entre los caminantes van compartiendo antiinflamatorios, cremas para la entrepierna, energizantes, geles. Y agujas.

Los promesantes asocian el sufrimiento físico con la redención: el dolor les conseguirá lo que buscan. Al sacrificio se lo valora, se lo respeta, se lo venera, se lo exhibe.

Veo a los promesantes y no tengo derecho a emitir la menor queja. Luego de dos jornadas de dolores, al tercer día me doy cuenta de que ya no queda nada peor. En los días siguientes el sol me ardería y despelecharía la cara, las manos, los brazos. Los dedos se me llenarían de padrastros y me sangrarían. Me resbalaría buscando un bolso y me produciría una herida sangrante en la pierna derecha, que cubriría con una media sucia y cinta de embalar. Pero ahora yo también tenía un deseo por el que debía sufrir: llegar hasta el final de la cabalgata.

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Día Cuatro: Somos cóndores

El recorrido atraviesa una geografía impactante y también peligrosa. Por momentos, la senda es muy estrecha y sólo cabe un jinete a la vez.

El cuarto día, dicen todos, es el más dificultoso. Debemos unir Los Gigantes con el paraje Sagrada Familia. Para ello debemos atravesar el cordón montañoso subiendo por senderos estrechos, bajando por la ladera inclinada de la montaña con precipicios a un costado, volviendo a subir una sierra para llegar a San Gerónimo y luego emprender la bajada hacia el valle de Pocho por una huella mínima, cuando empiece a caer la noche. No lo sabemos todavía, pero hoy estaremos 12 horas arriba del caballo.

La mañana amanece arro­pada en una niebla espesa, ­durante la noche llovió, pero igual hubo, como todas las madrugadas, una peña animada, esta vez acompañada por un plato de locro. La caravana es esperada al final de cada tra­yecto por camiones de apoyo, que llevan los bolsos, las carpas y la comida que prepara y repar­te la organización, el Movimiento Transerrano Senderos del Cura Brochero.

Uno de los organizadores, Daniel Aprile (56) marcha con los promesantes y tiene las rodillas infladas como globos. Es el que recibe la mayoría de las quejas de los participantes por los problemas que se van presen­tando y ya tiene el ánimo templado. Cada persona paga mil pesos de inscripción, muy poco a cambio de seis días de alimentación, pero muchos exigen como si hubieran contratado un servicio turístico lujoso.

Aprile era vendedor de autos y distribuidor de una droguería en la ciudad de Córdoba. Cuenta que, por hacerle caso al ministro de Economía Lorenzo Sigaut, allá por 1981, y a su famosa frase sobre “el que apuesta al dólar pierde”, dejó casi 700 mil billetes verdes por el camino. Decidió irse a vivir a Mina Clavero, donde se casó a caballo, vestido de gaucho, con su mujer que llegó en sulky y vestida de paisana.

Otro de los generales de la cabalgata es Claudio Pedrotti, un gringo de figura rotunda y redonda que lleva la bandera que encabeza la marcha. Ma­neja un negocio de ferretería y forrajería en Malagueño. Va acompañado por un hijo, una nuera y un yerno. Dice haber descargado una montaña de 50 mil kilogramos de piedra blanca a la entrada de su pueblo, sobre la cual piensa erigir un monumento a Brochero.

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El recorrido de hoy atraviesa una geografía impactante. Vamos entre paredones de piedra, atravesamos ríos con truchas, pisamos mallines, nos hundimos en pajonales de un metro de altura, esquivamos vizca­cheras. La senda es muy estrecha y solo cabe un jinete a la vez. También es peligrosa, y me acuerdo de los chicos de 5 años y poco más que vienen en sus propios caballos o mulas, y de otros más chicos que viajan entre las piernas de sus padres. Al papá de Juan Cruz Agulles, un nene de 5, le pregunto si no tiene miedo de que se caiga al bajar la montaña. “No, si se agarra del caballo como un choncaco”, me dice. “Además este es el segundo año que la hace”.

Asciendo y desciendo confiado en los poderes mágicos de Gandalf, que va encajando los cascos piedra por piedra. Sujeto la rienda con las dos manos, voy con toda la atención puesta en no caerme.

Salimos a un valle abierto y veo una mancha compacta de colores suspendida allá arriba, casi en la punta de una montaña amarilla, altísima. Son los promesantes que, juntos, están por llegar a San Gerónimo. Una mezcla de admiración y respeto me asciende por la garganta. Los cóndores giran y observan desde el cielo un paisaje que permanece verde e intocable.

En la mitad de nada, tres chicos trepados a una piedra regalan agua a los jinetes. Un perrito minúsculo que llegará hasta el final de la peregrinación, corre y se cruza entre las patas de los caballos. Con la última luz del día vemos brillar en el horizonte los volcanes de Pocho. En Tala Cañada, desde las banquinas oscuras, la gente aplaude a nuestro paso. Las herraduras lanzan chispas al golpear las piedras del camino. Cubiertos de tierra llegamos a Sagrada Familia. Hay una capilla cuya primera construcción, de adobe, fue dirigida personalmente por Brochero. Y no hay mucho más. Pero el Gobierno ha preparado una fiesta con carpa gigante, locutor oficial, artistas y asado. En un rato, todos nos olvidaremos de la tierra, los músculos doloridos y las 12 horas sin tocar el suelo con los pies.

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Día cinco: Las mejores intenciones

Entre los distintos pedidos hay uno que se destaca. “Que le pueda dar a mi pueblo la mejor gestión, le pueda solucionar al agua, que interceda ante los gobernantes y les ablande el corazón”.

Partimos hacia Ambul, el penúl­timo punto de nuestra cabalgata. La noche anterior, a los perio­distas nos llevaron a dormir a una hostería de Taninga, donde pudimos ba­ñarnos. Disfrutamos de una comodidad a la que la mayoría de los peregrinos no accede.

Bajo la ducha me ardieron todas las partes del cuerpo. Pero el dolor ya fue, es como si le hubiera sucedido a otro. Hace mucho, hace semanas atrás. El día anterior, además de alegrarme al ver que ya podía dirigir mejor al caballo y hacerlo ir hacia donde yo quería y no a donde él me quería llevar, me sorprendí preguntándome si me gustaría repetir la cabalgata el año siguiente.

El camino nos lleva por un monte cerrado, en un sendero reabierto a machetazos. Por momentos vamos en fila india, al rato armamos grupos. La caravana es un gusano que se estira y se contrae. Ya reconozco sus olores: huele a bosta de caballo y de mula, a vino Toro, a curabichero, a protector solar, a cuero viejo, a cuerpos que no se higienizan hace varios días.

En San Gerónimo había encabezado la bienvenida la vecina más antigua del lugar, de 102 años. Aquí, en Ambul, la intendenta Claudia Bustos, recibe a la caravana montada a caballo en la entrada del pueblo. Todos los habitantes parecen estar en la calle cuando llegamos a la siesta. Aplausos, vivas al santo, más aliento. Veo lagrimear a varios gauchos y a un colega.

Junto a la escultura de Brochero, colocada entre mesas plásticas con restos de comida y jinetes dormidos, está el Libro de intenciones, donde cada peregrino escribe sus pedidos al futuro santo.

Entre solicitudes de curaciones, hijos o dinero, descubro la que escribió Néstor Nievas, jefe comunal de Arroyo Los Patos, localidad de Traslasierra. “Esta caminata del 2016 es una bendición porque la hago con mis dos hijos y le pido al curita que me ayude, ya que tengo una dura tarea con mi querido pueblo. Que le pueda dar a mi pueblo la mejor gestión, le pueda solucionar el agua, que interceda ante los gobernantes y les ablande el corazón. Gracias querido curita gaucho”.

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El caminante que declaró su amor

La historia de amor de Juan Carlos Ponce conmovió en uno de los puntos más altos de la montaña.

En Los Gigantes, al final del tercer día de viaje, mientras una niebla espesa cubría los caballos y los caminantes, me preguntó si me interesaba escuchar su historia.

Me contó que vive en barrio Cabildo, es tapicero, baila folklore y desde chico fue buscavidas. Se hizo amigo del Cura Brochero de una manera ­inesperada. Un día fue a visitar el museo del sacerdote y le permitieron sostener su poncho. “Sentí algo eléctrico que me recorrió el cuerpo”.

Esta es la segunda vez que Juan Carlos hace la cabalgata. El año pasado la hizo a caballo, en agradecimiento al cura, luego de que le pidiera por su hija, que experimentó un rechazo a un trasplante de córnea. “A los dos meses del trasplante la operaron de vuelta y volví a mi casa llorando. Le prometí a Brochero que si me ayudaba, vendría a la montaña. Y ella se curó”.

Juan Carlos habla y no se da cuenta de que está llorando. Una copiosa lluvia de lágrimas cae sobre su campera con el escudo del Barcelona. Yo estoy llorando con él.

Antes, Juan Carlos había perdido a un hijo de 10 años que murió de cáncer. Este año no consiguió que le prestaran un caballo y pensó que no podría repetir la cabalgata. Pero tuvo un sueño: vio que hacía la caravana ­caminando. Cuando despertó ya lo tenía decidido.

Nunca en su vida había caminado tanto. Menos una distancia de más de 180 kilómetros por la montaña. Pero se vino.

Me contó que el 13 de marzo, el cuarto día de la cabalgata, cumpliría ocho años con su actual pareja, Andrea Dalmau. Ese día ella vendría a traerle comida. Entonces había planeado subir al escenario y desde ahí pedirle matrimonio. Pero la noche esa la cabalgata llegó muy tarde al paraje Sagrada Familia y no hubo tiempo para la historia de Juan Carlos.

Luego, entre tantos promesantes y jinetes, le perdí el rastro. Hasta que en la mañana del quinto día me enteré de que la noche anterior, en la peña de Ambul, Juan Carlos subió al escenario, contó su historia y le pidió matrimonio a su enamorada. Eso fue lo que hizo. No lo vi. Pero fue como si hubiera estado ahí.

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Día Seis: El desfile

La cabalgata brocheriana no es una peregrinación religiosa. Es muchas caravanas en una. Están los que la hacen por razones de fe, los promesantes, los turistas, los deportistas al aire libre y los curiosos. Y están los gauchos.

José Gabriel Brochero, un morocho pícaro, orejudo y fumador, tenía 29 años cuando fue designado para hacerse cargo de la región que hoy se conoce como valle de Traslasierra, en el oeste de la provincia de Córdoba. No había caminos, así que le llevó tres días cruzar por primera vez las Altas Cumbres desde Córdoba hasta San Pedro.

Repitió el viaje en ambos sentidos, innumerables veces, primero en mula y luego a caballo. Los dos animales eran malacaras, como se llama a los que tienen parte de la cara con manchas blancas.

Además de sus cruces solitarios de la montaña, en una oportunidad Brochero convenció a 700 “pecadores” de su diócesis para viajar hasta Córdoba a realizar ejercicios espirituales. Imagino que esa caravana debió ser muy pare­cida a esta en la que voy ahora. Imagino que, al Brochero real, no al que quedará eternizado en estampitas, esta tribu bulliciosa, descarada y no necesariamente devota, le habría gustado como acompañante.

La cabalgata brocheriana no es una peregrinación religiosa. Es muchas caravanas en una. Es también una romería ambulante que se desplaza por la montaña. Un Dakar sobre cuatro patas. Están, sí, los que la hacen por razones de fe. Están los promesantes y su marcha vehemente para conseguir el milagro que necesitan los seres queridos. Están también los turistas, los deportistas al aire libre, los curiosos. Y están los gauchos, los peones del campo, los más parecidos a los contemporáneos de Brochero. Los que son gauchos, precisamente, como el cura que será santificado desde el Vaticano el 16 de octubre próximo.

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La noticia de la fecha de canonización se conocería a las 6 de la mañana. Junto a otros tres periodistas que cubrimos la cabalgata nos preocupamos por estar despiertos a esa hora. Estamos en Ambul. Llegamos al salón que oficia de centro del campamento. Casi no hay personas despiertas. La peña de la noche anterior duró hasta tarde. No hay viajeros emocionados, no hay festejos. Nos vamos a la carpa donde están empezando a servir el desayuno y nos miramos en silencio mientras tomamos un mate cocido.

Almorzamos un choripán en Panaholma, la última parada antes de la meta. La pausa es aprovechada sobre todo por los jinetes para comenzar la hora de la coquetería. Se cambian la camisa llena de tierra por otra limpia, se colocan el corbatín reluciente que traían guardado en el bolso, se acomodan la faja, la ristra con monedas pulidas, las polainas nuevas, las boinas rojas o las bombachas azules. Es el backstage de un desfile de modelos.

Desde aquí hasta Cura Brochero la caravana será una pelea por ocupar los primeros lugares. Los que van adelante no dudan en usar los rebenques para correr a los que les disputan el lugar. Los de atrás intentan sobrepasar por los costados. Esta disputa silenciosa hace que el grupo avance compacto, a paso firme. Ya nadie se acuerda de los seis días de frío, tierra y cansancio. Hay que llegar. Nuevos jinetes se suman desde los costados. Seremos más de mil peregrinos cuando lleguemos a la meta. Algunos se cuelan cuando apenas faltan pocas cuadras para llegar y luego saludan a sus vecinos como si hubieran hecho la cabalgata completa.

El ingreso a Villa Cura Brochero con las últimas luces del martes 15 eriza la piel de la caravana. Cientos de personas gritan, aplauden y agitan banderas a los costados del balneario del río Panaholma. Cuando nos aproximamos a la plaza central, donde están la iglesia y la Casa de Ejercicios Espirituales que el cura fundó en 1877, el mismo lugar donde vivió sus últimos días ciego, sordo y leproso hasta 1914, hay una multitud. Damos dos vueltas a la plaza entre ­flashes de teléfonos y manos que se extienden para ofrecer agua fresca, mientras desde un escenario se suceden los discursos. La cabalgata número 22, la última que se realiza sin que el cura gaucho de Traslasierra sea santo, acaba de terminar.

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Sergio Carreras

Sergio Carreras

Es periodista de Informes Especiales del diario La Voz del Interior y tiene una Maestría en Antropología Social.
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