Bastones, estatuas y batallas culturales: La importancia de símbolos y rituales políticos en la Argentina contemporánea

Asunción de Mauricio Macri. Foto: Presidencia de la Nación.

Asunción de Mauricio Macri. Foto: Presidencia de la Nación.

Por Pablo Ortemberg

Desde la antropología política, la historia cultural y muchas otras disciplinas se ha indagado abundantemente en la dimensión simbólica del poder en tribus, monarquías y repúblicas de todos los tiempos. Sería engañoso pensar que en nuestro mundo “desencantado”, ya distante de la ilusión barroca, dejaran de ser importantes los rituales para la afirmación de la autoridad y legitimidad de un régimen, del mismo modo que sería absurdo pensar que pudiera existir el poder sin ideología. El hábito hace al monje como la performance hace al rey, y las palabras a las cosas. Las fórmulas, gestos codificados y símbolos puestos en escena son dispositivos que habilitan, y en última instancia hacen aceptable, el cambio y la continuidad del poder o la permanencia de las instituciones. Por esta misma razón, los rituales políticos siempre fueron una arena privilegiada para quienes creen en ellos y también para quienes no creen pero deben jugar a creer.

La última semana ha estallado en los medios de comunicación y en las redes sociales un sinnúmero de opiniones y sentires sobre la truncada ceremonia de traspaso de los atributos presidenciales entre Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri. El inesperado crescendo del desacuerdo tomó ribetes de pelea de vedettes que sería de lo más pintoresco si no se tratara de los dos funcionarios más altos del sistema político. Un conductor de programas de chismes llegó (¿en broma?) a invitarlos a ventilar sus problemas al plató televisivo. Los tuits de Cristina acusando a Macri de haberle levantado la voz en el teléfono coronaron el papelón; la medida cautelar exigida por el presidente electo para obligar el cese de mandato de Fernández a las cero horas del día 10 de diciembre terminó de dejar perplejo a medio mundo. Muchos pensaron que todo esto se trató de una estupidez vinculada a una ceremonia hueca que no merece la menor importancia y que solo fue instalada como tema candente por los medios para ocultar los verdaderos problemas de la transición relacionados con la economía o la grieta social (el reendeudamiento inminente del nuevo gobierno, por caso). Sin embargo, ni siquiera muchos de estos “desencantados” pudieron ocultar un fondo de amargura por habérseles privado de una “foto necesaria” de nuestra democracia: el traspaso pacífico de los símbolos del ejecutivo de un presidente elegido por el pueblo hacia otro también elegido por el pueblo.

Macri inaugura estatua de Perón. Foto: Eric Boslok.

Macri inaugura estatua de Perón. Foto: Eric Boslok.

Así como Clifford Geertz nos advirtió alguna vez sobre el equívoco de querer distinguir fácilmente entre la sustancia del poder y sus adornos, tampoco parece poder discernirse del todo los caprichos de la vanidad de las frías estrategias políticas en los escándalos de este tenor. No sabemos si Cristina no pudo tolerar que dos astros brillaran a la vez bajo el mismo cielorraso de la Casa Rosada o si intentó llevar al extremo una táctica exasperando hasta su último suspiro como presidenta la división de un campo popular de otro anti-popular. En todo caso, la división quedó bien reflejada en la plaza del 9 en dicotomía con la plaza del 10 (que cantaba: “si este no es el pueblo, el pueblo dónde está”). Por su lado, ¿cómo habrá considerado Macri (o Durán Barba) la posibilidad de una ceremonia de despojo de los atributos simbólicos de Cristina? Todo parecería indicar un acierto para la transferencia simbólica del carisma presidencial a los fines de afirmar su nueva autoridad  y  a la vez “desempoderar” a su adversaria. ¿O fue la posibilidad de que los invitados camporistas silbaran su discurso de asunción en el Congreso lo que lo mantuvo aferrado al Reglamento de Ceremonial de Presidencia de la Nación de 1961 que contempla la transmisión del mando en el Salón Blanco de la Casa Rosada? (este reglamento no ha sido observado siempre en todas sus disposiciones). Aun así, ¿sería conveniente para su imagen que fueran las manos de Cristina las que lo invistieran? En definitiva, ¿qué lo impulsó a exigir la medida cautelar que complicó el devenir pautado por la Constitución, lo que para muchos representó un atentado a la democracia antes de asumir? (según el art. 93 el presidente y vicepresidente entrantes toman posesión de sus cargos desde el momento en que juran ante el presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea) ¿Representó, acaso, para otros una garantía para la democracia? ¿Para entonces Cristina ya había decidido ausentarse de estos actos?

Cristina interpeló a Macri en el cierre de su último discurso (“sólo le pido a Dios que dentro de cuatro años quien tiene la responsabilidad de conducir los destinos de la patria pueda decirle a todos los argentinos que también puede mirarlos a los ojos”) y Macri aludió indirectamente al gobierno saliente en su discurso de asunción en el Congreso; ¿ hubiera pronunciado el mismo discurso con la presidenta saliente sentada delante suyo, luego de haberle colocado la banda y cedido el bastón? (“esconder y mentir sobre nuestra realidad es una práctica que nos ha hecho mucho daño”). Repitió su mensaje de campaña y enfatizó en la unión de todos los argentinos y la necesidad de superar divisiones, armar equipos, pero al mismo tiempo estigmatizaba a un gobierno saliente que concluye con elevada popularidad. Parece un caso típico de double bind, es decir, un mensaje paradojal de la acción comunicativa: llamar a la unidad y al tiempo excluir media Argentina. En fin, todos estos señalamientos y preguntas no son más que especulaciones que brotan de un enredo en el que ninguno de los dos funcionarios quedó bien parado, ya sea debido a una mala jugada de insondables egos o a cuestionables estrategias de marketing político.

La recuperación de la política como impulsora de transformaciones fue un valor que fomentó y celebró el kirchnerismo durante sus tres gobiernos. Tiene correspondencia directa con la “batalla cultural” que se propuso librar en donde la -despectiva u orgullosamente mentada- construcción del “relato” aparece como eje de análisis de muchos periodistas o académicos y lo seguirá siendo por largo tiempo. Más allá de la existencia o no de un relato homogéneo K, es indudable la especial atención puesta durante estos años en el registro simbólico y los usos del pasado por parte del gobierno de Cristina. No me refiero solamente a la política de nombres y la invención de feriados, incluyo también el ciclo de celebraciones monumentales abierto desde el sorpresivo éxito de los festejos del Bicentenario de Mayo. Una -por lo menos- cínica Lilita Carrió llegó a decir que hasta el espectáculo fúnebre por la también sorpresiva muerte de Néstor Kirchner había sido preparado por el grupo Fuerza Bruta. Más allá de esta provocación de mal gusto, fue a partir de 2010 que el gobierno comenzó a promover grandes espectáculos populares en el espacio público y diversos actos donde era central la participación de la presidenta. Entre ellos se destacó la feria permanente Tecnópolis, uno de los escenarios privilegiados de la “batalla cultural”. La crecida apuesta a la estatuaria pública por parte del gobierno es también conocida, desde el monumental panteón de Néstor y la multiplicación de su imagen en varias provincias, hasta el polémico reemplazo de la estatua de Cristóbal Colón por la escultura de Juana Azurduy.

Estatuas Juana Azurduy y Cristóbal Colón. Foto: Rolando Andrade.

Estatuas Juana Azurduy y Cristóbal Colón. Foto: Rolando Andrade.

Del otro lado, el macrismo guiado por Durán Barba también otorgó centralidad a su estrategia comunicacional y puso cuidado extremo en el registro simbólico. En su lectura, defendió un “Centenario de prosperidad” contra un “Bicentenario de pobreza”. Esta dicotomía entre los dos centenarios -batalla alimentada por ambas partes- se reflejó posteriormente en el reemplazo de la estatua del Almirante (“Centenario europeísta y de la oligarquía”) por la de Juana Azurduy (“Bicentenario latinoamericanista y popular”). La tradición festiva del Centenario retomada en el guión del Bicentenario, le permitió al Jefe del Gobierno de la Ciudad lucirse en aquella hora como anfitrión en la función de gala en el Teatro Colón, en contraposición a la cena programada en la Casa Rosada. El Cabildo contó con su videomapping y el Teatro Colón proyectó el propio. Macri asistió al tradicional Te Deum en la Catedral metropolitana mientras que al mismo tiempo la Presidenta asistía al Te Deum en la Basílica de Luján (con el argumento blandido desde la época de Néstor de federalizar las fiestas patrias). Finalmente, en un paroxismo de lo inesperado, el candidato Macri, rodeado por algunos peronistas históricos y un connotado líder sindical, inauguró días antes del balotaje la estatua de Juan Domingo Perón en la ciudad de Buenos Aires (postergada desde 1986); el nombre de la obra es “todos unidos triunfaremos”. En síntesis, estos ejemplos demuestran que la “batalla cultural” del kirchnerismo tiene en común con el “duranbarbismo” la especial atención a las estrategias simbólicas, otorgándole una importancia nada desdeñable para dirimir la correlación de fuerzas. Desde esta perspectiva, el enredo de la ceremonia del bastón puede entenderse por tanto como la culminación –fallida- de un ajedrez de tácticas y estrategias de capitalización política mediante disputas simbólicas en la arena ritual entre ambos líderes. Es por todo esto que la antropología política debe ahora más que nunca internarse en el examen de estas dinámicas exacerbadas en los últimos años para aportar mayor comprensión a las mutaciones en las formas de la política argentina con implicancias hasta en los modos de imaginar la nación.

Asunción de Macri. Foto: Presidencia de la Nación.

Asunción de Macri. Foto: Presidencia de la Nación.

Como reflexión final acerca del traspaso, se podría hacer una arqueología de los objetos ceremoniales y enseguida advertir la antigüedad del bastón como atributo de poder en numerosas culturas. En la América española fue un elemento omnipresente en los funcionarios de la monarquía: el virrey del Perú que llegaba a Lima recibía el bastón de mando del virrey saliente en una capilla en las afueras de la capital, de modo que no había nunca dos virreyes en Lima. También poseían bastones los gobernadores y los alcaldes llamados de “vara”, así como las comunidades indígenas del altiplano tenían autoridades denominadas “varayoc”. El juez Eugenio R. Zaffaroni tiene razón cuando dice que en la actualidad lo fundamental para la asunción y ejercicio del cargo de presidente de la República Argentina es el momento de la juramentación en el Congreso, tal como lo indica la Constitución, y que los símbolos del bastón y banda son parte de la “ornamentación”, es decir, detalles sin relevancia jurídica. Sin embargo, es importante no perder de vista, por un lado, que lo jurídico tiene una dimensión simbólica que le es constitutiva: el juramento (hace cosas con palabras y establece una conexión con lo sagrado). Por otro lado, aunque los atributos presidenciales carezcan hoy de valor jurídico, esto no significa que sean meros ornamentos sin consecuencias en la construcción de la imagen del poder. Cualquier antropólogo sabe que los objetos ceremoniales no son importantes sino por la función que cumplen en el ritual. De modo que estos objetos adquieren sentido al participar de un espacio performativo todavía legítimo del culto republicano y democrático: escenifican el principio de continuidad en la alternancia. Hoy en día tal vez sea éste el valor más importante de la ceremonia del traspaso, quizás más trascendente que el de su mera función edificadora de la autoridad presidencial (de hecho, tanto en Néstor Kirchner como en Mauricio Macri hubo, por idiosincrasias muy distintas y probablemente hasta de modo inconsciente, pequeños gestos “desolemnizadores” del bastón y la banda una vez que habían hecho posesión de ellos). Lo cierto es que la amargada insistencia por parte de algunos en que estos objetos y ceremonias son irrelevantes, o su debate intrascendente, nos ilustra con elocuencia sobre la importancia que adquiere el tema en la agenda pública y la intensidad de emociones que pueden desencadenar las formas simbólicas.

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Pablo Ortemberg

Pablo Ortemberg

Pablo Ortemberg es Doctor en Historia por la EHESS, Licenciado en Cs. Antropológicas por la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Investigador de carrera del CONICET-UBA.
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