Por Renée De La Torre (CIESAS Guadalajara) (publicado originalmente en Informador.Mx)
La Virgen de Guadalupe es un símbolo multifacético. Es la virgen morena que se compadeció de un sencillo indígena. Es Tonatzín, la diosa madre de la tierra, reconvertida en Nuestra Madre, y a su vez es el icono católico de la nación mexicana mestiza. Fue también el estandarte de nuestra independencia proclamada por los criollos. No sólo reina en México, sino que es la reina de América, y no hay parroquia del continente donde no haya conquistado un altar. Como la madrecita que es de todos los mexicanos, está presente en casi todos los hogares. Pero también en los talleres mecánicos, en las tiendas y en reductos callejeros en las esquinas. Pasando la frontera, le han agarrado más confianza y la han transformado en Lupita, el ícono de las feministas chicanas. Las mujeres se identifican con ella y en los círculos de espiritualidad se le reconoce como un arquetipo de la feminidad. Tiene también un carácter valiente, pues se le ve acompañando las luchas insurgentes. Cuando le ponen su pasamontaña protege a las milicias indígenas del Ejército Zapatista, y cuando usa máscara antigases acompaña a los militantes de la APO en las barricadas. Adornada de flores y colores psicodélicos, es reconvertida en la Virgencita plis, que es cómplice de las adolescentes para hacer pequeñas chapuzas frente a sus maestros y padres.
Decía el historiador Serge Guzinski, que México era el heredero de una clave cultural que nos pone en ventaja frente a Europa para afrontar la posmodernidad que hunde al Viejo Continente: el barroco, un arte capaz de crear dobles y fabricar replicantes culturales como en la película Blade Runner. La imagen de la Virgen de Guadalupe fue la máxima expresión de dicho barroco, y aunque es verdad que ha habido intentos por controlar la reproducción de su imagen, su clonación la hace un símbolo clave para desnudar memorias soterradas y enfrentar el presente incierto que vivimos.
Sin duda Guadalupe es la imagen más clonada en México, pero también a pesar de ser un ícono sagrado, es una imagen en constante transformación estética y simbólica. Sus réplicas y transfiguraciones encierran diferentes necesidades de identificación, como son la morenita, la Lupita, la Madrecita, la virgen de las barricadas o la Virgencita plis. ¿Hacia dónde y con qué sentidos se renueva el culto guadalupano?
El catolicismo popular, como fuente de creatividad simbólica, ha permitido una resistencia histórica a los embates colonialistas. El mejor ejemplo es que los pobladores originarios de México mantuvieron el culto a Tonantzin rindiéndole fiesta a la imagen de la Virgen de Guadalupe. De esa manera a pesar de las prohibiciones católicas, parte de los saberes y cosmologías de dichas culturas y religiones se han mantenido hasta nuestros días. Es el sentido práctico que escapa de los controles institucionales y de la herejía, gracias a que se practicaron bajo la fórmula del simulacro del barroco.
La devoción a la Virgen de Guadalupe surge de un hecho insólito. Se remonta a su aparición en 1531 a un indígena llamado Juan Diego, dejando estampada su imagen en la tilma del indígena. Lo interesante de este relato comprimido, es que, por un lado, este culto ha mantenido desde su origen una lógica de sustitución, mediante la cual los frailes construyeron sus templos sobre los templos indígenas, cambiando a los ídolos por las imágenes de cristos, santos y vírgenes. Como lo relataron distintos cronistas de la conquista la sustitución se basó en que los templos católicos se edificaron en los lugares sagrados de los indígenas y fueron construidos con la misma piedra que sostenía a los templos indígenas y el calendario festivo cristiano se montó en las fechas de celebración nativas vinculadas a los ciclos agrarios. Por otro lado, la práctica de los indígenas se realizó mediante un simulacro de conversión. Aunque en apariencia practicaban fervientemente los rituales en torno a las imágenes católicas, en la realidad practicaban una doble religión, pues seguían en secreto venerando a sus antiguos dioses, como lo escribió Fray Bernardino de Sahagún, cronista de la conquista, quien llegó a México a evangelizar a los indios en 1529: “De esta manera se inclinaron con facilidad a tomar por dios al Dios de los españoles; pero no para que dejasen los suyos antiguos, y esto ocultaron en el catecismo cuando se bautizaron, y al tiempo del catecismo, preguntados si creían en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, con los demás artículos de la fe, respondían quemachca, que sí, paliadamente y mentirosamente”.
La Virgen de Guadalupe es también el símbolo clave del sentimiento nacionalista. Es un emblema de unidad nacional, pero como tal es además altamente polisémico. En la imagen guadalupana se encierra el mito de su aparición a el indio Juan Diego, pero es también el emblema del mestizaje mexicano. Además de ser guardiana de memoria de creencias ancestrales y símbolo de sincretismo nacional, es continuamente reformulada mediante intervenciones estilísticas que le imprimen nuevos significados.
Otro elemento sorprendente son las epifanías en los lugares menos imaginables. A partir de los años 90 del siglo XX, en todo el país se experimentó una suerte multiplicación guadalupana. Solamente entre 1997 y 1998 (previo al cambio de milenio) se registraron 62 apariciones de la Virgen en México que fueron difundidas por los medios electrónicos (Público, 21 de febrero de 1998). Su epifanía sucedía en los lugares más impensables como fue el metro de la Ciudad de México o el periférico de Guadalajara debajo de un puente hacia la carretera a Chapala. Pero lo más sorprendente fue su aparición a las amas de casa en miles de hornos de microondas. La primera aparición de la silueta en un platón tuvo su origen en Mazatlán, pero se difundió rápida y masivamente por la televisión e internet y a las pocas semanas miles de amas de casa de todo el país descubrieron que sus hornos eran los nuevos altares donde la Virgen se les aparecía. Unos años después, ya en pleno siglo XXI, un mito “verificaba” la videncia: decían que al Papa Benedicto XVI se le había aparecido Juan Pablo II en un sueño para decirle que la Virgen se estaría manifestando en los platos del horno de microondas. No cabe duda de que en la mayoría de estos nuevos cultos populares guadalupanos encontramos una necesidad de dotar de referencialidad sagrada a los espacios anónimos, efímeros, cambiantes donde se realiza en buena medida la vida diaria.
Si el barroco fue la estrategia del periodo colonial que logró extender la fe católica mediante la clonación de imágenes canónicas, manteniendo a la vez sentidos de resistencia cultural por parte de los indígenas que usaban los mismos materiales con que fabricaban los antiguos ídolos indígenas, el neobarroco del Siglo XXI se logra gracias a la reproducción en serie de imágenes religiosas (algunas hechas en China y otras reproducidas en internet). Guadalupe se corona, pues, como la reina del neobarroco de la era posmoderna gracias a sus capacidades especiales para manifestarse en los lugares donde se requiere su protección, para transfigurarse y asemejarse a sus hijos, y para dar protección y seguridad en los lugares donde se aparece. Es su iconicidad transformer lo que le permite esta indiscutible vigencia.
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