por David Lehmann – University of Cambridge
Le Temps des Moines: Clôture et Hospitalité, por Danièle Hervieu-Léger. Paris, Presses Universitaires de France 2017. ISBN978-2-13-078652-8. pp. 709. 27€
Este libro puede sorprender a algunas personas, dados su autora, su contenido y, no menos importante, su tamaño. En mi opinión, Danièle Hervieu-Léger se ha destacado durante algún tiempo como la socióloga cuyas interpretaciones de la religión y la sociedad europeas son las más analíticamente sofisticadas en comparación con las propuestas concurrentes de otros autores franceses, europeos, cuasi-europeos o norteamericanos.
Ahora, al comienzo de su retiro, Hervieu-Léger nos entrega una descripción exhaustiva de los cambios dramáticos experimentados por el monasticismo francés como institución tanto como modo de vida desde la Revolución. Dejando discretamente de lado las convenciones impuestas incluso en el discurso académico por los hábitos franceses de la laicidad, demuestra su erudición y la elegancia de su escritura, al tiempo que transmite un discreto apego a una historia profunda y antigua. El libro ilustra el carácter multifacético de estas instituciones y su resonancia con la Iglesia Católica en su conjunto, con los orígenes del Vaticano II y con la evolución del movimiento ecuménico. El texto se nutre con referencias frecuentes a la Regla de San Benito (516 d.C.), a los cambios en las leyes (temporales y eclesiales) que rigen la vida de los religiosos desde entonces, a los debates sobre la reclusión, la austeridad, el ascetismo, la liturgia, la oración, así como al amor, el bien del mundo, e inevitablemente la concepción cambiante de una existencia religiosa o de una persona de fe en la Europa contemporánea.
Ya antes de la Revolución, los reyes franceses habían estado fortaleciendo su control sobre la vida monástica y los monasterios, pero la Revolución y Napoleón, impusieron el cierre de los monasterios, reduciendo así a mil el número de benedictinos en Europa entre 1789 y 1815. Al encontrarse literalmente desabrigados, los monjes buscaron refugio en países vecinos y en casas particulares. A esta crisis, sin embargo, siguió una renovación, que llevó a que el número de benedictinos creciera de 1.500 a alrededor de 6.000 en la segunda mitad del siglo XIX. La historia refleja las relaciones oscilantes y a menudo tempestuosas de la iglesia con el Estado francés y con las corrientes políticas anticlericales a lo largo del siglo XIX. Todo esto en un contexto de intensificación de la religiosidad popular, reflejada por ejemplo en el delirio desatado por las visiones de Bernadette en Lourdes en 1858. A pesar de su breve duración, los renovados controles y la expulsión de la Compañía de Jesús en la década de 1880 impulsaron un catolicismo ultramontano, manifestado en las posiciones anti-Dreyfusard de figuras clericales proeminentes. Finalmente, solo en 1905, con la legislacón sobre se laïcité, se puso fin al papel de la iglesia en la educación estatal, y en 1908 las propiedades de la iglesia fueron transferidas a las comunas y, en el caso de las catedrales, al Estado. Algunos monasterios fueron confiscados por las autoridades y sus ocupantes fueron expulsados, aunque estas medidas se aplicaron de manera desigual.
El libro describe la renovación de la vida monástica a través de las vidas y los logros de algunas personalidades extremadamente fuertes e innovadoras, comenzando con el famoso Dom Guéranger quien rescató de su decadencia la abadía de Solesmes en la década de 1830. Esa comunidad benedictina luego iba a crecer y a engendrar comunidades filiales en otros lugares; el libro narra una serie de otras fundaciones y refundaciones, ubicadas en lugares cuyos nombres resuenan con «la Francia profunda» como Mesnil-Saint-Loup, la Pierre-qui-Vire, En-Calcat, etc. Después de los reveses de finales del siglo XIX, llegó la Primera Guerra Mundial, en la que se convocó a 25.000 sacerdotes y seminaristas, de los cuales murieron 3.000. Aunque algunos rechazaron la convocatoria para servir en el ejército de una República acusada de perseguir a la iglesia y se mudaron a Suiza, la mayoría se unió a la causa nacional.
El final de la guerra marcó un punto de inflexión definitivo: el número de seminaristas nunca experimentaría una renovación como la que había sucedido en el siglo XIX, y gradualmente los monasterios tuvieron que enfrentar la realidad de la secularización. Este enfrentamiento largo (y que todavía no termina) culminó en el Concilio Vaticano II, y una de las sorpresas de este libro es la historia del papel de las órdenes monásticas y de algunas de sus más destacadas figuras intelectuales para allanar el camino hacia ese giro decisivo aunque tortuoso. Para mencionar solo los cambios litúrgicos, la Misa comenzó a pronunciarse en la lengua vernácula y el desplazamiento del enfoque, en la celebración de la misa, desde el sacerdote oficiante a la congregación, partieron de los monasterios.
Para algunos, la propia palabra clausura (la «clôture» del título del libro) significa un umbral, más que un muro: estar separado del mundo es adoptar una mentalidad, no necesariamente estar oculto o retenido detrás de un muro. A lo largo de la narración, el libro explica las muchas dimensiones y los muchos significados del concepto de reclusión y, más ampliamente, del monaquismo o de la vida monástica, variaciones que subyacen a diferencias entre las órdenes. Hay una vida monástica que se manifiesta como reclusión total, como entre los trapenses, una rama de la orden cisterciense fundada en el siglo XVII, en la que los religiosos se dedican a su salvación, prácticamente disolviendo su vida silenciosa hasta confundirse con su muerte, sin casi ningún contacto social, incluso con sus familias, salvo la obediencia al abad y las comidas comunitarias. Una vez elegido por la comunidad monástica, el abad recibe obediencia absoluta; a veces se lo describe como representante de Cristo, dotado por lo tanto de una autoridad cuasi divina, a veces como jefe de familia, pero esto se ha suavizado un poco en los cien últimos años en paralelo con el mayor valor colocado en la vida monástica concebida como vida en comunidad. La larga discusión sobre el significado del ascetismo brinda una idea de las dudas y consultas que inevitablemente surgen de la reflexión sobre un régimen definido de un lado por su regulamentación detallada, a veces desgarradora, y por otro una entrega espiritual intangible. En una discusión del siglo XX sobre el ayuno, una autoridad se preocupa de que éste pierda su propósito si no es parte de una rutina diaria más amplia y teme que se convierta en una «simple» aflicción o auto-castigo. De hecho, un entrevistado habla de prácticas que rayan en el masoquismo – la única alusión al sexo en todo el libro. Aún – tal vez particularmente – cuando la vida cotidiana está tan ordenada en torno a rituales tacaños, cuestiones que para el extraño pueden parecer triviales, se revelan como absolutamente fundamentales para los iniciados (como en todas las tradiciones religiosas estrictamente observantes). Ante tales hábitos tan elaborados y enraizados, y una memoria tan profunda, se entiende porqué el Concilio dejó de intentar definir la vida monástica.
Las órdenes religiosas y los monasterios poseen distintos tipos de vocaciones, ya sea como individuos en busca de la unión con Dios o como comunidades dedicadas al ciclo diario y anual de oración y comensalidad, o aún como agricultores, artesanos y productores de vino y licores. Y eso sin contar su papel extremadamente importante como educadores que apenas aparece en el libro porque no es para los monjes que llevan una vida enclaustrada. La hemorragia posconciliar y las convulsiones religiosas y culturales de finales del siglo XX trajeron aparejados profundos auto-cuestionamientos. La ‘doble ética’ que sustenta la complementariedad entre sacerdotes y religiosos (los virtuosos) y los laicos en cuyo nombre trabajan, rezan y hacen penitencia, y por quienes interceden, se vio socavada por la dilución del privilegio carismático en un mundo donde el discurso católico se ha vuelto habitual la frase «Pueblo de Dios».
La vida monástica comenzó en el desierto del Medio Oriente, mucho antes de los monasterios, y continúa mostrando su capacidad de entablar reevaluaciones y renovaciones a veces dolorosas. Los monasterios son puntos de estabilidad en nuestro recorrido por las ciudades de Europa y América Latina, incluso si la vida monástica ha encontrado otras formas, por ejemplo residencias en casas comunes donde los monjes viven inmersos entre la gente, pero aún de manera monástica. Algunos monasterios ahora ofrecen alojamiento y comida y hospedan a turistas, desarrollando la vocación de hospitalidad tal como dice el título del libro, además de continuar desarrollando su agricultura y artesanía, con un mayor compromiso ambientalista.
El libro es largo, sin duda, pero algunos de sus capítulos casi se destacan como libros por sí mismos. El estilo no es difícil y afortunadamente es exento de jerga sociológica. Por otro lado, los lectores notarán una cierta intimidad con el mundo y el lenguaje de la Iglesia y de las órdenes mismas. El énfasis en las historias personales, la discusión detallada de las reglas y ordenanzas establecidas por Papas, obispos y abades a través de los siglos, la sencillez de las sintesis aportadas a los textos clásicos de San Benito y los líderes de la renovación del siglo XIX, y la evidente facilidad de acceso de la autora a los monasterios brindan al lector la sensación de ser un huésped en una sociedad íntima y con costumbres muy propias. Me sentí en presencia de hombres a veces consumidos por la búsqueda de un ideal, impulsados por el deseo de hacer lo correcto, pero nunca absolutamente seguros de que lo pudieran cumplir. Por supuesto, al preocuparse por construir instituciones, tienen intereses y esos intereses pueden involucrar conflictos amargos, pero la vida monástica no solo permite que sus habitantes piensen, sino que los obliga a hacerlo, al mismo tiempo que les niega la satisfacción de conseguir certeza absoluta. Uno de los grandes éxitos de este libro es hacernos conscientes de cuanto la vida de muchos religiosos en los últimos dos siglos ha sido menos de contemplación, que de constante lucha intelectual.
Aquí termina la investigación de Hervieu-Léger, pero no el libro. En los últimos tiempos los religiosos han pagado en demasiadas ocasiones con sus vidas por sus actividades en defensa de las victimas de injusticia y violencia. Recuerdo el asesinato de seis Jesuitas, su ama de llaves y la hija de ésta en la Universidad Centroamericana de El Salvador en 1989, y el asesinato de la Hermana Dorothy Stang en la Amazonía brasileña en 2005, entre muchos otros en América Latina desde la década de 1970. En su emocionante Epílogo, Le Temps des Moines nos recuerda que no sólo en teoría o teología el monasticismo es una cuestión de vida o muerte. Volviendo al asesinato de siete monjes trapenses en la ciudad argelina de Tibhirine en 1996 durante la macabra guerra civil de ese país, narrada y diseccionada en la película de 2010 de Xavier Beaubois Des Hommes et des Dieux, estas páginas finales muestran la interconexión entre el enclaustramiento y la hospitalidad. Después de una extensa discusión y a pesar de las temibles advertencias de que permanecieran en su priorato, los monjes se habían aferrado a su liturgia, sus rutinas diarias y sus reglas de dieta y trabajo. Probablemente su destino fue sellado por iniciativas como las reuniones periódicas con una orden Sufi local y, por supuesto, por su compromiso de abrir sus puertas a toda persona que necesitara atención médica, especialmente a los heridos de cualquier parte del conflicto.
Fotos de Eduardo Longoni: El secreto de los monjes.
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