por Alejandro Frigerio (FLACSO y UCA/CONICET) e Hilario Wynarczyk (UNSAM/CALIR)
Versión preliminar de la introducción al dossier La Diversidad Religiosa en Argentina, de próxima aparición en la revista Cultura y Religión (Chile).
Pese al notable incremento que se dio en la producción académica del estudio de la religión en las últimas dos décadas (tanto desde la sociología, como de la antropología y la historia), corremos el riesgo de llegar a un punto de retornos disminuidos –si ya no lo hemos hecho– al no repensar determinados conceptos que utilizamos, perspectivas (implícitas o explícitas) que guían su uso, y, en definitiva, el espectro de los «datos» que podemos construir con ellos, remitiéndonos finalmente por este camino, además, a la cuestión de la manera en que enfocamos nuestras preguntas en el caso de la aplicación de encuestas y censos.
De todos los temas que necesitan ser cuestionados y reconceptualizados para su mejor comprensión, la «centralidad» del «catolicismo» en la sociedad argentina es sin dudas el principal. Para ello es necesaria una valoración más realista de las diferentes dimensiones sociales/culturales –así como de las analíticas– en las cuales esto ocurre. El desafío requiere no sólo más y mejores datos sobre la diversidad de las prácticas y creencias de los argentinos, y las maneras en que se desarrollan dentro de un «campo religioso» vernáculo, sino un trabajo de depuración y reevaluación de los conceptos o términos teóricos desde los cuales las trabajamos y analizamos. En definitiva se trata de posar el enfoque también sobre los términos básicos o el trasfondo que establece el protocolo de las investigaciones y consolida un corpus de conocimientos como “ciencia normal” (para decirlo en términos clásicos de la epistemología de Kuhn).
La diversidad religiosa argentina es un tema aún poco estudiado, y generalmente se la reduce a, o se lo equipara con, la diversidad interna del catolicismo. Como si por el hecho de que el 75-80% de los argentinos se identifican en encuestas como «católicos», la diversidad religiosa (es decir, no católica) sólo estuviera restringida al 20 % que no lo hace.
Sin embargo, es obvio que existen varios miles de grupos religiosos de todo tipo y calibre (religiosos/espirituales/terapéuticos) desparramados por la nación: los que se anotan en el Registro Nacional de Cultos (es decir: cultos no católicos) y los que no lo hacen; los que aparecen en numerosos avisos de revistas de autoayuda o espiritualidad y anuncios de los diarios, y, sobre todo, los que no aparecen en ningún registro (oficial o mediático) que los haga visibles a la clase media pero florecen por todos los barrios porteños (y aún más en los municipios del Conurbano de la Ciudad de Buenos Aires), hallándose presentes también en numerosas ciudades, mayores y menores, del interior argentino.
La sola masividad numérica y visibilidad cotidiana de todos estos grupos de muy distinto cuño sugieren que su audiencia o clientela no puede restringirse a ese magro 20 % «no católico» sino que comprende y alcanza a muchos de esos auto-identificados como «católicos» que también usufructúan de los servicios religiosos/espirituales/terapéuticos de la enorme cantidad de agrupaciones que, como dijimos, son de distinto tipo y magnitud, y presentan diversas características de distribución espacial y duración temporal.
Estas interpenetraciones suelen ser explicadas (aunque sería más exacto decir veladas por una especie de “ciencia normal”) a través de la aplicación de la ya algo remanida fórmula nativa, pero devenida analítica, «soy católico a mi manera», que pretende dar cuenta de las referidas utilizaciones múltiples en el espacio social argentino. Sin embargo, en su uso académico, los analistas le otorgan demasiada importancia a ese «católico» e injustificadamente menos al «a mi manera», brindando así una ilusión de «catolicidad» que, si es comprensible como auto-justificación nativa, lo es mucho menos como herramienta heurística ilustrada. Como presupuesto teórico, debería ser cuestionado o, de lo contrario, justificado, explicitando algún grado o manera de relación entre estas identificaciones religiosas y las creencias y prácticas de quienes las reivindican (Frigerio 2007).
El hecho de que en base a su auto-identificación ocasional como «católicos» por parte de quienes son interpelados en los estudios de campo, podamos suponer que la cosmovisión y las formas de relación con el mundo espiritual de los argentinos correspondan de alguna manera relevante a las propuestas por la Iglesia, o se vean afectadas significativamente por su magisterio oficial, aparece, todavía, más como una petición de principios académica, y obviamente eclesiástica, que una realidad empírica, al ser colocado en contraste con su cada vez menor participación en determinados rituales eclesiásticos de pasaje (ver Masferrer Kan en este volumen).
Así, aunque desde una perspectiva analítica no es menester sociológico medir el grado de «catolicidad» individual en base a algún patrón institucional, es necesario al mismo tiempo, sin embargo, llamar la atención hacia el interrogante acerca de en qué medida el «catolicismo» declarado de una buena parte de los argentinos (¿o de su mayoría?) nos permite predecir, caracterizar, o al menos comprender su comportamiento religioso, y acerca de la medida en qué nos ayuda, por lo tanto, a entender los cambios que se dan continuamente en esta área de los comportamientos sociales.
Como señala Frigerio (2013), el énfasis académico en esta presunción de «catolicidad» es probablemente necesario para brindarnos una «ilusión de homogeneidad» respecto de las creencias y prácticas religiosas de nuestros compatriotas. Precisamos tomar el centro institucional-eclesial como sinécdoque (la parte que representa al todo) para exorcizar la vasta y verdadera diversidad que comprende al colectivo que denominamos “los católicos”.
El catolicismo, proponemos, sería más el modelo social de lo que debería ser una religión, que la religión que efectivamente practican en su intimidad los millones de argentinos que así se declaran al ser interpelados en los estudios de campo o en las entrevistas mediáticas, sin importar en estas circunstancias las identificaciones que las respuestas ponen de manifiesto (identificaciones cuya poca relación efectiva con creencias y prácticas resta ser establecida con rigor metodológico) ni la ubicuidad de símbolos religiosos de ese origen en la sociedad. Ahí está el espacio empírico cuyo rango polisémico demanda ser mejor comprendido, de la misma manera que las efectivas relaciones que se establecen entre quienes así se declaran, y las relaciones, también, que establecen con otras personas, ajenas al catolicismo.
La cantidad de fieles que participan de peregrinaciones masivas en santuarios marianos, algunos inscriptos bajo advocaciones específicas como la correspondiente a la Virgen Desatanudos, y otros como los de San Cayetano (el santo del pan y el trabajo) evidencian claramente la inversión y las reconstrucciones, en el mapa mental de los argentinos, de las jerarquías espirituales propuestas por la Iglesia. Los «católicos» vernáculos parecen más atraídos por las virtudes maternales marianas y por la capacidad de resolución de problemas acuciantes por medio de los santos, que por la cruz de Jesús; es decir, por las capacidades pragmáticas, a contrapelo de lo pregonado por la institución –mucho más allá de los énfasis marianos institucionales que también existen. Esta misma participación masiva confirma, sin duda, la relevancia del catolicismo en nuestra sociedad, pero –insistimos– es necesario repensar de qué maneras es importante y cuáles serían los paradigmas que nos podrían brindar perspectivas de investigación novedosas al respecto.
En trabajos bastante anteriores (Frigerio 2007) ya quedó expresado que resulta conveniente –y científicamente más realista– pensar que el catolicismo poseía no el monopolio de las creencias religiosas en el país, sino el de las creencias y prácticas religiosas socialmente legítimas. El único bien (o capital, para decirlo en otros términos) que monopoliza el catolicismo, en esta perspectiva de análisis, sería la legitimidad social.
Y así nos dirigimos al territorio del método y los protocolos que constituyen sus trasfondos, más o menos concientes para los propios investigadores. Pues repensar las dimensiones a lo largo de las cuales se daría este «monopolio católico», en el territorio de la ciencia, implica asimismo cuestionar sus distintos efectos sobre variables que a menudo son consideradas coextensivas: creencias, prácticas e identidad, con sus correspondientes indicadores empíricos y las preguntas formuladas para sus relevamientos en los estudios de campo.
El declararse “católico” sería nada más (aunque tampoco menos) que una identidad social religiosa mayoritaria, o sea, una identidad que se reivindica en determinadas situaciones sociales, incluidas aquellas en las que a las personas interpeladas los entrevistadores les preguntan explícitamente, a qué religión pertenecen.
Esto no necesariamente trae consecuencias para su identidad personal, ni tampoco llega a constituir una identidad colectiva (entendida como la conciencia de pertenecer a un “nosotros”, y especialmente un “nosotros” movilizado para la acción social). Dentro de la estructura de compromisos identitarios de los individuos, pasa a ser una identidad menos importante, reivindicada sólo en algunas ocasiones, porque no afecta mayormente a cómo se conciben a sí mismos, ni permite predecir, desde la perspectiva de la investigación, si actuarán por el bien de su religión o en la perspectiva del magisterio oficial de su religión. Quizás solamente un tercio o un cuarto de la población realicen una verdadera correspondencia identitaria, haciendo coincidir su identidad social religiosa con la personal y con la colectiva. Sin embargo, como ya afirmamos, la reivindicación de esta identidad social tampoco nos dice mucho sobre la naturaleza de las creencias religiosas ni de las prácticas de quienes las enarbolan (Frigerio 2007).
Situados en un terreno estrictamente práctico, este problema de la perspectiva del análisis que en última instancia establece lo carriles por donde circulan las investigaciones, también nos remite a los déficits de los cuestionarios aplicados por consultoras de opinión pública en la Argentina, al referirse a temas de pertenencias religiosas (Wynarczyk 2009: 40-43), y, más allá todavía, a estudios realizados con la intención de influir sobre la opinión pública y el poder legislativo, alertando sobre “el avance de las sectas” (ídem: 194-198). Poco significativos en principio para la investigación académica, estos estudios son tomados en consideración por otros actores de la sociedad, y constituyen en determinadas circunstancias las únicas fuentes de datos secundarios de producción local accesibles, en un contexto donde los censos de población nacionales incluyeron preguntas sobre pertenencias religiosas por última vez en 1960.
Hasta aquí, hemos hablado de una especie de pan-catolicismo establecido como una etiqueta que obstruye el acercamiento a la diversidad que le subyace y a las relaciones entre las heterogéneas partes que la constituyen y a los actores sociales que las sustentan. Pero avanzando más en nuestras consideraciones, a partir del problema de la diversidad y su efectiva aprehensión científica, entramos en otro espacio. Para entender mejor la diversidad religiosa en Argentina es necesario, también, diferenciar su existencia de la de un pluralismo religioso efectivo. Siguiendo a Beckford (2003), hemos sugerido que el pluralismo religioso implica la valoración positiva de esta diversidad, algo que no parece suceder efectiva o suficientemente en la Argentina, como lo demuestran los periódicos debates, preocupaciones y pánicos sobre los efectos sociales nocivos de «sectas» y devociones religiosas populares, que terminan en efectos como la criminalización de San La Muerte, por ejemplo (Frigerio 1993, Frigerio y Wynarczyk 2003, 2008, Wynarczyk 2009).
Todas estas reacciones sociales quedan invisibilizadas en nuestros análisis si no distinguimos teóricamente diversidad de pluralismo y si creemos, por lo tanto, que la primera implica necesariamente lo segundo, y si no consideramos, junto con los autores del paradigma de las «economías religiosas» (Stark y Iannaccone 1993, Grim y Finke 2006) la relevancia de siempre presentes grados de regulación del mercado religioso. Regulación que tiene un carácter multidimensional, que excede lo meramente normativo y estatal, y abarca diversas modalidades de regulación social (Frigerio y Wynarczyk 2008, Wynarczyk 2009). Al afirmar estas ideas, aceptamos aquí consideraciones teóricas que al concepto de mercado lo especifican para su aplicación a los fenómenos religiosos en concretas situaciones de investigación empírica (Wynarczyk 2009: 95-98).
En tal sentido, varios trabajos recientes muestran inequívocamente cómo los grupos minoritarios religiosos/esotéricos, en particular, se ven afectados por estas formas de regulación del mercado religioso. Resulta difícil comprender adecuadamente la progresiva aceptación de la auto-definición de «religión» por parte de diferentes colectivos si no se toma en cuenta el contexto de sospecha social sobre las «sectas» a comienzos de la década de 1990, y el posterior debate –que duró más de una década y aún no está resuelto– sobre un nuevo proyecto de ley de libertad religiosa, que establece las condiciones bajo las cuales los grupos religiosos pueden inscribirse en el Registro Nacional de Cultos No Católicos. El comúnmente denominado «proyecto Centeno» (ver Frigerio y Wynarczyk 2003, Wynarczyk 2009) que fue el principal borrador sobre el cual se inspiraron o al cual directamente copiaron versiones posteriores (hasta varias de las discutidas recientemente, entre 2010 y 2013) expresamente deja fuera de la posibilidad de registro a los grupos dedicados a: «El estudio o la experimentación de ideas filosóficas o científicas, o de fenómenos psíquicos, parapsicológicos, astrofísicos y astrológicos, a la adivinación o a la magia» (artículo 6). Esta restricción, pero sobre todo su uso capcioso, puede afectar a buena parte de los grupos esotéricos y espiritistas, los practicantes de religiones afro y algunos que podrían ser considerados parte de la Nueva Era. En épocas en que cualquier grupo religioso minoritario (aun de origen nacional como la Escuela Científica Basilio o de larga data en el país como los Kardecistas nucleados en la Confederación Espiritista Argentina, CEA) podía y puede ser sospechado de «secta» y etiquetado con esa categoría acusatoria cuasi-criminalizante, la inscripción en el Registro puede brindar una pátina de legitimidad de la que se carecería en el caso de permanecer afuera del mismo. Por ello es que las «identidades precautorias» que identifican Wright y Messineo (2013) están a la orden del día, o que los espiritistas actualmente deciden presentarse (¿pero también pensarse?) como una religión (en la forma en que lo muestra Ludueña 2013). Y es así que la categoría de «religión» pasa a ser un bien disputado, con especial insistencia para afuera del grupo religioso, pero también hacia adentro, dependiendo del grado de legitimidad social y recursos legales que cada uno pueda movilizar (como se puede desprender de Ceriani 2013). Fenómeno que se reproduce entre las iglesias evangélicas, con grandes diferencias respecto de las agrupaciones aquí mencionadas, pero con idéntica valoración de la legitimidad que brinda la posesión de una inscripción en el Registro Nacional de Culto (Wynarczyk 2009).
Es necesario remarcar que las reacciones contra la diversidad religiosa, y por ende las negaciones del pluralismo, provienen no sólo del actor hegemónico en el campo religioso –la Iglesia Católica– sino también, de actores sociales seculares, generalmente profesionales de la salud síquica y biomédica, o quienes se presentan como «expertos» debido a que integran fundaciones de «estudio de las sectas”. Estos pueden plantear sus reacciones con aún más éxito social en la medida en que se escudan en discursos pseudocientíficos y medicalizantes, y no ya religiosos. Su discurso resulta más convincente toda vez que no se posiciona como una parte interesada del debate y aparece, inclusive, como establecido desde una perspectiva ideológico-política preocupada por la identificación (y denuncia) de corrientes religiosas destinadas a “desmovilizar” a los sectores populares y alinearlos políticamente en direcciones opuestas a sus intereses, como ha sucedido con los evangélicos principalmente en las décadas de 1980 y 1990 y todavía más tarde con menor intensidad (Frigerio 1993, Wynarczyk 2009, 2010 y 2012). El tema de la religión como el hilo conductor hacia determinadas orientaciones políticas, reaparece Semán (2013). Con su discusión acerca del significado político y el significado electoral de los evangélicos en la República Argentina, y sus funciones de canalizadores de un cambio de relaciones de fuerza social en el campo religioso, el autor trabaja en una perspectiva tangente con la de esta introducción, toda vez que articula una discusión alrededor de las categorías de análisis empleadas en trabajos de diversos autores (y los suyos propios), los niveles de certidumbre a los que arriban, y las incógnitas que todavía producen.
Finalmente, los trabajos de Suárez y López Fidanza (2013), y de Masferrer Kan (2013), aportan datos cuantitativos novedosos, los ponen en diálogo con otros ya conocidos, y, en el espíritu general de este dossier, reflexionan sobre sus alcances y límites intentando brindar una imagen más realista de las maneras en que los argentinos creemos en, y nos relacionamos con, instituciones religiosas, entidades supra-humanas, o las diversas formas que adquiera el universo espiritual de nuestra preferencia.
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