por Marcos Carbonelli (CEIL/CONICET)
(publicado originalmente en El Dipló)
En Twitter, una referente cultural escribe sobre la serie El Reino “es una muy buena ficción. Nuestra House of Card. ¡Y que miedo palpable que da el avance en política de las iglesias evangélicas!”. Estas líneas condensan una lectura presente en buena parte del arco progresista en Argentina, atemorizada por el crecimiento demográfico del mundo evangélico en Latinoamérica, y por su hipotética ligazón con acontecimientos políticos, como la elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil en 2018. En efecto: tal como había acontecido antes con Lula, un grupo numeroso de las iglesias neopentecostales y pentecostales fungieron un papel importante durante la campaña, aportando espacios mediáticos y físicos para robustecer la notoriedad pública y el rendimiento electoral del candidato con perfil militar.
Fantasmas
En línea con esta preocupación, el candidato a diputado por la ciudad de Buenos Aires, Leandro Santoro, diagnosticaba en 2019 que la crisis de la democracia liberal occidental hacía síntoma en la presencia de grupos religiosos evangélicos en la política de la región. Eran los responsables del reemplazo de las utopías y metas propiamente políticas (la patria socialista o la igualdad de clases) por proyectos cercanos a la teocracia.
No es la primera vez que en la historia política argentina la clase dirigente echa mano a estos imaginarios para subrayar la extranjería y la peligrosidad de las iglesias cristianas no católicas. Las controversias públicas desatadas por la serie El Reino, en donde resuena la pesadilla bolsonarista, tuvieron varias precuelas. En las décadas del 40 y del 50, en plena efervescencia de la consustanciación entre identidad católica e identidad nacional, buena parte de la clase dirigente argentina se hacía eco de las advertencias de obispos y curas católicos: los misioneros evangélicos eran considerados agentes encubiertos del imperialismo norteamericano, enviados para desplegar una conquista cultural. Décadas más tarde, un argumento muy similar fue esgrimido por un sector católico muy diferente, los seguidores de la teología de la liberación, quienes con desesperación observaban cómo los pobres optaban por la propuesta encantada pentecostal antes que por los caminos revolucionarios donde fe y política se enlazaban en horizontes utópicos de transformación.
Durante la década del ochenta, y en plena primavera democrática, los fantasmas volvieron cuando se constató que el mundo evangélico-pentecostal crecía en los barrios a expensas del catolicismo parroquial. Bajo un nuevo proceso de etiquetamiento, las iglesias evangélicas dejaron de ser filiales de la CIA para constituirse en “sectas lavadoras de cerebro”. Sus pastores y fieles tuvieron que movilizarse en los 90 para frenar un proyecto de ley de cultos que buscaba ensanchar aun mas las desigualdades que estructuran el campo religioso en Argentina y que la democracia aun no ha corregido (1).
En medio del cénit kirchnerista, los evangélicos llenaron las inmediaciones del Obelisco en marzo de 2008 por la visita del pastor Luis Palau. La realización del evento en un lugar neurálgico de la ciudad suscitó suspicacias: para notorios columnistas, dirigentes políticos y referentes intelectuales que una forma religiosa considerada foránea ocupara el centro de la ciudad no podía responder a otra cosa que a un artilugio político: bajo la codificación del predicador Palau como un “puntero espiritual”, circularon interpretaciones que deslizaban la concesión del Obelisco como parte de un trato que incluía votos evangélicos concedidos para las elecciones del 2011 (2).
Deseos
Cierto es que los imaginarios mencionados se refuerzan de manera especular con las iniciativas de actores evangélicos que han ensayado diferentes formatos de incursión en el mundo partidario local, sosteniéndose en la posibilidad de que las adhesiones religiosas se transmuten en conductas políticas.
Envalentonados por su propio crecimiento demográfico y por la experiencia de Brasil, diferentes grupos evangélicos armaron a mediados de la década del noventa partidos confesionales en Córdoba y Buenos Aires, en el contexto de las elecciones de constituyentes para la Reforma del 94. A posteriori, ya en la primera década del nuevo milenio, convivieron dos formatos de participación evangélica disímiles. Por un lado, movimientos liderados por pastores con fuerte anclaje en la vida barrial del conurbano bonaerense que apostaron a convertirse en intendentes de diferentes municipios, participando en internas peronistas y enarbolando una agenda donde se mixturaban demandas sociales clásicas –empleo, seguridad, contención social–, con la intención de representar al “pueblo”, un colectivo compuesto por los hermanos en la fe y los sectores mas vulnerables de cada localidad. Por el otro, la experiencia “Valores para mi País”, articulada en torno a la entonces diputada nacional Cynthia Hotton quien, tras apartarse del PRO, conformó un espacio orientado a aglutinar la representación de creyentes opositores a la despenalización del aborto, el matrimonio igualitario y simpatizantes del discurso anti corrupción. El derrotero de la diputada (perteneciente a una familia reconocida dentro del mundo evangélico) continuó años más tarde con la alianza celebrada con Gómez Centurión en el partido NOS, donde se consustanciaban la defensa de las dos vidas con la agenda clásica de los partidos de derecha.
Los armados partidarios evangélicos no fueron los únicos formatos que apelaron al acompañamiento en las urnas de los hermanos en la fe. En 2011, tras la sanción del matrimonio igualitario, la federación evangélica ACIERA (la más importante dentro de este universo religioso por la cantidad de iglesias afiliadas) publicó un comunicado que circuló en el ambiente eclesial donde recordaba cuáles eran los diputados y senadores que habían votado a favor de la ley, e instaba a los creyentes a considerar esos posicionamientos a la hora de introducir su boleta, y potencialmente renovar sus bancas.
Todas las apuestas representativas mencionadas arriba resultaron fallidas. Exploraremos las razones de su fracaso en el siguiente apartado, apelando a lecciones extraídas tanto de la socio-antropología de la religión como de la ciencia política.
Datos
Pese al retrato frecuente de los creyentes como personas poseídas, dominadas en toda su subjetividad por la voluntad pastoral, lo cierto es que el mundo evangélico se encuentra atravesado por los procesos globales de individuación y des- institucionalización religiosa. Según los datos de la Segunda Encuesta Nacional de Creencias y Actitudes Religiosas en la Argentina (CONICET, 2019), entre los evangélicos se consolida un rechazo mayoritario (64.4%) a la existencia de un partido político liderado por especialistas religiosos. Según el mismo estudio, el comportamiento electoral de este segmento religioso no registra diferencias sustantivas que lo recorten de las tendencias generales del total población. En ocasión de las presidenciales de 2015, el candidato más votado por los evangélicos, Mauricio Macri, aventajó por menos de dos puntos porcentuales a la opción rival, encarnada por Daniel Scioli (30.2% contra 28.4%, respectivamente).
El argumento que subraya la inexistencia del voto evangélico se refuerza aún más si se consideran sus bases sociales. El pentecostalismo, la denominación evangélica más exitosa, se hizo fuerte entre los sectores populares urbanos entre finales de los ochenta y mediados de los noventa, merced a la capacidad de su discurso y práctica pastoral de dialogar con las matrices religiosas holistas de los sectores populares y acompañarlos de manera más efectiva y horizontal en su proceso de descenso social. Esta hipótesis explicativa, acuñada por Pablo Semán y desarrollada in extenso en su último libro (3), también brinda pistas acerca de las conductas políticas de los nuevos creyentes. La conversión masiva al pentecostalismo no implicó una renuncia a las filiaciones preexistentes. Más bien supuso un diálogo, una forma de sincretismo. Entre esas identidades sincretizadas, mixturadas, se cuenta la adhesión al peronismo, entendido no tanto como partido, sino como experiencia política asociada en la memoria de los más humildes a la justicia social, el ascenso social y el pasaporte hacia la dignidad. Bajo esta perspectiva, los conversos al pentecostalismo no dejaron de ser peronistas; al contrario, su pasaje religioso dialogó con esa pertenencia política originaria, que sintonizaba a su tiempo con la propuesta pentecostal de ligazón permanente entre restauración espiritual y material.
El corolario de estas explicaciones por la negativa deriva de las especificidades del sistema político argentino, el terreno en donde se juegan las probabilidades de pasaje entre lo político y lo religioso. Como bien explica Mariano Montes , en Brasil el sistema de boletas cerradas, pero no bloqueadas (el votante puede elegir entre candidatos de diferentes partidos cuyos apoyos se suman, fomentando la personalizacion) resulta un incentivo para que las estructuras partidarias salgan a la búsqueda de figuras mediáticas capaces de arrastrar votos para ellos y para todo el partido. Si a estos elementos adicionamos la personalización de la política fomentada por el voto electrónico y que Brasil no cuenta aún con partidos fuertes y longevos, capaces de ordenar internamente sus cuadros y de sedimentar adhesiones masivas en el largo plazo (el PT tiene apenas 30 años), el terreno que se configura es el más fértil para que minorías organizadas cobren preponderancia en esa coyuntura. Bajo estas lógicas, las iglesias actúan como auténticos partidos paralelos, formando cuadros, negociando lugares con las estructurales seculares y manteniendo un vínculo intenso con los diputados evangélicos una vez electos.
Distinto es el caso del sistema político de nuestro país. A diferencia de su vecino, impone varas altas y poco amigables para la penetración de outsiders. La combinación entre sistema plurinominal de listas cerradas y bloqueadas y el formato de las PASO fortalece aún más el monopolio de los partidos en la estructuración de la oferta electoral. Dichas organizaciones ya contaban con un historial de sobrevida a las crisis de representación, mostrándose capaces de generar simpatías que trascendieran generaciones. Si a estos elementos sumamos que no existe un clivaje religioso fundante en la historia del sistema partidario argentino, lo que encontramos es que antes, ahora y muy posiblemente también en el futuro, las identidades religiosas no filtren el cuarto oscuro. Son otras las preocupaciones, los cálculos y las filiaciones que sí lo hacen: la evaluación de la gestión del oficialismo, la economía, el desempleo, la corrupción, la inflación, las simpatías políticas pre- existentes, etc. En definitiva, en Argentina impera un sistema político con actores fuertes, reglas difíciles para outsiders y estructurado en torno a discusiones endógenas (léase, agenda propia).
En Argentina impera un sistema político con actores fuertes, reglas difíciles para outsiders y estructurado en torno a discusiones endógenas (léase, agenda propia).
Esto explica por qué en nuestro país una religión mucho más hegemónica en términos culturales como el catolicismo tampoco construyó históricamente una identidad propia en términos electorales. Antes bien funcionó como cantera de cuadros que desplegaron trayectorias por diferentes partidos, sin organicidad ni dependencia con la institución. En su diversidad y complejidad, el mundo evangélico parece recorrer el mismo camino.
La politicidad evangélica en discusión
En el caso argentino, el voto evangélico resulta una entelequia solo existente en la intencionalidad política de líderes puntuales y en los temores de los y las adversarias ideológicas de las iglesias. Ahora bien, su carácter ficcional/volitivo no debe obliterar el abordaje de otras formas de politicidad evangélica, como aquella que se despliega en las redes y en la calle para oponerse a la extensión de derechos sexuales y reproductivos o la que participa como mediadora del Estado en la ejecución de políticas públicas sensibles, tales como el abordaje del consumo problemático de drogas, la asistencia social y los cuidados en pandemia. El análisis del poder evangélico “real” debe dar cuenta de las gramáticas de cada uno de estos subcampos del hacer política, los capitales que conjuga y sus diálogos intensos con espesa cultura político- religiosa de nuestro país.
- Para un racconto de la estigmatización y persecución de actores evangélicos en Argentina en el siglo XX, cfr. el libro de Susana Bianchi “Historia de las religiones en Argentina. Las minorías religiosas” (Sudamericana) y el artículo de Alejandro Frigerio “La invasión de las sectas: el debate sobre nuevos movimientos religiosos en los medios de comunicación en Argentina”, publicado en el Nº 10 de la revista Sociedad y Religión.
- Alejandro Seselovsky, “Palau, visitante ilustre”, Crítica de la Argentina, marzo de 2008.
- “Vivir la fe. Entre el catolicismo y el pentecostalismo, la religiosidad de los sectores populares en la Argentina” (Siglo XXI editores, 2021)
Sobre las diferencias entre el voto evangélico en Brasil y Argentina, ver esta nota de Marcos Carbonelli y Pablo Semán.
[…] el hecho, de que en todos lados puede ser o es igual que en Brasil. La verdad sociológica es que el mundo evangélico en Argentina no se ha comportado hasta acá como lo hizo el brasileño en ningún momento de los últimos 30 años. No porque no […]