Las palabras se hacen borrosas en la tinta del papel escrito o tiemblan en la voz de los fieles que a la luz-y-sombra de las velas se arrodillan bajo la mirada sin pupilas de una figurita esquelética, que en los ranchos más humildes del Paraguay y el nordeste argentino preside el destino de sus habitantes, combina sus amores, los guarda de peligros o los hace ganadores en el juego. La gente lo llama el Señor de la Muerte.
Su forma es la representación clásica de esa alegoría: un esqueleto sentado o de pie que a menudo lleva una guadaña. Millares de fieles le rinden un culto semisecreto, que culmina el 15 de agosto con las “misas” que le ofrecen ante los altares de las capillas privadas. ¿Desde cuándo? Las primeras referencias bibliográficas son las muy recientes publicadas por los investigadores chaqueños Raúl Cerrutti y José Miranda.
Pero el culto es antiguo, a juzgar por el aspecto de algunas imágenes y por el testimonio de viejos devotos cuyos recuerdos se remontan a más de medio siglo.
En la campaña correntina o el cinturón de villas miseria que rodea a Resistencia, en pueblos de Formosa o ciudades de Paraguay, el Señor de la Muerte –o San La Muerte– es amado, temido, premiado, castigado, invocado para bien o para mal. Algunas de sus devociones no se diferencian de las más apacibles del culto cristiano; otras se aproximan al vudú, y de ellas no se habla o se habla con un temblor en la voz.
–Allá arriba está él –dice la paraguaya Fabiana Irala, señalando con la mano un rincón del rancho oscuro, donde hay que agacharse para entrar.
La figurita tallada se vislumbra apenas en la vitrina semicubierta de trapos negros que corona el altar. Después, sobre la mano de Fabiana, se define en líneas toscas y vigorosas, con las costillas pintadas de negro y una sumaria guadaña o báculo de metal en la mano derecha. Para pedirle algo, hay que sacarle el bastoncito y prenderle una vela. Pero si es algo importante, taparlo con un paño negro y tenerlo en un rincón hasta que se cumpla.
–¿Qué le piden?
–Te da todas las cosas, señor, todo lo que vos querés. Milagroso é. Cura, pero de toda enfermedá. Hace salir gente de la cárcel y es bueno pa’l amor.
(Le prendimos tres dedos de vela.)
El santo de doña Fabiana cumple los requisitos de la ortodoxia: tallado en hueso de cristiano y bendecido siete veces por un sacerdote. Esto es lo más difícil, pero Fabiana no tuvo necesidad de llevar la figurita escondida dentro de una vela o de otra imagen:
–A mí me lo bendició el padre cura de San José.
Hay algunos que lo usan para mal “y le tienen infiel”, explica en Villa Federal, Resistencia, la médica Trinidad López, que tiene un santito de hueso y otro de plomo, muy visitados. El enemigo señalado por el conjuro “se seca y se muere”. Pero ella –aclara– sólo los tiene para proteger su casa.
En Bañado Sur, ciudad de Corrientes, encontramos las dos imágenes más perfectas del Señor de la Muerte. De unos ocho centímetros de alto, estaban talladas en palo santo por el mismo artesano anónimo. Representaban a la muerte sentada, pero había sutiles diferencias: una era más enjuta y apretaba las sienes entre las manos; en la otra, las manos sostenían la mandíbula.
–Este es el Señor de la Muerte –aclaró la propietaria–. Aquel, el Señor de la Paciencia.
El fetiche entronca pues con una figura del culto cristiano, y en muchos lugares se los nombra indistintamente. Quisimos fotografiar las dos piezas de notable artesanía, junto con un par de hermosas tallas policromadas de Santa Catalina y San Antonio. Pero la señora Irma se opuso.
–El se enoja –explicó.
La mujer arrodillada pronunciaba las invocaciones, y una docena de devotas con cirios en la mano respondía en un coro atenuado y plañidero. La pirámide del altar crecía en niveles de importancia, con sus santos de yesería, su Baltasar negro, sus estampas litografiadas y hasta un raro display donde figuraban San Martín, Belgrano y Gardel entre floreros de vidrio y ramilletes de plástico. Coronándolo todo en la capilla particular de Cecilia Medina, un Señor de la Muerte cincelado en plata presidía desde su trono, con irónica sonrisa, ese mundo de caras oscuras, de miradas expectantes y ropas muy pobres.
Era “el señor de los buenos y de los malos matrimonios”, el que obliga al ladrón a devolver su robo, el que dispone que el amante desdeñoso “en la cama en que duerme se encontrará afligido”, el que impide a la amada “aular con ningún hombre”, el que es invocado “por los cuatro vientos del mundo”.
Decenas de fórmulas circulan en cuartillas rudamente manuscritas, centenares de milagros se le atribuyen, millares de velas arden en su honor.
¿Pero quién fabrica esa misteriosa figurita? La médica Asunción Ramírez nos mandó a los confines de la ciudad y de la tarde en pos de un santero que no existía. Lo buscamos luego en direcciones equívocas de remotas callejas polvorientas, en erróneos recuerdos, desconfianzas, evasivas.
En Resistencia conocimos, por supuesto, a Carlos Maule, un artista pop avant la lettre que, rodeado de cadáveres de máquinas, frustradas heladeras y restos de armas de fuego, construye en su taller mecánico singulares esculturas de bronce y de chatarra. Maule talla en hueso de vaca (“el hueso humano es mal material”) un San La Muerte estilizado y sobrio.
–Es milagroso –afirma burlonamente–. Me siento a hacerlo con una copa de coñac al lado. En cuarenta minutos termino la copa y termino el santo. Tengo para una botella más. ¿No es un milagro?
Las imágenes de Maule son veneradas en más de un oscuro rincón en las rancherías chaqueñas. Pero aún no habíamos encontrado al artista naïf que toscamente talla las facciones de la muerte en un palito de ruda o un segmento de tibia y cree en su oscuro sortilegio.
Del otro lado del río, la doctora Alicia Gare iba a ponernos en presencia de uno de estos raros artesanos.
–Me buscaban a mí –dice con su voz tranquila y servicial.
Ha entrado con nosotros por el portón de la vieja penitenciaría de Corrientes y viste de calle. Pero el envoltorio de papeles que trae bajo el brazo guarda las ropas azules del recluso Cirilo Miranda, que es él, condenado a veinte años de cárcel por un crimen apasionado y salvaje, de superflua memoria aunque él lo recuerde mientras desgrana día por día los dos años y cuatro meses que le faltan para salir en serio: y no como ahora, que ha ido a hacer “un trabajito particular para afuera”, según se acostumbra en este presidio.
Entre los canteros verdes y los muros rosados del patio, Miranda despliega sobre un banco las figuras de su arte, la docena de santitos y de historias que, de golpe, son una insólita lección de antropología práctica. Por supuesto, allí está el Señor de la Muerte.
Ya no sabe Cirilo Miranda cuándo empezó a manejar el formón romo, el buril de punta casi invisible, la sierrita minúscula que son sus únicas herramientas permitidas. Sabe que le enseñó a tallar don Julio Conti, “uno de los reclusos más viejos, creo que ya no existe más”, y que el primer San La Muerte que copió se lo trajeron de Paraguay, pero se lo piden detodas partes porque es muy milagroso y el que lo invoca “suele salir a flote de sus trámites de apertura”.
–Porque resulta –dice– que el Señor de la Muerte es la imagen de la calavera de Nuestro Señor Jesucristo. ¿No ve que uno de los crucifijos grandes que llevan los padres curas tiene una calavera sin ojo, sin nariz, ahí en la cruz?
La mano con el buril se desliza ahora, segura, sobre el oloroso pedacito de palo santo con que el preso cumple su más reciente encargo. Pero también talla en hueso, y si es hueso de cristiano mejor, porque “ése ya está bendecido dos veces”.
¿Conoce las oraciones? Conoce, aquí lleva una, señor. ¿Sabe que hay una para no caer preso? Eso no sabe, y se ríe, y si hubiera sabido no estaría aquí, pué, y se vuelve a reír contagiando al racimo azul de penados que se han reunido a nuestro alrededor contra el fondo de rejas y de muros rosa, y que al fin saben en qué gasta Cirilo Miranda sus largas horas en la celda sin decirles nunca una palabra porque ésta, señor, si se quiere, es una cosa secreta.
Puestos sobre el banco, los santitos hablan desde el fondo de una mitología inédita, de un pueblo ignorado. El preso de tez oscura les presta su voz.
Ahí está la mujer crucificada, versión femenina del Cristo:
–Santa Librada, que está en la cruz, pué. Ahí el prodigioso cazador, montado en un tigre:
–Ese es el San Son.
El misterioso hombrecito que lleva una taba en la mano derecha y “un puñao e plata” en la izquierda:
–Ese es un famoso pa’l juego. Lo llaman Lamodei.
Y el domador de un toro:
–Prendido a las guampas. Es San Marco, que está para dominar la cuestión de animales salvajes.
Ahí por fin la conmovedora pareja de santos tomados del brazo, unidos en el tierno amor de la madera:
–San Alejo, señor, que le dominó a Santa Marta, la virgen más hermosa que se ha conocido en el mundo.
Solamente la perversa, la inquietante y peleadora Santa Catalina está ausente porque su devoto Cirilo Miranda sabe que no es bueno tenerla –aunque la haga para otros– ni prenderle velas ni darle confianza, y sí solamente pedirle, en los momentos de aflicción, que sus enemigos y autoridades no tengan ojos para verlo ni boca para hablarle ni manos para pegarle ni pies ni corazón para ofenderlo.
Así sea.
Esta crónica tiene un largo derrotero. Fue publicada originalmente por la Revista Panorama en su Nº 42 de noviembre de 1966, y luego apareció en el libro San La Muerte: Una voz extraña, editado por Juan Batalla y Dany Barreto como parte de la colección Arte Brujo (2007), por gentileza de Ediciones de la Flor. A raíz de esta publicación, el diario Página 12 la reprodujo en su suplemento Radar.
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