Es celosa Deolinda como es celoso Jehová
Por Gabriela Cabezón Cámara (Publicado originalmente en la revista Viva de Clarín)
Desmayada y blanca como a la leche derramada la encontraron y la lloraba el hijo a la muy pálida: un chico prendido a los pechos vivos de la mujer muerta, desparramada desde los pelos negros que le rodeaban la cabeza como un fluido oscuro, negro como las alas de los caranchos que le volaban en círculo esperando que terminaran de morirse los pechos que manaban leche como surtidores de milagros y el bebé que se agarraba a ellos como un náufrago a una tabla, que se mantenía pegado a las tetas tibias de la madre fría y ya bastante marchita como un sachet un poco desinflado, dispersándose parte de sus fluidos en el polvo del suelo porque polvo somos y concentrado el resto en hacerle caudal al milagro.
Los caranchos llamaron la atención de los arrieros en el medio de esa piedra polvorienta que es el desierto de Ampacama. Fueron los caranchos para los arrieros lo que la estrella fugaz para los Reyes Magos, balizas aéreas de lo extraordinario y ellos lo entendieron bien: «iEs un milagro!», «iEl crío está vivo!», «iUn milagro, un milagro!» y la habrán mirado un rato a la milagrosa: blanco el cuerpo exangue y blancos los pechos enhiestos, negro el pelo, colorados el vestido, los labios y las uñas de los pies, una Coca Sarli desvanecida parece la estatua en el santuario crecido ahí mismo donde los arrieros habrán deliberado; ¿qué se hace con una muerta de pechos vivos?, ¿es una muerta-muerta?, ¿aceptará marido?
Habrán esperado un poco, habrá terminado de morir la muerta y habrá sido milagro también que no haya corrido la suerte de la Coca en todas las películas y la enterraron los gauchos y floreció Deolinda Correa en santa y en santuario, en un par de parrillas y un hotel, en talismanes, en cintitas que le piden que proteja autos, motos, bicicletas. En capillas donde cuelgan como fantasmas blancos o pasteles los vestidos de las bodas consumadas. En villas a escala de 1:100; se amontonan las maquetas de las casas otorgadas una arriba de otra en sierritas polvorosas. Hay autos antiguos. Plaquetas. Fotos de chicos que casi mueren pero no. Fotos de bebés ansiados que ya serán bisabuelos o estarán muertos. Y fotos de sus hijos y nietos y bisnietos. Piernitas, corazones, manos: lo arrancado de las garras de la muerte. Hay la moto del que ganó un auto en una rifa. Todo gracias, eso es claro, a la Difunta Correa.
¿Cómo se alcanza la certeza de que fue la Difunta y no el mismo Jesús o el Espíritu Santo o el puro azar? Porque se le pidió a ella, cómo si no. Así también lo supo la monja francesa que sojuzgada por un Parkinson tortuoso escribió con los jirones que le quedaban de pulso «Juan Pablo II» en un papelito y se curó: fue por la intercesión del ex Papa, que supo leer los garabatos temblequeantes con sus ojos celestiales. Ella se lo pidió a él y entonces fue él y así es con cualquier santo, mas allá de que esté aprobado por la Iglesia o no.
¿Y cómo fue a parar y a sentarse luego para terminar yaciendo y germinando en el desierto la Difunta? Fue la leva que se llevó a su hombre, la sombra terrible de Facundo Quiroga que le arrebató al marido para que le trabaje de carne de canon en las montoneras y la dejó a ella hecha casi solo carne también, a merced de un coronel y un comisario que la codiciaban. Una gauchesca que invierte al Martin Fierro: si al más famoso de los gauchos argentinos le arrebatan la mujer y no se sabe más de ella, acá la protagonista es ella, la gauchita que se niega a darse a los milicos y se lanza con el chico al desierto abierto como una herida seca para siempre. Una leyenda le pone un arbusto a su agonía. Otra no le da más sombra que la que terrible que dejaban a su paso las levas militares.
Deolinda, la muerta linda del desierto, la del seno vivo con el cuerpo yerto, la santa, porque no puede una mujer morir sin que mueran sus pechos y si puede ya no es una mujer, es una santa, sabe darles a veces a los que Ie piden. Viendo el santuario uno diría que da mucho porque es mucho lo que se le agradece con ofrendas que van de las botellas de agua -ay, tan tarde, tan raro, como regalarle un traje de amianto al que murió quemado-, a los autos y las armas. Da la Difunta y la Difunta pide y guay de los que olvidan darle: se les va la suerte. Si ganaron un auto en una rifa y no cumplen su promesa, pueden estar seguros de que van a chocar o de que se los van a robar o van a pisar a alguien sin querer. Porque es celosa Deolinda como es celoso Jehová, el Dios que castigó a los suyos a deambular cuarenta años en un desierto parecido al de Deolinda por haber adorado a otro dios que no era él. “Celosa» dicen sus creyentes ahí donde yo diría vengativa pero yo no creo y me quedo afuera de los celos de Dios y de todos sus santos y también afuera del consuelo de su amor.
Publicado en la revista Viva del diario Clarín del 8 de septiembre de 2013.
Fotos: Alejandro Frigerio en «La Gruta de la Difunta Correa», ruta 9 en las afueras de Bell Ville, Córdoba.
Gabriela Cabezón Cámara. Buenos Aires, Argentina, 1968. Escritora y periodista. Publicó La Virgen Cabeza (2009), finalista del premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Grijón 2010 y libro del año para Rolling Stone Argentina 2009; Le viste la cara a Dios, novela gráfica en coautoría con Iñaki Echeverría (2013). Se desempeña como editora de la sección Cultura de Clarín. Su último libro es Beya. Le viste la cara a Dios (Eterna Cadencia, 2013)
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