Luego de la publicación del libro póstumo de Sahlins, The new science of the enchanted universe: An anthropology of most of humanity la revista académica «HAU: Journal of Ethnographic Theory» publicó una sección de debate donde Katherine Pratt Ewing, Marilyn Strathern, Gordon Matthews y Carlos Fausto discutían críticamente los aportes del libro. Publicamos aquí la traducción al español de la respuesta a esos comentarios brindada por los editores del volumen póstumo de Sahlins: Frederick B. Henry Jr., uno de sus discípulos y Peter Sahlins, su hijo y Profesor Emérito de Historia en la Universidad de California, Berkeley:
«Para comenzar, queremos ofrecer nuestros más cálidos agradecimientos a Katherine Pratt Ewing, Marilyn Strathern, Gordon Matthews y Carlos Fausto por sus generosos e perspicaces comentarios sobre «La nueva ciencia del universo encantado». Tales evaluaciones afectuosas y críticas amables hacen un servicio notable al legado antropológico de Marshall Sahlins, el cual también intentaremos honrar en nuestra respuesta. Como asistentes y editores en la producción de su último libro, aspiramos a mantenernos cerca de su espíritu y argumentación, aunque por supuesto él ya no está con nosotros y solo podemos hacer nuestro mejor esfuerzo por hablar en su nombre.
Mucho antes de que Marshall Sahlins falleciera, prometió dejar su cuerpo a la ciencia. Impartió su última clase «en persona» a estudiantes de la escuela de medicina de la Universidad de Chicago. La anécdota encierra dos dimensiones clave de su vida: su propia búsqueda de «ciencia», incluida la «ciencia de la antropología», que fue un compromiso de toda la vida; y su búsqueda de la inmortalidad, que persiguió con gran urgencia en el trabajo de su última década. Es cierto que siempre había buscado la inmortalidad. Hace sesenta años, en una respuesta no del todo reconfortante a su joven hija cuando descubrió el concepto de la muerte, le dijo que «Si escribes un libro, vivirás para siempre». De manera similar, en «La nueva ciencia del universo encantado» dirige toda su atención a la finitud humana y al mundo espiritual, a la metempsicosis y al ciclo de vida y muerte. Sus exploraciones de estos conceptos pueden haberlo ayudado a enfrentar su propia muerte inminente y pueden hacer reflexionar a algunos lectores acerca de nuestra participación en un mundo que no es exclusivamente material.
La doble búsqueda de la ciencia y la inmortalidad podría parecer incongruente: la primera propia del mundo de las sociedades trascendentalistas, la segunda más prevalente en las sociedades inmanentes exploradas por «La nueva ciencia». Pero, como él mismo escribió, «híbridos, híbridos por todas partes». Como la scienza de Vico, esta «ciencia» no es el paradigma positivista y estrecho de la ciencia que surgió en el siglo XIX, sino un ideal europeo más antiguo y flexible de ciencia como indagación racional con compromisos empíricos e inductivos, como en el concepto alemán más amplio de Wissenschaft. La antropología es una ciencia, señala Sahlins muchas veces, una ciencia poderosamente hábil para dar sentido a la experiencia y práctica cultural humana. Él afirmaba memorablemente que un antropólogo tiene una mejor oportunidad de conocer su objeto que un físico, porque cuanto más profundamente conoce el físico su objeto, menos familiar parece. En contraste, cuanto más comprende un antropólogo las lógicas de otras culturas, más inteligibles y familiares se vuelven. Esta percepción proviene de la lección dorada que Sahlins tomó de Vico: lo verdadero y lo hecho son intercambiables, y por lo tanto implican una convergencia de método y objeto. Verum ipsum factum. Con nuestras mentes, concedido suficiente tiempo y dedicación al oficio, podemos reconstruir la estructura y lógica de culturas desconocidas y, por lo tanto, conocer sus verdades. Parafraseando a Lévi-Strauss, esta es una ciencia Viquiana que transforma lo «objetivamente remoto en lo subjetivamente familiar» (Sahlins 2000: 29). Partiendo del supuesto de que la humanidad comparte las mismas capacidades cognitivas básicas, cualquier orden cultural es inteligible cuando pensamos según las premisas y lógicas indígenas. Así, Sahlins defendió sin vacilación la «ciencia de la antropología», a la cual todos los días, durante el almuerzo con Pierre Clastres en 1968, brindaba con un vaso de vino tinto y comía un bocadillo de salchicha: «¡Hay que hacer avanzar la ciencia!».
Medio siglo más tarde, el compromiso antropológico con la ciencia parece haber perdido gran parte de su vigor. Por lo tanto, no es sorprendente que la primera comentarista, Katherine Pratt Ewing, exprese algunas reservas sobre la idea de Sahlins de la antropología como una «ciencia», así como también sobre su «inclinación a la generalización». Si su propósito es hacer que la desconcertante alteridad de la inmanencia sea familiar, Ewing objeta que Sahlins «no hizo [el] mundo inmanente presente» para ella. Además, su ciencia corre el riesgo de generalizaciones, y por lo tanto no puede prescindir de categorías analíticas como metapersonas y finitud. Su método de aducir una gama caleidoscópica de ejemplos etnográficos para llegar a generalizaciones de la inmanencia parece para Ewing una forma desfasada y ingenua de representacionalismo al estilo de Tylor o Frazer. De hecho, tal lenguaje analítico, junto con un modo cuasi-Frazeriano de presentación etnográfica -desde el sillón del escritorio- crea para Ewing una distancia poco iluminadora, «una brecha entre el lector y la experiencia de la inmanencia». Como consecuencia de la distancia científico-analítica, la nueva ciencia de Sahlins no logra hacer que las prácticas culturales de estos pueblos sean «plausibles, como algo que uno podría imaginar que Sahlins mismo experimentara». Como antropóloga cuyo trabajo la ha acercado a personas que «experimentan la divinidad en el mundo», encuentra que esa dimensión está ausente en el relato de Sahlins.
El énfasis en una «experiencia» de inmanencia implica un deseo menos empírico que fenomenológico, de hecho, más ontológico, como en la cópula de la famosa pregunta de Montesquieu, «¿Cómo puede uno ser persa?». De una forma u otra, esta pregunta, explícita o latente, ha atormentado a la antropología durante mucho tiempo y el reciente autodenominado «giro ontológico» puede ser visto como un enfrentamiento indirecto con ella. Ewing resume de manera justa este giro novedoso como un esfuerzo concertado para pensar «de manera más precisa las culturas como ‘mundos’ ontológicamente diferentes». Dados los objetivos generalizadores, analíticos y supuestamente representacionales de una antropología concebida como ciencia, ¿cómo puede «cerrar la brecha» y revelar la riqueza experiencial y la inmediatez, las cualidades distintivas y específicas de estos mundos ontológicos diferentes? ¿Cómo puede uno ser, digamos, un Ojibwa? Ciertos géneros de discurso o método etnográfico pueden estar más finamente sintonizados con las experiencias subjetivas de ontologías exóticas, pero aún así producen artefactos textuales de segundo orden, y por lo tanto están cargados con sus propias abstracciones y generalidades inevitables debido a la normatividad inherente y a la tipificación del lenguaje humano. Como observa Mark Risjord de manera concisa: si uno desea un acceso «ontológico» a cómo los Ojibwa experimentan un encuentro extraño con un oso como en realidad un encuentro con un chamán que camina como un oso, uno «debería ser criado como un niño Ojibwa» (2020: 607). Sahlins y Ewing conducen su antropología en diferentes niveles de abstracción, y ambos inevitablemente dejan algo afuera.
La generalización como método de la ciencia, sugiere Ewing, hace un injusto agravio al objeto/sujeto antropológico. Pero este juicio en sí mismo generaliza, pasando por alto varias formas alternativas de generalización (por ejemplo, los tipos ideales weberianos) bastante distintos de aquellos de tipo nomotético o determinista. Sahlins toma expresamente su noción de generalización de Leach (1961). El método es inductivo y consiste en usar «suposiciones inspiradas» para reconocer «un patrón similar de relaciones en algunos sistemas sociales dispares, lanzando así una posible proposición universal» (p. 14, énfasis añadido). Involucra no solo la imaginación sino que crucialmente implica un «riesgo» — «Puedes estar equivocado o puedes estar en lo correcto, pero si resulta que estás en lo correcto has aprendido algo completamente nuevo» (Leach 1961: 5). La antropología, en esta visión, es algo así como una ciencia experimental.
Aunque no deberíamos precisar enfatizarlo, lo haremos de todos modos: el carácter de la ciencia no se agota en sus variedades positivistas, resoluto-compositivas, fisicalistas, deductivas, analíticas y/o nomotéticas. La concepción de Sahlins de la ciencia es un híbrido versátil y vigoroso proveniente de varias fuentes. Además de sus inspiraciones reconocidas de Vico y Hocart, un componente prominente es boasiano e inductivo. Esto se ejemplifica en el «cosmógrafo» que «amorosamente» abraza los «fenómenos» mismos para discernir «la individualidad en la totalidad» (Boas en Stocking 1996: 11–14). Impulsado por un «impulso afectivo», el científico-cosmógrafo se deleita en la granularidad fenomenal, sin perder de vista nunca el todo (Stocking 1996: 15). Para Sahlins, «el primer principio mismo de la nueva ciencia antropológica» — lo que una vez llamó la Cosmografía de las Formas Simbólicas — es «respetar la especificidad del objeto cultural» (2000: 31).
Si el riesgo de generalización no profundiza en las profundidades fenomenológicas de la experiencia, de ninguna manera descuida la especificidad empírica y la distintividad de las formas culturales. Sahlins siempre se elevó de lo empírico a lo general de manera clásica e inductiva. En La Nueva ciencia del Universo Encantado, delinea los patrones elementales, las estructuras y dinámicas del intercambio humano con metapersonas deificadas en un universo encantado. Su apuesta Leachiana es generalizar estos principios de inmanentismo a través de la mayor parte de la humanidad. Incluso más lejos, en un texto paralelo publicado recientemente, Sahlins (2022: 34–35) dice de los principios generales del inmanentismo que está «casi tentado a hablar de las propiedades inherentes levi-straussianas de la mente humana» (una idea que anticipó notablemente en 1951, a los veintiún años, en su examen de antropología de pregrado para Leslie White).
Pero hay un problema mayor, uno que acecha la conversación sobre los mundos ontológicos: el de la representación y la realidad. El problema se ilustra mejor en la analogía de Sahlins entre los mundos inmanentistas y la caverna platónica, es decir, que las sombras titilantes, que para Platón representan las huellas insustanciales (inmateriales) de las realidades más altas (las Formas o Ideas), son para los pueblos de la inmanencia simplemente una y la misma cosa que esas realidades: el ser de las metapersonas no es menos material o real que el ser de los humanos con quienes viven en una sociedad de extensión cósmica. Ewing argumenta que esta analogía «reinscribe la separación entre la representación y el mundo ‘real’ de los objetos que los antropólogos del giro ontológico han tratado de contornar». La «representación» que se presume que significa aquí es la interpretación de Sahlins de las metapersonas como «hipostatizaciones» de las «fuerzas muy reales, empíricas, dadoras de vida y mortales» (p. 175) que condicionan e impactan en la existencia humana. Estas fuerzas constituyen negativamente la finitud humana, en la medida en que los seres humanos no las originan, están sujetos a ellas y están inevitablemente sujetos a sus vaivenes. Los antropólogos no son platónicos «que vienen a liberar a las personas de sus cadenas epistemológicas» (p. 76). Son «etnógrafos de las sombras». El punto de Sahlins es que en las culturas de la inmanencia, estas «fuerzas» siempre ya están «personificadas» —las personas mismas no requieren ni hacen tal movimiento analítico. Los Ojibwa no necesitan hacer una operación mental para personificar al extraño oso como un chamán que camina como un oso, simplemente es este último. «La inmanencia es una cualidad del ser», enfatiza Sahlins (p. 38). Pero nuevamente, es el lenguaje (trascendental) de análisis y descripción el que requiere términos como «personificar» para articular una proposición sobre, digamos, la finitud humana. Para la persona humana de la inmanencia, la condición existencial de la finitud tiene una justificación ontológica no analítica en forma de fuerzas reales de vida y muerte, los seres metapersonales, de quienes dependen.
Mientras que el segundo comentarista, Gordon Matthews, elogia el «magistral» retrato de Sahlins de características de la inmanencia, lamenta que La Nueva Ciencia pase por alto algo más que es crucial. Debido a que los antropólogos viven en un «mundo contemporáneo espiritualmente vacío», no pueden escapar de la convicción de que «el mundo espiritual no existe realmente», que los mundos espirituales son «ficciones». Inspirándose en parte en «La negación de la muerte» de Ernest Becker (1973), Matthews sostiene que un terror «subconsciente» de la muerte impregna el vacío existencial de nuestro mundo occidental secular y bloquea nuestra comprensión de mundos en los que la muerte no se reduce a una negación absoluta del ser. Lamenta el «mundo perdido» de la inmanencia por el que anhela una humanidad trascendental y secular. El sentido que evoca del aterrador «vacío existencial» resultante de esta pérdida es conmovedor, y desearía que Sahlins hubiera ido más allá de las preocupaciones estrictamente intelectuales para confrontarlo.
Las zonas inmanentes y trascendentes, aunque basadas en premisas fundamentalmente opuestas y dispares, no son mutuamente excluyentes: se superponen y coexisten. A pesar de la metáfora axial de Karl Jaspers, no hay un solo momento crucial que marque cuándo la inmanencia cede a la trascendencia plena. Sahlins no describe la «revolución axial» como algún evento cataclísmico, y mucho menos como un proceso de una sola vez y para siempre. Su tratamiento de ello, incluido el seguimiento en una Segunda Revolución Axial, pretende atenuar la severidad de cualquier ruptura supuesta, como lo describió inicialmente Jaspers. «Híbridos, híbridos por todas partes».
Aquí observamos que varios párrafos que tratan sobre la personificación animista en los titulares del New York Times fueron abandonados en el proceso de edición de La Nueva Ciencia. En la sociedad contemporánea de EE. UU., la personificación de partidos políticos y mercancías económicas testifica cómo formas de metapersonas aún persisten en nuestra experiencia vivida. Sahlins despreció repetidamente la «folclorización» implícitamente despectiva de las prácticas inmanentistas dentro de las sociedades trascendentales. Insistió en que las «zonas» inmanentistas persisten en diversos grados a lo largo de la(s) revolución(es) trascendental(es), que las instauraciones y resurgimientos de la inmanencia son una posibilidad siempre presente. La elección autoral y editorial de usar el tiempo presente al escribir sobre el inmanentismo subraya el punto de Sahlins sobre su vitalidad. Esto no es un «mundo que hemos perdido», no es un vestigio, supervivencia o resaca histórica.
El problema mayor aquí, también evocado por Ewing, es el problema de lo «real». Matthews llega a la conclusión de que los antropólogos y otros son incapaces de atribuir algo más que una «realidad cultural» meramente ficticia a lo que es aceptado por sus interlocutores indígenas como «realidad actual». Sin embargo, para Sahlins, la realidad significativa es, y siempre ha sido, una realidad cultural. Lo «real» se constituye como tal dentro de un orden cultural significativo. La posición de Sahlins es una afirmación nietzscheana de las verdades de las apariencias; él no dudaba ni por un instante que para los pueblos de la inmanencia, las sombras en la pared de la caverna eran indistinguibles de las Ideas, que simplemente eran los seres metapersonales. Con humildad conmovedora, Sahlins escribe: «Debería quedar suficientemente claro que, aunque no siempre lo he logrado, intento explicar las culturas en cuestión por sus propias premisas inmanentistas … Intento desplegar las prácticas culturales de los pueblos mediante sus propias onto-lógicas» (p. 11, énfasis añadido). Él no comparte la preocupación de Matthews de que nuestras propias premisas trascendentales profundamente arraigadas impidan el acceso a las de las culturas inmanentistas, aunque reconoce que estas premisas son obstáculos que debemos identificar y someter a «rectificación» (p. 36). Ningún pesimismo sentimental sobre la pérdida o la incompatibilidad perturba La Nueva Ciencia: la ciencia antropológica practicada en sus páginas está comprometida con la posibilidad de entendimiento humano mutuo. Lo que más se requiere es una antropología críticamente autoconsciente, dispuesta a experimentar con perspectivas desconocidas, que no albergue dudas mal ubicadas sobre realidades indígenas que, incluso mientras están ricamente inspiradas, son existencial, material y «infraestructuralmente» consecuentes en la vida cotidiana.
Pero como observa Matthews, las concepciones inmanentistas no son solo una «realidad cultural»: cuando se ven a la luz de la era secular, también son proposiciones fantásticas y falsas. Esta distinción trascendental(ista) de lo «meramente» cultural, que es presupuesta por el secularismo y que Matthews considera acertadamente perjudicial para la ciencia social occidental y nuestro bienestar existencial en general, es precisamente lo que Sahlins cuestiona. El problema puede reformularse como uno de «creencia». Incluso después de la impresionante disquisición erudita de Needham (1972) de hace cincuenta años, en la que concluyó que «la imaginación es real, la creencia no lo es» (135), y que «la creencia no constituye una semejanza natural entre los hombres» (150), el concepto perdura. Sahlins cita el ingenioso comentario de Jean Pouillon de que «solo el no creyente cree que el creyente cree», y agrega que «los antropólogos tienen tendencia a usar el verbo ‘creer’, que la gente ‘cree’ en algo, solo cuando ellos mismos no lo creen» (p. 13). Sahlins aconseja a los antropólogos que dejen de tratar las formas culturales de otros como «fantasías convenientes de una realidad objetiva» —»una realidad objetiva», se refiere, que solo es lo que la ciencia trascendental occidental dice que es, y por lo tanto lo que tendemos a pensar como lo «real». Sin importar cuán implícita o involuntariamente, mucha antropología ha sido culpable de «difamar la mentalidad de la gente como un sentido equivocado de realidad» (p. 11). Por el contrario, escribe Sahlins: «Uno simplemente tiene que dar crédito a lo que la gente dice en tales asuntos para entender sus prácticas con respecto a ellos, porque son las premisas y principios en los que actúan. Afirmar que los ancestros no hicieron realmente engordar a los cerdos no ayudará a explicar por qué los habitantes de Hagen se sienten compelidos a sacrificarlos» (Sahlins 2017: 161).
La condescendencia tácita es de larga data e intratable. Las sociedades inmanentistas no pueden estar «equivocadas» en su dependencia de espíritus y ancestros en su búsqueda existencial de vida, en lugar (de alguna manera) de nuestra propia dependencia de la ciencia y la tecnología. Esto no solo malinterpreta la perspectiva radicalmente émica —»émica hasta el fondo» (Sahlins 2017)— sino también el lugar del mundo espiritual en las actividades productivas (incluidas las económicas). En las sociedades inmanentistas, las interacciones con el mundo espiritual no ocurren en los límites del conocimiento técnico humano, como enfatizó consistentemente Sahlins. Los agricultores poseen un conocimiento abundante sobre cómo hacer crecer ñames, sin embargo, sus actividades productivas están llenas de encantamientos de todas formas. El conocimiento cotidiano sobre cómo hacer crecer ñames no es suficiente por sí solo para aprovechar las poderosas fuerzas materiales que dan forma al destino de los cultivos y el sustento de las personas. Esto se debe precisamente a que los humanos no son la fuente de estas fuerzas materiales espirituales. Además, hasta que las sociedades abandonen la premisa de su dependencia esencial de fuerzas más allá de su control —si es que alguna vez lo hacen—, seguirán enredadas en relaciones espirituales con metapersonas. Pero cuando ellas o grupos dentro de ellas adoptan premisas trascendentales, los actos de arrogancia y usurpación de los dioses se vuelven posibles, contribuyendo en última instancia a la fundación de la autoridad política. Sahlins había planeado tratar este tema, la política cósmica, extensamente en el tercer volumen de La nueva Ciencia del Universo Encantado. Y es a ese tratamiento de lo político y de la política cósmica que los siguientes comentaristas Carlos Fausto y Marilyn Strathern, dirigen su aguda atención.
Una implicación destacada de los comentarios de Strathern es que, en su análisis de las relaciones de poder asimétricas entre humanos y metahumanos, Sahlins no logra evitar completamente las distorsiones del pensamiento trascendental («metropolitano»). Su objetivo es presentar los poderes inmanentes de dar vida y causar muerte de los metapersonajes como fuerzas reales y empíricas que condicionan la existencia humana.
Pero al hacerlo, asimila innecesariamente «los poderes de vida y muerte a nociones de control político», lo que lleva a Strathern a preguntarse por qué Sahlins «hace pasar todo a través de este nexo bastante específico». Un orden político de autoridad soberana y control -una emanación del imaginario trascendente, y más específicamente del metropolitano-, parece incorporarse al orden político inmanentista que describe Sahlins.
En lugar del «lenguaje de acceso y control político», argumenta Strathern, necesitamos una perspectiva más amplia sobre la circulación e intercambio de fuerzas vitales. Basándose en la etnografía rica de Nahum-Claudel (2018) de los Enawenê, del Amazonas occidental, Strathern ilustra cómo los poderes y potencias humanos, en contraposición a los metahumanos, son una fuerza significativa por derecho propio en la dinámica del inmanentismo. La vitalidad generada o controlada humanamente, la «fuerza de vida», fluye de los humanos hacia los metapersonajes y circula a su vez entre ellos, contribuyendo así realmente a los propios poderes de estos últimos. Aquí parece haber una interdependencia sinérgica, aunque a veces también agonística, no la dependencia finita que describe Sahlins. Sin negar la omnipresencia y potencia de las metapersonas en los mundos inmanentes, Strathern se pregunta si el control, la posesión y la distribución de este poder magistral realmente tienen su origen inmediato en ellas. Tal vez un marco analítico más completo sea aquel que considere los poderes de vida y muerte no exclusivamente vinculados a las metapersonas, sino más bien como elementos o potenciales flotantes que pueden ser encarnados, canalizados, controlados y dominados tanto por humanos como por metahumanos por igual. En esta alternativa, los espíritus mismos son solo uno entre los diversos conductos a través de los cuales circulan los poderes de vida y muerte. En referencia al ejemplo de los Enawenê amazónicos, cuyos «amos de los peces» metapersonales (Yakairiti, maestros de espíritus) codician y dependen de la producción humana de mandioca y peces para saciar sus apetitos, Strathern pregunta: «¿No es una condición de posibilidad de la vitalidad de las metapersonas que a través de ellos fluya la vitalidad humana?»
Esto parece invertir la dependencia (política y magisterial) que ella considera que Sahlins privilegia, y testifica en cambio a la «diplomacia de comensalidad» (Nahum-Claudel 2018) que caracteriza el compromiso diario de los Enawenê con sus Otros metapersonales. La dimensión agonística y sinérgica de la comensalidad Enawenê–Yakairiti representa un tráfico continuo de fuerza vital no exclusivamente poseída y controlada ni por humanos ni por metahumanos, porque ambos son solo conductos para esa vitalidad y están enredados en una dependencia mutua. Aun así, en general, cuando los dioses necesitan o dependen de los humanos para algo, no ruegan a los humanos por ello, sino que lo exigen o lo extraen de ellos. Sin embargo, por sinérgicas, agonísticas y diplomáticas que sean las relaciones entre las metapersonas y los humanos, permanece una diferencia de poder significativa. Y no es difícil ver, a pesar de cierta «dependencia» de Yakairiti en -y celoso deseo de- la actividad productiva humana, cuánto más dependientes son los Enawenê, en última instancia, de estos últimos. Después de todo, los humanos mueren, mientras que Yakairiti, junto con los «antepasados celestiales superhumanos» de Enolenawe, que son «más grandes, más fuertes y más hermosos que los humanos terrenales» (Nahum-Claudel 2018: 197), no lo hacen. Esta es la clase de finitud inevitable que Sahlins efectivamente convierte en un axioma de su antropología de la inmanencia.
La política incorporada en el mundo sociocósmico total de las culturas inmanentes solo prefigura cosmológicamente al Estado; exhibe los rasgos, los supuestos básicos de la formación del Estado en la medida en que implica invariablemente jerarquía y dependencia de los seres humanos de los poderes metahumanos. Negociaciones agonísticas, transgresiones, usurpaciones y arrogancia agresiva pueden en buena medida caracterizar también las interacciones con poderes metapersonales en culturas de la inmanencia, y son ejemplos de «Lèse–majesté» (lesa majestad) embrionaria aún en sociedades consideradas «igualitarias» (Sahlins 2022: 127). Mientras Strathern se preocupa de que su terminología de «la política cósmica, el Estado prefigurado, las jerarquías de autoridad… acerque todo más de lo que estaba a las sensibilidades metropolitanas», argumentaríamos, como hicimos anteriormente al distinguir el lenguaje a nivel analítico de Sahlins del nivel subjetivo, experiencial o fenomenológico, que esto es artificial y conlleva una comprensible lectura trascendental de la cosmopoliteia metapersonal. En su texto paralelo recientemente publicado, «Reyes antes de la realeza», Sahlins escribe que «desde la perspectiva humana [dentro de la cosmopoliteia], el efecto general es un cosmos constituido como un gran campo de fuerza de poderes» (2022: 37). Esta noción alternativa de un campo de fuerza, en oposición, por ejemplo, a una «burocracia espiritual», quizás evoca mejor el mundo abierto y fluido de la inmanencia destacado por Strathern, en el que los humanos y los metahumanos participan en constantes diplomacias y negociaciones de poderes de vida y muerte, todo con el interés de mantener a raya las urgentes amenazas de la No-vida.
Estamos seguros de que Sahlins habría debatido vigorosa y cordialmente con la perspicaz e importante crítica de Carlos Fausto, ya que en este caso el tema se sitúa claramente en ese crisol quintesencial de la «teoría etnográfica». Nos referimos a la relación entre las desconcertantes complejidades y particularidades de la etnografía amazónica y las estructuras sociocosmicas generales, y potencialmente generalizables, que pueden derivarse válidamente de ellas. Fausto objeta de manera convincente la afirmación principal de Sahlins de que los lineamientos del Estado están prefigurados en lo que él llama la «cosmopolítica» de las sociedades inmanentistas. De hecho, Fausto señala justamente que el argumento sobre la política cósmica es «la idea más polémica del libro». Esta es una estimación justa, porque Sahlins expone su punto con un lenguaje bastante contundente (aunque atenuado con un «quizás»):
Una política cósmica gobernada por dioses supremos es común en las culturas inmanentistas, tal vez en todas partes entre cazadores, pastores y agricultores no alfabetizados y no estatales. Dada también la suposición cierta de que las grandes civilizaciones del Cercano Oriente, India, China y las Américas se desarrollaron a partir de tales pueblos, se deduce que sus cosmologías jerárquicas ya estaban en su lugar desde sus inicios. También se deduce que, como decían los antiguos mesopotámicos, la realeza vino del cielo a la tierra, no los dioses de la tierra al cielo. La política humana apropió la política cósmica. (p. 173)
Fausto observa que el «modelo piramidal de maestría cósmica», la configuración cónica del Uno y los Muchos, o una «burocracia» inmanente estructurada, están notablemente ausentes en varias sociedades de las tierras bajas de la Amazonía. Él argumenta que muchos pueblos de la Amazonía habitan mundos de inmanencia, ciertamente, pero que estos no se caracterizan por una jerarquía sino por una heterarquía. Aquí no hay una jerarquía cósmica totalizadora, en la cima de la cual haya un ser o soberano metafísico que lo abarque todo, ningún «motor principal». En lugar de eso, cuando Sahlins se pregunta si «existe algún otro tipo de animismo, digamos, uno que consista en personas no humanas sin dueño», Fausto afirma que sí existe. Él sostiene que en la Amazonía «una cosmopolítica organizada como un Estado sería una excepción, siendo la norma la multiplicación y dispersión de relaciones de dominio con un débil grado de unificación». En otras palabras, «el modelo piramidal está ausente». Las relaciones entre las innumerables entidades inua son complementarias y opuestas, un equilibrio cambiante entre poderes. El universo está poblado, «con numerosas asimetrías» que nunca se unifican en una única «topología cósmica» jerárquica. Este es un cosmos inmanente, metapersonal, en el que las relaciones cambian constantemente a lo largo de numerosos ejes, sin que ningún eje alcance jamás una dominancia o poder fundamentales. El otro tipo de animismo, además de uno extensamente jerárquico, argumenta Fausto, es aquel compuesto por «demasiados dueños» (2012: su énfasis), es decir, demasiados para que uno solo los abarque fija e indefinidamente.
La ausencia de una jerarquía totalizadora o un motor principal es obviamente, en primer lugar, una cuestión empírica y etnográfica. En un brillante artículo escrito con Luiz Costa, Fausto sostiene que la idea de maestría (NT: o de dueños) es más apropiada para comprender una variedad de arreglos sociocósmicos amazónicos, algunos de los cuales carecen notablemente de jerarquías totalizadoras. Así, el animismo de estos pueblos inmanentes se describe mejor como involucrando las «relaciones asimétricas de maestría (NT: ser dueño de) que pueden (pero no necesariamente) estar asociadas con formas sociales jerárquicas» (Costa y Fausto 2019: 217). La «norma», como él lo expresa en sus comentarios en este simposio, es una «multiplicación y dispersión de relaciones de maestría con un débil grado de unificación». A diferencia de Clastres, compañero antiguo de Sahlins en la ciencia, las formas sociocósmicas amazónicas no representan un «contra el Estado» imaginario, sino un concurso dinámico de seres metapersonales cuyas relaciones implican asimetrías cambiantes e invertidas que nunca se solidifican en un orden jerárquico.
Las contribuciones de Fausto aquí y en otros lugares sobre este tema son impresionantes y plantean un desafío empírico sustancial a la idea de una cosmopoliteia inmanente como una jerarquía total abarcadora. Incluso en su modelo dispersivo, multiplicativo, relacional y no totalizador de propiedad y maestría, la relación asimétrica entre un maestro/dueño y sus «mascotas» parece configurar una relación incorporativa de contenedor y contenido, que es una relación jerárquica, como Fausto reconoce. Si no se sitúa en una estructura piramidal totalizadora, esta relación de asimetría o contención se puede argumentar que prefigura, quizás prototípicamente, el liderazgo y, en última instancia, la realeza. En resumen, la heterarquía y la jerarquía dispersivas apenas son mutuamente excluyentes. Sin llegar tan lejos como para invocar una dialéctica hegeliana del reconocimiento, el concepto de maestría parece contener de hecho algún «protoplasma» o germen nocional, una potencialidad humana básica para las futuras relaciones de maestría de la realeza, un toque de soberanía. Esta está lejos de ser una cuestión resuelta, pero Fausto plantea útiles cualificaciones y advertencias importantes al argumento de Sahlins en el contexto de las culturas de inmanencia de las tierras bajas amazónicas.
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Al urgirnos a «tomar en serio» la cosmología del universo encantado, Sahlins no nos pide que nos volvamos nativos, por decirlo así, o que encontremos un camino hacia lo que equivale a una verdadera creencia. No está buscando reconstruir la fenomenología de las culturas animistas, ni sugerir «cómo es realmente» habitar un universo inmanente, o experimentarlo como alguien nacido en él podría hacerlo, o (de alguna manera) creer en lo increíble (para nosotros). Más bien, aboga por una antropología ilustrada y auto-reflexiva que desafíe continuamente sus propias categorías y métodos al tomar en serio otras culturas, y en particular que revalúe el modelo occidental nativo de una sociedad como una tarta de capas, con las actividades económicas como su base y las creencias espirituales como su superestructura, como si eso fuera aplicable universalmente a la sociedad humana. El modelo es inadecuado para «la mayoría de la humanidad», la mayoría de las sociedades en las que lo que cuenta como «religión» no es superestructura sino infraestructura, donde las instituciones sociales humanas y las actividades productivas están organizadas en torno a las relaciones de las personas con los seres metapersonales, los espíritus, los fantasmas, los ancestros, los dioses y otros seres no humanos que tienen para ellos una realidad inequívoca.
La osadía de la frase «la mayoría de la humanidad» califica su nueva ciencia de maneras significativas. Por un lado, se refiere al hecho de que el mayor número de sociedades, a lo largo de la larga historia humana, ha existido dentro de regímenes de inmanentismo. Además, le permite hacer su apuesta Leachiana, arriesgarse, sobre la base de sociedades tan diversas y distantes como Mesopotamia y los inuit, a un conjunto de generalizaciones sobre la cultura, si no sobre el funcionamiento de la mente. Hablar de «la mayoría de la humanidad» le permite perder la apuesta ocasional y ganar la apuesta final. A Sahlins le encantaba el hipódromo, donde en un buen día ganaba incluso cuando muchas de sus apuestas no daban frutos.»
Las imágenes son obras del colectivo artístico indígena MAHKU (Movimento dos Artistas Huni Kuin), de Acre, en la amazonia brasilera. Formaron parte de la muestra “Mahku: mirações” realizada en el Museo de Arte de São Paulo en 2023. El movimiento surge por iniciativa del líder indígena Ibá y de sus hijos Acelino, Bane y Maná.
» Muchas de las obras de MAHKU son traducciones visuales de los cantos huni meka, conocimiento tradicional que acompaña a los rituales de nixi pae con la bebida de ayahuasca, una especie de té con potencial alucinógeno preparado con plantas amazónicas y utilizado desde hace siglos por diversos pueblos en América del Sur.
Las experiencias visuales provocadas por la bebida, llamadas «mirações», título de la exposición, son la materia prima principal para los trabajos de los integrantes del MAHKU. Las pinturas y dibujos también representan narrativas míticas e historias ancestrales sobre el origen del mundo y la división entre las especies, elementos fundamentales para la vida del pueblo Huni Kuin, la expresión de su humanidad y su relación con otros animales, plantas y sus espíritus.» (texto de la web del MASP)
Referencias citadas
Becker, Ernest. 1973. The denial of death. New York: Free Press.
Costa, Luiz, and Carlos Fausto. 2019. “The enemy, the unwilling guest and the jaguar: An Amazonian story.” L’Homme 231–232: 195–226.
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