La niña que cura y la muñeca de la juguetería por Jorge Accame (publicado originalmente en la revista Viva del diario Clarín)
Límites
¿Qué nos lleva a cruzar los limites?. ¿La necesidad, la desesperación? ¿O acaso la pasión que late en nuestra sangre por explorar o desafiar?
Estos relatos tienen su origen en episodios verídicos o, al menos, en sucesos que han sido vividos como ciertos por quienes me los refirieron.
Oráculo
-Quiero dar una vuelta. Estoy cansada.
En medio del patio la niña mira a la gente: la señora rica con su hija que babea y sonrie todo el tiempo; el carnicero que quedó en coma por un balazo después de un asalto, acostado en una camilla sobre la cual lo traslada su hermano; dos hermanas siamesas, de hermosura dolorosa, unidas por el pecho. La fila de enfermos continúa en el pasillo y sale a la calle. La niña podría dirigirse a cualquiera. Pero Ernesto sabe que el mensaje es para él. Es el único taxista en el grupo que espera ser atendido por la Judith. Se inclina sobre su hijo y en voz baja le informa que vuelve en un rato. El muchacho no reacciona, ausente y exhausto.
-Vamos- dice el hombre a la Judith.
Van hacia el auto, sorteando a personas que miran a la niña con preocupación y le preguntan si va a regresar pronto. Ernesto la acompaña con la mano extendida sobre su espalda, pero sin tocarla, o tocándola apenas cuando ella demora el paso. Abre la puerta del auto y la niña entra.
-Ponete el cinturón de seguridad.
-¿Para qué? No va a pasar nada.
Ernesto da la vuelta, ocupa el asiento del conductor y arranca.
-¿Dónde vamos?
-Donde sea.
Ernesto toma hacia Cuyaya.
-Mejor a Cuyaya, no -dice ella-. A Moreno. Después, la ruta y vamos a… Yala.
Ernesto asiente.
Andan un rato en silencio.
Talleres mecánicos, despensas, quioscos, monoblocks.
-En Moreno, atrás -dice Ernesto-, hay un chiquito que también cura.
La niña frunce los labios.
-Ese no cura ni un resfrío. Estoy harta de curar a los que él no cura.
Silencio, baldíos, poca gente.
-¿Como va mi hijo?
-Tu hijo va a estar bien -dice ella.
-¿Has visto como tiembla?
-Alguien lo asustó feo. Tu hijo volvía de noche con dos amigos.
Silencio.
-¿Qué pasó?
-No veo más. Estacionate aca.
Ernesto obedece. Es un descampado. Yuyos altos, gomas tiradas, mas allá algunas personas juegan al fútbol.
Ella ríe.
-Tienen arcos de fierro y todo, ¿no?
Ernesto ríe también.
-¿Qué pasó con mi hijo?
-Si no veo, no veo. ¿Para qué tenés un revolver abajo del asiento?
-Para defensa. Barrios jodidos.
De pronto la Judith lo mira divertida.
-¿Y si vamos a ver a la virgen?
Ernesto levanta las cejas.
-Vamos -dice. Arranca y dobla en la siguiente calle.
La multitud está reunida mirando una de las paredes del hospital. Algunos se agarran la cabeza con las manos o se tapan la boca. Senalan con vehemencia y dan gritos de admiracion.
La Judith toma a Ernesto de la mano y lo conduce entre la gente.
-Alzame -dice.
Ernesto la levanta y la pone sobre sus hombros. Al aferrarla por el cuerpo, siente sus costillas y su torso escuálido.
La niña se inclina hacia abajo y tironea la camisa de un hombre.
-¿Donde está la virgen?
El hombre con lágrimas en los ojos indica la parte más alta de la pared.
-Es esa mancha de humedad.
La niña observa detenidamente.
-¿Esa que parece un pato?
El hombre reflexiona.
-Sí, esa.
-¿Cómo saben que es la virgen?
-Por las tetas. Los pechos… ¿no ves?
-El cura de la parroquia vino esta mañana y dijo que era la aparición mas…
-Mas legítima – añade una mujer, con un niño en brazos.
-La aparición mas legitima que él había visto en su vida -completa el hombre.
-Bajame -dice la niña a Ernesto.
Ernesto la deja en el suelo.
-Vamos, nomas.
Se alejan de la gente. A unos veinte metros, la Judith se detiene y se vuelve para contemplar a la gente.
-No sé si creo en Dios —dice.
Ernesto se inquieta.
-¿No creés en Dios?
-No estoy segura —dice la niña sin quitar la vista de la multitud.
-Y quién te da el poder para curar?
-Por qué tienen que ser Dios, a ver?
-Judith… Estas cansada.
La niña lo mira y le clava sus ojos negros, grandes y enojados.
-Veo a tu hijo volviendo una noche. Viene con dos amigos. Pero hay otros escondidos en la esquina esperándolos. Uno de ellos tiene una punta y la clava en un cuerpo. Muere alguien. Tu hijo no quiere decirte nada para no afligirte.
Ernesto se toma la cabeza. Con angustia, se tira del pelo.
-Así murió un vecino, hace dos meses. Lo mataron en la calle. ¿Mi hijo estaba con él?
La niña vuelve a contemplar el gentío.
-¿Mi hijo estaba con él?
-¿Qué? Mejor vamos. Ya es tarde.
Ernesto la encamina hacia el auto, porque ella se ha desorientado y no sabe adónde dirigirse. La trata como si fuera algo demasiado frágil, atento a cualquier cosa que pueda rasgarla.
Suben al taxi, pero Ernesto no arranca en seguida.
-¿Viste como hace mi hijo, que se desmaya y se cae y tiembla…?
El hombre empieza a llorar.
La niña le palmea la espalda.
-Yo lo voy a curar. No te preocupes.
Ernesto se calma. Chasquea la lengua, avergonzado por su debilidad, y arranca.
Andan sin rumbo. Al rato, derivan en una calle del centro.
Ernesto seca con la mano las lágrimas de su cara.
-Me canso cuando curo y cuando tengo visiones -dice la Judith-. Estacionate aca.
Ernesto se acerca a la vereda y detiene el motor del auto. Están frente a una juguetería.
Ha oscurecido y la vidriera tiene las luces encendidas. De pronto la Judith se vuelve hacia él:
-¿Comprame una muñeca?
Publicado originalmente en la revista Viva de Clarín el 21 de julio de 2013.
Jorge Accame nació en Buenos Aires en 1956. Es docente y dramaturgo. Vive desde 1980 en Jujuy, donde enseña en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Entre otros libros, escribió la obra teatral Venecia y la novela Forastero (2008), con la que obtuvo el premio La Nación- Sudamericana. Incursionó además en diversos géneros: poemas, piezas para chicos y cuentos forman parte de su prolífica producción literaria. Su último libro es Gentiles criaturas (Norma 2010).
Deja una respuesta