por Marta Topel (Universidade de São Paulo)
Comer es una actividad cotidiana; no podemos sobrevivir sin alimentarnos. Sin embargo, comer es mucho más que una cuestión de supervivencia: no logramos celebrar eventos extraordinarios sin incluir la comida, ya sea como parte protagónica de determinadas celebraciones o como elemento coadyuvante en otras. La matzá es un requisito en la celebración de la Pascua judía, así como otros alimentos (el charoset, el huevo cocido y las hierbas amargas), símbolos de diferentes valores y momentos del pueblo judío en su camino hacia la libertad. El Shabat no es Shabat sin las tres comidas prescritas, conocidas como shalosh seudot Shabat; no son un agregado al Shabat, sino partes constitutivas de él. Janucá, la fiesta de las luces, no sería Janucá sin la preparación de alimentos fritos en aceite, y Rosh Ha’Shaná, o el Año Nuevo judío, no podría celebrarse sin el consumo de miel, pasteles y dulces preparados con miel.
En diversos grupos étnicos y religiosos, ciertas comidas se preservan con celo para celebraciones religiosas, mientras que otras son consideradas tabú y no pueden ser consumidas por el grupo o algunos de sus miembros. Las prohibiciones y prescripciones sobre alimentos son comunes a todas las culturas.
En la sociedad moderna y secular también existe un orden en relación con la comida: comemos alimentos específicos en horarios determinados, evitamos aquellos que nos causan repulsión, mostramos un interés especial por alimentos o comidas consideradas delicatessen e intentamos mantener una dieta saludable. En las últimas dos décadas, se han creado dietas de lo más diversas para ayudarnos a perder peso, ser más ágiles, recuperar costumbres antiguas, colaborar con la sostenibilidad del planeta y comprender que los animales y nosotros —es decir, los animales no humanos y los humanos— tenemos el mismo estatus moral, lo que debería impulsarnos hacia una dieta vegana. No menos importante es el hecho de que la comida involucra aspectos morales, económicos y sociales.
Por otro lado, y como señala Mintz (2001, p. 31), los hábitos o comportamientos relativos a la comida están relacionados con el sentido de nosotros mismos y, en consecuencia, influyen en nuestra identidad social. La actitud que tenemos hacia la comida se aprende durante la infancia y, generalmente, es inculcada por adultos con autoridad, lo que confiere a nuestros hábitos alimentarios un carácter afectivo y potencialmente duradero. Otra cuestión destacada por Mintz (2001, p. 34) es que los alimentos están asociados a grupos nacionales, un fenómeno que inevitablemente desemboca en la dimensión identitaria de la comida. Por otro lado, en un mundo globalizado, en el que la circulación de alimentos es cada vez mayor y más diversa, nuestras actitudes hacia nuestros alimentos y los de otros pueblos se caracterizan por ser a la vez conservadoras y flexibles. Más precisamente, no renunciamos a “nuestra” comida, pero somos experimentadores curiosos de los alimentos de otras culturas. En otra dimensión, vale recordar que es a través de la memoria que los platos y recetas se transmiten de generación en generación (Woortman, 2016), y cuando las personas se alejan de sus raíces, no es raro que surjan grupos que aspiran a recrear las recetas originales de determinada comunidad o región, en un movimiento en busca de autenticidad.
La comida ha recibido gran atención en las etnografías clásicas, sirviendo como un instrumento para comprender diferentes valores de las sociedades estudiadas. Así, la comida puede señalar lo que es sagrado y lo que es tabú; cómo se expresan las relaciones de desigualdad; y puede usarse como un indicador del tipo de organización social del grupo (cazadores-recolectores, nómadas, agricultores, pescadores, etc.). En los últimos años, ciertos alimentos —o algunos alimentos— han sido reconocidos como patrimonio cultural inmaterial por la UNESCO, entendido como un conjunto de actividades heredadas, transmitidas de generación en generación; como algo colectivo que es reivindicado por una comunidad o, eventualmente, un Estado. El patrimonio debe tener una carga social, simbólica y afectiva (Parpet, 2016).
La transmisión de generación en generación de ciertos valores y costumbres, y no solo de determinados tipos de alimentos, quizás deba ser relativizada en un contexto y una época en los que han surgido numerosos movimientos de reetnización que buscan las raíces de un pasado que pretenden rescatar, revelando, de este modo, que existe un hiato entre las diferentes generaciones. En el caso del judaísmo, dos fenómenos merecen destacarse. El primero es que la comida judía, entendida aquí como la comida preparada según la Ley Judía, es decir, siguiendo al pie de la letra los preceptos y costumbres de la Halajá (conjunto de reglas y prescripciones religioso-jurídicas que se basan en la Torá, la Biblia hebrea, y en las legislaciones rabínicas), no se refiere a un tipo de sabor, forma o estética, resultado de generaciones que residían en un hábitat específico que, por sus características, tuvo una influencia importante en el tipo de alimentos desarrollados por sus habitantes. Las influencias de los diferentes hábitats en los que vivieron los judíos y sus vecinos son claras y se reflejan en las comidas típicas de las subunidades étnicas judías, como la comida de los judíos asquenazíes alemanes y la de los judíos asquenazíes de Polonia, o de las comunidades marroquí, iraquí o siria. Nada de lo característico de las comidas de cada una de estas comunidades resultaría familiar para los judíos que no pertenecen a ellas, sin mencionar los casos de extrañeza ante lo que otras subunidades étnicas judías presentan como alimentos judíos. Así, sería imposible patrimonializar “la comida judía”. Dicho esto, es importante destacar que una comida judía tiene mucho menos que ver con el aspecto folclórico de los alimentos étnicos que con las estrictas reglas religiosas para su preparación. Dicho de otro modo, un alimento kasher es aquel que se prepara considerando las prohibiciones y prescripciones contenidas en la Halajá y otros códigos judíos, de manera que los añadidos relacionados con sabores, formas y estética son meros comentarios.
Otro aspecto que considero importante destacar es el hecho de que la tradición, «evaporada», si se me permite la expresión, por décadas de desconexión o distanciamiento entre los mayores y los jóvenes, está siendo rescatada por diferentes tipos de mediadores cuyos esfuerzos se centran en la preservación de una tradición específica, ya sea la comida típica, la danza o la vestimenta de grupos específicos. En lo que respecta a la comida, los libros de recetas “étnicas” constituyen un claro ejemplo de cómo funciona el rescate de una herencia gastronómica.
En el caso de los judíos ortodoxos, los libros de recetas kasher, además de intentar recuperar una tradición —o una supuesta tradición gastronómica—, desempeñan otra función. Basándose en las ideas de Barbara Kirshenblatt Gimblett, Stolow (2006, p. 16) afirma:
“A través de recetas, comentarios, prefacios, ilustraciones —y, cuando existen, fotografías—, los libros de recetas reproducen lo ‘tradicional’ y, al mismo tiempo, amplían el repertorio de la comida legítimamente ‘judía’ hacia nuevos ámbitos, mediante la incorporación de nuevas tecnologías y técnicas, ingredientes, estilos y principios dietéticos, inspirando tanto a principiantes como a cocineros experimentados a explorar sus repertorios. En estos términos, los libros de recetas también registran cambios en las relaciones entre el autor y el lector, donde ni la fe ni el conocimiento adquirido localmente proporcionan una base suficiente para el éxito de la (re)producción de comida judía”.
Las afirmaciones de Stolow reflejan otra área en la que las tradiciones de las diversas comunidades judías han sido reemplazadas por un movimiento de estandarización, vigente desde hace algunas décadas o, quizás, más de un siglo. La sustitución de los libros de costumbres (sifrei minhag) de las comunidades medievales por textos que siguen estrictamente el Daat Torá (“Conocimiento de la Torá” -expresión utilizada por los judíos ortodoxos para referirse a la erudición de los Grandes Rabinos, considerada, básicamente, “infalible”) es un ejemplo emblemático de este patrón. Y como hemos visto, la autoridad del Daat Torá es incuestionable, además de representar la versión más rígida en el cumplimiento de los preceptos.
Tal vez Soloveitchik (1997) fue el primero en describir esta tendencia hacia la estandarización en términos de un cambio social más amplio: del modo mimético a los modos textuales de pedagogía. En este sentido, el conocimiento y las prácticas adquiridas de padres, amigos y vecinos fueron codificados y estandarizados en la impresión de libros, al tiempo que pasaron por un proceso de abstracción textual y una demanda creciente de precisión y rigidez en la interpretación de la ley rabínica. Las estrictas conductas observadas en las comunidades de judíos ortodoxos están, por tanto, ligadas a la experiencia cada vez más prevalente de concebir y practicar el judaísmo “a través del libro”. Finalmente: “cuando el punto medio es percibido como una concesión injusta, el extremo puede parecer razonable” (Soloveitchik, 1994, p. 72).
En otra dimensión, no podemos olvidar que la comida es uno de los medios más importantes que unen al individuo con el cuerpo social, situándose de manera inestable entre la sostenibilidad y la contaminación, el deseo y el tabú, y estando gobernada por complejas normas de gusto, comensalidad y etiqueta (Stolow, 2006, p. 15). Comer es mucho más que un acto de alimentarse o, dicho de otra manera, la comida lleva consigo múltiples significados y funciones asociadas.
En el judaísmo, comer es considerado una actividad intencional, en la medida en que todo alimento ingerido (líquido o sólido) tiene su respectiva bendición, y se recitan oraciones antes y después de las comidas. Es importante destacar que las oraciones que preceden al consumo de alimentos y líquidos terminan con: “ve´kidshanu be´mitzvotav” («y nos santificó por medio de sus preceptos»). Estas oraciones promueven un sistema de reconocimiento de la acción divina en la creación y producción de alimentos. Kramer (2009, p. 75) explica que al instituir oraciones para cada alimento, la tradición judía saca el acto de comer de la esfera mundana y lo transforma en un acto en el que Dios y sus designios están presentes. Las oraciones convierten el acto de alimentarse en un acto sagrado. Paralelamente, el hecho de que las oraciones se reciten en tiempo presente implica invocar a Dios como el creador continuo del alimento que se va a consumir. Dado que no hay en las oraciones referencias a tiempos pasados, en los que Dios creó los ciclos naturales, la referencia es a un Dios que crea continuamente los alimentos. La idea subyacente es que Dios es el dueño del universo y, por esa razón, exige de los seres humanos el reconocimiento de la fuente y el dueño de la creación antes de disfrutar de ella. Finalmente, existe el aspecto de distinción, que se expresa en el hecho de que el judío que observa el ritual y recita las oraciones requeridas antes de comer estará constantemente consciente de la presencia activa de Dios en su vida, distinguiéndose así de su vecino gentil, aparentemente menos sensible (Kramer, 2009, p. 76-77).
El rabino Daniel Sperber (2019, p. 56) de algún modo corrobora estas características de la comida en el judaísmo al afirmar:
“La complejidad de la vida, la fusión de la materia física y la energía espiritual que se expresa en la comida, es una maravilla digna de admiración. A medida que llegamos a apreciar este don, abrimos nuestros ojos a la posibilidad de comer en la presencia de Dios. Como un sacrificio en el altar, nuestro consumo de alimentos es un momento sagrado”.
Antes de reflexionar más profundamente sobre el(los) significado(s) de santidad y pureza inherentes a la tradición judía expresadas en las leyes de la kashrut (conjunto de leyes dietéticas judías que rigen cómo preparar, almacenar y consumir alimentos, así como cómo sacrificar animales para el consumo), es necesario responder a algunas de las interrogantes planteadas por esta investigación.
Los tropiezos de la tecnología y los pecados de la carne
Parte de esta investigación se dedicó a comprender una disonancia que me pareció sumamente reveladora: la rigidez en la búsqueda de insectos (que son contaminantes) frente a la leniencia en cuanto al consumo de carne dudosa en cuanto a su estatus kasher. Porque si existe cierta condescendencia en la verificación de la carne kasher, temas supuestamente menos importantes desde el punto de vista de la Halajá han sido objeto de severas prohibiciones, advertencias y amonestaciones públicas. Ejemplos de esto son el cumplimiento ideal de las mangas y escotes de los vestidos que usan las mujeres ortodoxas, la prohibición de que los ortodoxos frecuenten ciertos espacios públicos o la prohibición de beber agua mineral sin el sello “kasher para Pésaj” durante la Pascua judía. Es fundamental señalar que cientos de prescripciones y prohibiciones adicionales se difunden intensamente para evitar que lagunas o puntos ciegos en la enunciación de las reglas lleven a los individuos a transgredir una ley o una costumbre. Vimos en detalle cómo, en la actualidad, funciona la Halajá en relación con la Pascua judía y algunos de los requisitos necesarios para tener una cocina kasher. No es casualidad que el rabino Assa Keisar se pregunte: «¿por qué está prohibido consumir jametz (alimentos preparados con levadura) en la Pascua judía, mientras se permite el consumo de carne y derivados que llegan a nuestras mesas tras haberse constatado graves violaciones al principio del tzaar baalei chaim?» (principio bíblico que prohíbe ocasionar sufrimiento a los animales )(Keisar, 2017/8, p. 18).
De esta observación, que parece acercarse a un enigma, pueden derivarse dos fenómenos. El primero: la mayoría de los Grandes Rabinos conoce la situación de las granjas y los mataderos de los que proviene carne treif (no kasher) certificada como kasher, o carne cuya kashrut es puesta en duda por matarifes y supervisores, pero por diversas razones han decidido no compartir esta información con sus seguidores ni imponer sanciones a los mataderos. Un obstáculo insuperable sería un enfrentamiento con la industria cárnica, cuyo poder económico no deja espacio para dudas. El segundo fenómeno sería la amplia y exhaustiva divulgación de lo que sucede en la industria cárnica, revelando que la cría y el sacrificio industrial de animales violan no solo el principio del tzaar baalei chaim, sino también cuestiones eminentemente técnicas presentes en la Ley Judía. En el último caso, prohibir el consumo de carne que, aunque tenga un sello kasher, no es adecuada para los judíos observantes podría desencadenar reacciones adversas en el público ortodoxo, difíciles de controlar por los rabinos.
Incluso es posible imaginar la desobediencia de sectores de la población ortodoxa que no estén dispuestos a renunciar a la carne en su dieta, ya que, como se ha analizado, el consumo de carne, no solo en las festividades del calendario judío y en el Shabat, sino también en la vida cotidiana, es una costumbre muy arraigada en las comunidades ortodoxas actuales, y en la sociedad occidental en general.
La posibilidad de que segmentos significativos dentro de la población ortodoxa desobedezcan las leyes estipuladas por los rabinos no sería un fenómeno nuevo. Además, esta realidad se asemejaría a muchas otras en las que el liderazgo religioso es cuestionado desde las bases. La reticencia y negativa de un número significativo de mujeres ortodoxas israelíes a dejar de usar peluca tras repetidas amonestaciones públicas de Grandes Rabinos, como el Gran Rabino Ovadia Yosef, es un ejemplo de que no siempre la autoridad rabínica logra imponerse.
En su erudito y provocador libro, The Shabbes Goy, Katz explica las diversas dinámicas observadas a lo largo de la historia en la creación de una mitzvá (precepto), haciendo hincapié en la influencia del contexto social, económico, político y cultural. Ante nuevas condiciones de vida, las decisiones halájicas encontradas en el Talmud pueden dejar de ser relevantes como precedentes. En este caso, las soluciones pueden surgir de dos fuentes: del enfoque popular espontáneo o de la autoridad rabínica. A su vez, existe la posibilidad de que una costumbre se haya arraigado en la comunidad antes de ser presentada a las autoridades halájicas. En ese caso, explica Katz (1992, p. 19), las autoridades deben enfrentarse a varios dilemas.
En el caso que nos ocupa, un problema nada despreciable es cómo los rabinos y la población ortodoxa afrontarían el hecho de haber transgredido las leyes relativas a la kashrut durante años, es decir, en el pasado. ¿Y cómo reaccionarían los individuos al sentirse traicionados por rabinos, supervisores y matarifes rituales que, conociendo la situación, no los alertaron sobre los peligros del consumo de carne? Una pista puede encontrarse en el relato de Grandin (1980, p. 383) sobre la reacción de un grupo de mujeres ortodoxas estadounidenses al descubrir que un matadero kasher de reses empleaba el sistema de encadenar y alzar a los animales:
“La mayoría de los judíos ortodoxos en los Estados Unidos nunca ha presenciado el sacrificio de animales. Esto es especialmente cierto para la generación más joven […] Si los consumidores judíos fueran informados sobre cómo su ritual sagrado fue corrompido en algunas plantas [de producción de carne], exigirían su interrupción [del proceso]. Un gran matadero kasher dejó de encadenar y alzar e instaló dos corrales de contención de la ASPCA porque amas de casa hicieron piquetes en los supermercados [cuyos propietarios eran dueños de la fábrica].”
Otra pista, tal vez un poco fantasiosa pero no por ello menos inspiradora, aparece en el cuento “Sangre” del libro Breve viernes de Isaac Bashevis Singer ([1963]1978). En el cuento, al enterarse de que la carne vendida por la granja de Risha (la propietaria de la granja) y Reuben (el matarife ritual) era carne treif, los judíos del pueblo se llenaron de ira y deseos de venganza, buscaron a los criadores de ganado con la intención de matarlos:
[Las mujeres, por su parte,] corrieron a las calles, golpeando sus cabezas con los puños, llorando y maldiciéndose a sí mismas. Según parecía, la población había estado consumiendo carne impura durante años. Las amas de casa sanas llevaron su vajilla al mercado y la hicieron pedazos. Mujeres enfermas y embarazadas se desmayaron. Los hombres devotos rasgaron sus ropas, cubrieron sus cabezas con cenizas y se sentaron a hacer duelo. Una turba corrió a las carnicerías para castigar a los que vendían carne suministrada por Risha.
La búsqueda de insectos mediante lupas, luces especiales y negatoscopios muestra que la tecnología ha ingresado en las comunidades ortodoxas como un complicador, no como un facilitador de la vida. O que la tecnología ha abierto caminos para seguir la Ley Judía de manera más estricta que en el pasado. En el ámbito de la producción de carne y sus derivados, la tecnología ha chocado frontalmente con la Halajá, debido a la rapidez de sus tiempos y su objetivo de maximizar resultados. Encadenar y alzar animales para el sacrificio kasher representa un choque entre un ritual antiguo —que buscaba reducir el sufrimiento de los animales— y la frialdad y necesidad de eficiencia características de la tecnología moderna.
En resumen, la tecnología, a pesar de ser prácticamente la única dimensión de la modernidad aceptada por los judíos observantes, ha sido incorporada de manera oscilante, marcada por conflictos y contradicciones. Se podría afirmar que la tecnología ha ingresado en el universo ortodoxo porque, en la contemporaneidad, no existe otra posibilidad; un ejemplo de la imposibilidad de controlar la entrada de la tecnología en las familias judías ortodoxas son los alimentos industrializados, el transporte público, los cajeros automáticos y la intrusiva y amenazadora Internet. Estas innovaciones, que en la sociedad secular buscaron facilitar la vida cotidiana, en las comunidades ortodoxas han tenido el efecto contrario, creando situaciones nuevas que, a los ojos de las élites ortodoxas, han sido interpretadas como amenazas. En relación con la kashrut, como se ha discutido a lo largo de estas páginas, la incorporación de la tecnología ha provocado nuevos problemas en la certificación de alimentos y ha traído consigo la aparición e institucionalización de nuevos profesionales: los expertos en kashrut. Ambos fenómenos permiten pensar en la siguiente ecuación: cuanto más tecnología, más problemas y complicaciones. Lo sorprendente, sin embargo, es que la tecnología se utilice para cuestiones ajenas a ella. Los insectos han existido siempre, pero ahora se emplea la tecnología para verificar si los alimentos están infestados o libres de insectos. En este caso, la complicación es una elección, y esa elección desemboca en la chumrá (opción por la forma mas rígida de cumplir los preceptos, de modo que excede los requisitos básicos de la Halajá).
En otro orden, creo que una de las cuestiones más interesantes —y sorprendentes— respecto al principio del tzaar baalei chaim (principio bíblico que prohíbe ocasionar sufrimento a los animales) en nuestros días es que revela una visión del mundo de los legisladores judíos excepcionalmente progresista, tanto si se compara con pensadores y filósofos no judíos contemporáneos como si se compara con filósofos y científicos sociales actuales. Se trata de concebir la senciencia (1) —aunque, obviamente, este término no aparece en las fuentes judías— como un parámetro para regir la conducta de los humanos hacia los animales. Los ejemplos son numerosos.
Así, legisladores medievales como Maimónides advierten que las personas no deben amontonarse con sus respectivas gallinas cuando las llevan al matarife ritual, porque la gallina que ve a otra ser sacrificada sufrirá indebidamente. Un shochet (matarife que lleva a cabo la matanza ritual de animales y supervisa la preparación de la carne kasher) brasileño afirmó que este principio es respetado por una de las agencias certificadoras locales. Literalmente: “Las gallinas de la empresa Mehadrin se sacrifican de dos en dos, en un lugar aparte. Las demás no ven, están metidas en un saco de tal modo que no ven al shochet con el cuchillo ni ven a las gallinas que ya han muerto”.
Recordemos la prohibición de separar al becerro de la madre antes del séptimo día después del parto. Maimónides (1138-1204), el célebre exegeta y filósofo, explica de la siguiente manera por qué la práctica debe ser abolida:
“No hay diferencia entre el dolor humano y el dolor del resto de los seres vivos, ya que el amor de una madre por su hijo y su añoranza por él no dependen del razonamiento, sino de la actividad de los registros mentales (koach medamé), registros que se encuentran en la mayoría de los seres vivos, al igual que en los humanos”.
De manera similar, otro legislador importante, Najmánides (1194-1270) afirma:
“No hay diferencia entre la preocupación humana y la preocupación de los animales, porque el amor de la madre y su ternura hacia los hijos de su vientre no son el resultado del razonamiento o del habla, sino que son producidos por la capacidad de crear imágenes mentales que existe en los animales, al igual que está presente en el hombre”.
La polémica entre ambos exegetas se centra únicamente en la taam ha’mitzvá (la razón de ser del precepto) y no en la capacidad de sufrimiento de los animales: mientras que Maimónides sostiene que la razón de la mitzvá es no causar sufrimiento al animal, Najmánides considera que el propósito del precepto es guiar al hombre por el camino correcto y extirpar la crueldad existente en él.
Filósofos utilitaristas contemporáneos, como Peter Singer (2010), sugieren que no es moralmente justificable excluir a los no humanos o a las no personas de las consideraciones morales, ya que tales sujetos, claramente, tienen la capacidad de sufrir. Cualquier ser que demuestre interés en no sufrir merece que ese interés sea considerado, y un no humano que actúa para evitar el sufrimiento manifiesta precisamente ese interés. Singer se basó, en gran medida, en el libro de Jeremy Bentham: An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, en el cual el filósofo rechaza la visión ampliamente arraigada en el pensamiento occidental de que los seres humanos pueden tratar a los animales como cosas sin ninguna obligación moral hacia ellos, debido a que los animales no son seres racionales y no tienen la capacidad de comunicarse a través del lenguaje.
Las últimas dos décadas han sido prolíficas en investigaciones sobre el estatus moral y jurídico de los animales (Singer, 2010; Regan, 2004; Francione, 2013), y la tendencia es considerar al especismo como un paradigma obsoleto, lleno de errores éticos y epistemológicos. Tomando en cuenta esta realidad frente a las posturas de los legisladores judíos medievales, no hay lugar para dudas: ellos se adelantaron siglos en cuanto a concebir la sensibilidad como un parámetro para una relación menos cruel con los animales no humanos, destacando la similitud existente entre el sufrimiento de los seres humanos y el de los animales.
Este texto es un trecho del capítulo 6 del libro «O sagrado e o Impuro no Judaísmo. Lei, comida e identidade» (Telha Editora, 2022)
(1) La senciencia es un concepto filosófico que se refiere a la capacidad de sentir, experimentar o ser afectado positiva o negativamente. Es la capacidad de recibir y responder a un estímulo de forma consciente, experimentándolo desde adentro. La senciencia es un término clave en la filosofía de la ética animal y ambiental. El sencientismo, o senciocêntrismo, es una posición filosófica que considera la senciencia como un criterio de valor intrínseco o de considerabilidad moral de la vida animal y humana
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