Por Ezequiel Casanovas (periodista). Fotos de Pablo González. Publicado originalmente en Revista Ajo.
Parado en el oratorio de la Mezquita de Mar del Plata, escucho uno de los versos del canto en árabe para llamar a la oración, una música que viene de siglos y, a su vez, me resulta familiar: La i la jai la laa.
Cuando era chico, todos los viernes a la noche mi mamá se juntaba con otras diez personas en el living de casa a meditar: se sentaban sobre almohadones, los codos apoyados en las piernas cruzadas, las manos hacia arriba, respiraban profundo, llevaban el aire al estómago y lo soltaban despacio. Al rato, empezaban a decir palabras inentendibles, al principio recitadas pero las repetían tantas veces que parecían una canción.
Con mi hermana, agarrábamos un vaso de vidrio cada uno, poníamos la boca en la puerta que daba al living, el culo en la oreja para tratar de escuchar y una de las pocas frases que adivinamos decía La i la jai lallaa. En el barrio, algunos comentaban que eran una secta pero a nosotros nos gustaba que se reunieran en casa. Cuando terminaban charlábamos, comíamos empanadas, pizza y nos acostábamos tarde.
Las veces que le pregunté a mi mamá, ya de más grande, qué era aquello, me decía que todos debíamos buscar un camino espiritual. A mí todavía la fe no me interesaba. Ella murió y ya no pude preguntarle más.
Veinticinco años después, entiendo que Laa`ilaa-ha`il-lal-laa, como se escribe en árabe, significa: “No hay nadie digno de adoración excepto Allah”. Vine a la Mezquita a encontrar una historia para contar pero, ahora, creo que quizás sea el primer paso de aquel camino; sobre todo cuando antes de irme arreglo con Shamal, que acaba de cantar el llamado a la oración, para volver en unos días y empezar un curso de Islam.
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A la Mezquita se entra descalzo: mis medias son blancas, nuevas, huelen a talco. Llevo las zapatillas en la mano cuando abro la puerta y veo una salita donde hay una repisa para dejar el calzado, una escalera y un hombre de no más de cuarenta que se acerca. Es Abu Baker, el imán que lleva una especie de vestido de una sola pieza al que llaman camis: de la cintura para arriba es como una camisa, para abajo un camisón; y un gorro cilíndrico que le tapa el pelo por arriba de las orejas. La barba negra, larga, poblada, el bigote afeitado casi al ras, la piel morena, los ojos también. Me saluda con acento extranjero, le digo que busco a Shamal, que si no está me voy, vuelvo en otro momento, no es urgente, no quiero molestar.
No recuerdo si alguna vez usé tantos modales en una sola frase; no sé si me quiero ir pero seguro no quiero quedarme en un lugar extraño con alguien que no conozco y no habla castellano. Él me interrumpe con un movimiento de su mano y la calma de un viejo sabio, saca un teléfono y habla en inglés. Cuando corta hace señas para que pase y dice que Shamal llegará en cinco minutos.
Un cartel dice wudu–lavado y señaliza un espacio rectangular con seis canillas. Al lado de cada una, un banco fijo para sentarse y jabón para lavarse la boca, la nariz y la cara; las manos hasta los codos y los pies, antes de la oración. Me tranquiliza saber que no voy a rezar y que no tendré que hacer todo eso en un lugar que no tiene puertas.
Los pies descalzos y el lavado son obligatorios para los musulmanes; lo dijo Mahoma y está escrito en el Corán: la limpieza es parte de la fe. Para mí, hasta ahora, la fe es una carrera que empezó y terminó temprano: lo primero fue el bautismo, lo último la comunión y después, sólo volví a la iglesia llevado por la desesperación a pedir por algo imposible.
La Mezquita está en Bolívar y Córdoba, microcentro de Mar del Plata, una ciudad de puerto, casino y playas que cuenta con poco más de 600 mil habitantes y que en una buena temporada puede triplicar su población. Es un edificio de planta baja y cuatro pisos coronados por una cúpula, al que nadie podría entrar por error. A la izquierda está el minarete: la torre que se usa para llamar a la oración. Las puertas y las ventanas son ovaladas y, entre ellas, miles de venecitas azules, celestes, amarillas, blancas, verdes hacen la fachada y dibujan arabescos. En la cuadra hay negocios, paradas de colectivo, camina mucha gente pero adentro del oratorio no escucho un solo ruido que venga de la calle.
Agarro el teléfono para sacar fotos mientras, de reojo, miro a Abu Baker; espero que me diga que no se puede pero él sólo mira a los dos chicos de no más de nueve años, Amad y Suliman, junto a los que se sentó. Los dos llevan ropa similar a la suya y, arrodillados frente a una mesita donde entra un libro y poco más, cantan lo que leen aunque Amad va por una página y Suliman por otra como integrantes de un coro que entonan estrofas diferentes de la misma canción. No frenan, no se traban: memorizan el Corán.
El canto es tan agradable como el olor a incienso de vainilla que me llega de a poco. Contra la pared, hay un dispenser, lo último que esperaba ver en una Mezquita; dos equipos de aire acondicionado y radiadores. La planta de mis pies siente el piso como si fuera de almohadas, la alfombra es gruesa y está dividida en rectángulos marrones; en el centro tienen un bastón verde que apunta a la esquina derecha del salón donde hay un vitró lleno de arabescos. En esa dirección está La Meca, la ciudad de Arabia Saudita donde nació Mahoma, el fundador del Islam, a quien Allah le reveló el Corán a partir del año 610.
Abu Baker se acerca, hace un gesto y me mira con ojos amables como buen anfitrión; su castellano debe tener veinte palabras. Es sudafricano y hace tres años que está en Mar del Plata. Pero no logro entender mucho más. No le sale ni mi nombre. Le digo que soy periodista y mueve la cabeza negando.
—Yurnalist— intento en un inglés de chico de cinco años y Abu Baker me mira.
Hasta que dice Durban, la ciudad sudafricana donde nació. La misma en que Argentina jugó el mundial 2010. El fútbol nunca falla. Muchos argentinos se salvaron nombrando a Maradona o Messi. En esa selección estaban los dos. Se lo digo.
—El sábado— dice. Habla del triunfo de Los Pumas frente a los Springboks. No hay manera.
Me encantaría preguntarle qué hace en Argentina, si tiene familia, por qué es musulmán. Pienso en el lavado, sus pies descalzos, su ropa: la fe expresada por todos los medios. La fe en la alfombra que apunta a La Meca que está a 12.091 kilómetros de distancia. Por primera vez me siento extranjero en el lugar donde nací.
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Shamal llega a los diez minutos, viste parecido al imán pero de negro y campera roja con la capucha puesta; tiene 27 y hace cinco años que se convirtió en musulmán cuando aún vivía en Brest, la ciudad francesa donde nació. Hace tres que vive en Mar del Plata y trabaja en la Mezquita: se encarga de gestionar el mantenimiento del lugar, guía a la gente que la visita y da los cursos.
Me saluda y se sienta con las piernas cruzadas, yo lo imito. Abre un cuadernillo que en la tapa dice Libro 1 “Una amistosa y calurosa bienvenida”. Nunca pensé que las clases serían en el oratorio, imaginaba algún lugar menos sagrado donde hubiera un pizarrón, sillas, mesas y compañeros pero casi todo lo que pasa en la Mezquita es en la alfombra que apunta a la Meca y apoyo sobre mis piernas el cuaderno y la birome para tomar nota.
El curso es una introducción a los fundamentos básicos de la religión y cómo se practica. Shamal cuenta que un musulmán debe creer que no hay nadie digno de adoración sino Allah y que Mohamed es su mensajero. Leo la misma frase pintada en una de las paredes del oratorio, en árabe y en castellano, justo arriba de los estantes empotrados con ediciones del Corán.
Mohamed es más conocido como Mahoma pero en la Mezquita siempre lo nombran como Mohamed o, más sencillo, el profeta. El propósito de un musulmán es adorar a Allah pero no de cualquier manera:
—No podemos adorarlo como nosotros queremos. Tenemos que hacerlo como Allah quiere— dice Shamal y me da a entender que su fe es absoluta o no es.
Arrancamos con la vida después de la muerte, uno de los artículos de la fe como ellos le llaman a los eventos invisibles en que el musulmán debe creer sin dudar. En el curso hablaremos mucho de la muerte pero poco del duelo, el vacío, el silencio que deja la ausencia física de los otros y Shamal dice que para ellos es algo natural, no es tan terrible: esta vida es solo un puente para la otra, la eterna, la que vale la pena que llegará después de rendirle cuentas a Allah en el día del Juicio Final que durará 50 mil años.
Las palabras sobre la muerte también están en los sermones de Abu Baker que Shamal traduce al castellano para que todos podamos entender. La persona que sigue el Corán y el modelo de Mohamed llegará a tener el éxito, no sólo en la otra vida si no en ésta y en la tumba y no encuentro una sola palabra que pueda unir dos cosas tan distantes como el éxito y la tumba. Pero pienso en la otra vida, en si la fe ayudará a no temer que se acabe el tiempo, a que todo termine mucho antes de lo que quiero y necesito, porque creo que lo peor no es morir, lo peor es no saber cómo, cuándo, lo peor de la muerte es lo previo, la incertidumbre y el que tiene fe no tiene incertidumbre.
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Los viernes para los musulmanes son como los domingos para los católicos y eso se nota en la oración de las dos de la tarde: más de treinta hombres senegaleses, pakistaníes, árabes, argentinos, forman dos hileras a lo ancho del oratorio. Yo me siento un poco más atrás que ellos porque no voy a rezar, no sé cómo es la oración y no quiero faltarles el respeto. Todos miramos al vitró, a La Meca, incluso Abu Baker que está parado un poco más adelante y empieza a cantar en árabe.
Con el primer verso se llevan las manos a las orejas, luego sus torsos bajan a la altura de la cintura, dibujan un ángulo recto con el cuerpo; después se arrodillan y en un movimiento suave, lento, paciente, levantan los brazos y apoyan las palmas de las manos en el suelo donde dejan un hueco para la cara que baja hasta la alfombra, como si la fuera a besar.
Islam significa sumisión y postrarse es el mayor acto de sometimiento a Allah que, para un musulmán, es el único Dios, no hay nadie digno de adoración sino él y Mohamed es su mensajero. Ese es el primero de los cinco pilares del Islam que son obligatorios, quien los rechace debe dejar la religión y, según me contó Shamal, aunque no los practiquen, deben reconocerlos y aceptarlos.
El segundo pilar es la oración que se hace cinco veces al día en un período de tiempo determinado. El primero va desde una hora veinte antes que salga el sol hasta el amanecer; el segundo empieza cuando el sol está sobre la cabeza y nuestra sombra es mínima y termina cuando la sombra es el doble de nuestro tamaño; entonces viene el tercero que finaliza con la puesta del sol, momento en que arranca el cuarto que dura una hora veinte y da paso al quinto cuando ya es de noche.
Cinco es mucho, me preocupa:
—¿Cuánto dura la oración?— pregunto.
—Siete minutos. Si Allah nos pidió que recemos cinco veces al día, no nos va a pedir media hora— dice Shamal.
El tercer pilar es el zakat: una suma de dinero que todo musulmán que pueda debe donar a los pobres. El cuarto es el ayuno en el mes de Ramadán que según el año calendario musulmán puede durar veintinueve o treinta días durante los cuales, entre el amanecer y el atardecer, no se puede beber ni comer nada y tampoco tener relaciones sexuales.
El ayuno sirve para purificar el cuerpo y el alma, es una forma de adorar a Allah, ayuda a controlar la pasión, a ejercitar la paciencia, la resistencia y otros valores como la austeridad y la moderación. Shamal dice que privarse de las cosas que están permitidas es una forma de fortalecerse para poder rechazar lo prohibido: la fe se trabaja.
El quinto pilar es peregrinar a La Meca, para aquellos que cuentan con salud y la posibilidad económica, al menos una vez en la vida. La peregrinación se llama hajj, se realiza en el mes doce del calendario musulmán y dura tres días.
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José nació en Buenos Aires y vive en Mar del Plata; es delgado, alto y debe andar por los cincuenta; era católico e iba a la iglesia tres veces por semana pero leyó sobre el islam, conoció a gente que lo practicaba y decidió convertirse.
El olor a incienso de vainilla del oratorio es fuerte a las 6.35 de la madrugada; todavía no hay noticias del sol y los musulmanes hacen la primera oración del día. José nos dice que hay que hacer un esfuerzo para mejorar la fe y que esté fortalecida en el momento de la muerte. Cuando termina la oración todavía es de noche; lo invito a tomar un café, no recuerdo cuando fue la última vez que me levanté tan temprano y no desayuné: lo necesito. Él se quiere quedar en el oratorio por más que le insisto y sospecho que no quiere hablar de su fe en público; no quiere que nadie escuche frases como ésta:
—Si yo muriera hoy, me gustaría morir con fe. Haber recordado a Allah.
Por eso, hace las cinco oraciones diarias; la de la mañana y la de la noche en la Mezquita y las otras donde esté. José, que es biólogo, diseña jardines y da clases en escuelas secundarias, siempre lleva una alfombra individual en su camioneta y si está trabajando en una escuela, busca un aula vacía, se fija que esté limpia, y reza.
Cuando estamos poniéndonos las zapatillas, antes de despedirnos, José dice que por algo Allah me puso en la Mezquita:
—Vas a terminar convertido en musulmán.
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Dios le pidió a Abraham que sacrifique a su único hijo. Para los musulmanes es Ismael; para los judíos y los cristianos, es Isaac; ellos no reconocen a Ismael como hijo legítimo. La diferencia no es menor: Isaac es uno de los patriarcas del pueblo de Israel y el profeta Mohamed ubica a Ismael en el principio de su genealogía.
En la Sura 37, aleyas 102-111, del Corán dice que Allah le habló a Abraham en un sueño pero no hay detalles del sacrificio como en el capítulo 22 del Génesis del Antiguo Testamento. En ese pasaje Dios le dijo que tomara a su único hijo y fuera a tierra de Moriah, pleno centro de Jerusalén, para ofrecerlo en holocausto en uno de los montes que Él le indicaría. A la mañana siguiente, Abraham se levantó muy temprano, preparó un burro, le pidió a dos sirvientes que lo acompañaran, cortó leña y partió hacia aquella zona con Isaac; a los tres días vio la montaña, les dijo a los dos hombres que lo acompañaban que lo esperaran y caminó con su hijo. Al llegar, lo ató en el altar que construyó con la leña, tomó el cuchillo y cuando estaba a punto de apoyarlo en el cuello, desde el cielo, lo detuvo un ángel:
—No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios.
Abraham levantó la vista, vio un cordero que Dios había dejado en la montaña y lo sacrificó en lugar de su hijo.
El Corán dice que aquello fue una prueba para Abraham; el mayor acto de sumisión ante Allah.*
—Ya sabés más que muchos musulmanes.
Shamal me va a repetir esa frase un par de veces después de la cuarta clase del curso y yo creo que si le dijera que estoy listo para convertirme, me tomaría el testimonio de fe, lo que debe atestiguar cualquier persona para ser musulmán. O sea, que no hay nadie digno de adoración excepto Allah —La i la jai lallaa— y que Mohamed es su mensajero.
La Mezquita se inauguró en septiembre de 2014 y en el primer año se convirtieron al islam 30 personas. En la ciudad, según sus datos, hay 400 musulmanes; el 0.06% de la población que es de casi 620 mil habitantes, de los cuales, el Obispado tiene registrados a 420 mil como católicos. Los musulmanes son muchos menos también que quienes abarrotan los espacios que alguna vez fueron cines, casas o terrenos baldíos y hoy son templos evangelistas. Los números son similares a los del país: Argentina tiene 40 millones de habitantes y, según un informe del gobierno de Estados Unidos, hay entre 400 mil y 1 millón de musulmanes.
Solo, con su vida dentro de una mochila y la idea de recorrer Sudamérica, Shamal llegó a la Argentina. En Buenos Aires conoció a la que hoy es su mujer; cuando se despidió para seguir viaje hacia el norte del país y del continente, le dijo que él era musulmán: para estar juntos debían casarse. Ella aceptó, él llegó a Quito, pasó por Francia y volvió.
El dueño de la empresa constructora que hizo la Mezquita coincidía con Shamal en algunas oraciones de la Mezquita de Once, en Capital Federal y, como sabía que siempre buscaba trabajo, le ofreció uno como peón de albañil en el nuevo proyecto.
Nunca se imaginó subir cuatro pisos por escalera con una bolsa de cal de cincuenta kilos en los hombros, ni hacer cemento ni atajar ladrillos como hizo durante los ocho meses que duró la obra. Cuando la construcción terminó, él pensaba volver a Francia hasta que le ofrecieron trabajo en la Mezquita.
“¡Ey, Bin Laden!” suelen gritarle a Shamal desde algún coche mientras camina por la calle; a mí me pasó algo parecido: lo primero que me preguntaron mis compañeros de trabajo cuando les conté sobre la Mezquita fue si iban a poner una bomba en Mar del plata o si investigaba a una célula terrorista.
Shamal dice que no le importan esos comentarios: se ríe, a veces los saluda, lo toma como un chiste y le creo; no podría imaginarlo sin su camis negro, blanco, gris o crema, el bigote afeitado, la barba, la cabeza siempre tapada por gorro o capucha. Sin expresar su fe por todos los medios.
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Cuando tenía ocho años vi degollar un cordero; lo mató mi tío en el parque de su casa, junto a un árbol pero no recuerdo el momento en que lo acuchilló, ni la sangre. Veintisiete años después sólo tengo la imagen de los ojos negros, grandes, brillosos como a punto de llorar y llenos de desesperación que se fueron apagando de a poco.
Pienso en aquella imagen mientras voy en el asiento de atrás de la camioneta de José, al lado de Ismael, que nació en Mali; Amín, que es pakistaní y Abdul Asís, que es árabe; aunque todos viven en Mar del Plata. Llegué a las ocho a La Mezquita; en el oratorio había más de cuarenta personas y, después de la oración y el sermón de Abu Baker, nos dividimos en grupos de acuerdo a la cantidad de autos que había para llegar al campo.
Shamal; Ismael, un imán sudafricano como Abu Baker; Amad, Suliman y los otros chicos que aprenden la religión por la tarde en el oratorio; un grupo de pakistaníes, otro de senegaleses y musulmanes de Miramar y Mar del Plata y seis mujeres, todas con velo que les cubre el pelo, viajan en otros coches.
El mar apenas se mueve cuando agarramos la ruta 11, el sol pega en el parabrisas y es el último día de peregrinación a La Meca en que se celebra Eid al Adha, también conocida como la fiesta musulmana del sacrificio porque los musulmanes, en cualquier lugar del mundo, deben sacrificar a un animal para recordar a Abraham. Pueden ser camellos, vacas, novillos, corderos y hasta gallinas pero Shamal, que trabajó en la organización de la festividad, adelantó que matarían corderos y un novillo.
En la tranquera del campo dice Santa Isabel; José hace poco más de media cuadra por el camino de entrada y estaciona la camioneta a unos metros de la casa junto a otros autos y un tractor. Nos bajamos, pasamos al lado de un galpón y llegamos a la parte de atrás del lugar donde hay un silo de chapa no muy alto en desuso y vacas, ovejas, caballos, chanchos.
El dueño nos indica el corral donde están los corderos, hecho de rejas y alambre tapados con chapas a pedido de los musulmanes para que los animales no vean los sacrificios. Nos acercamos y cuento catorce; Amad y Suliman se trepan por la reja y se meten para atrapar a alguno de los más chicos pero los corderos mueven las patas, se escurren y van a la punta del corral o se meten entre los otros: se resisten y algunos empiezan a temblar.
José, Ismael, Abdul Asís, Amín y yo los miramos y ellos comentan que uno parece más joven, el otro es más blanco y la cornamenta de aquel es fea entonces cuentan que no se sacrifica a cualquier animal si no que debe ser macho para cuidar la especie, lindo, de más de un año y no puede tener ninguna imperfección.
Los comentarios se terminan rápido y le piden a uno de los peones del campo que les alcance al que eligieron. Ismael y Amín le agarran una pata trasera y una delantera, el cordero queda con el cuerpo colgando, no se puede mover pero veo cómo tiembla. José los acompaña y le pregunta a Abdul Asís si lo quiere matar pero él no puede porque es zurdo y entiendo que el sacrificio se hace con la mano derecha, el lado que los musulmanes usan para lo puro.
Ismael y Amín apoyan al cordero junto al silo en una especie de altar armado con tarimas de madera y, debajo de la cabeza que mira a La Meca, hay un pozo en la tierra para que caiga la sangre. José agarra el cuchillo bien afilado con la mano derecha y, aunque yo parado a unos metros no lo escucho, dice “en el nombre de Allah, el más grande” antes de dar la primera estocada justo en el cuello del animal.
La sangre empieza a caer, el cordero da una, dos, tres sacudidas; agradezco que José le tape los ojos que seguro estarán como a punto de llorar, pero esta vez no me va a tocar ver la desesperación sino escucharla en el silencio del campo y de todos los hombres. El aire pasa por el hocico, la boca del cordero y suena a golpe seco, a tabique que se quiebra; el animal se ahoga mientras se desangra, lucha por algo de oxígeno y en los minutos finales la respiración es a ronquidos como alaridos ahogados hasta que ya no le quedan fuerzas ni sangre para seguir.
Sólo si el animal muere de esta manera, el musulmán puede comer carne y cuando volvamos, otra vez en la camioneta, José dirá que siente pena por la muerte del cordero y que repartirá la carne en tres como indica la costumbre: una es para él y su familia, otra la dará a personas pobres y la tercera se la regalará a sus parientes. También dirá que un hijo es como una extensión del yo, del ego; matarlo sería aniquilarse a uno mismo y Abraham estuvo dispuesto a hacerlo.
—¡Qué fe!— dirá José y yo sin ánimo de compararlo con el profeta, podría decir lo mismo de él.
A unos metros del corral está Ismael, el imán, agachado junto a otro cordero; Amad, Suliman y yo miramos su mano que se desliza desde la cabeza hasta la cola una y otra vez. Con la otra le tapa los ojos mientras susurra palabras en árabe y no entiendo nada de lo que dice pero, cuando llegue al altar junto al silo, el cordero no estará temblando.
En la Mezquita, las veces que vi a alguna mujer fue en la puerta cuando saludan antes de subir y perderse en los pisos de arriba y aunque no participan en elegir, agarrar ni matar a ningún animal; miran, sacan fotos, hablan entre ellas y algunas toman mate.
El novillo marrón, de casi 600 kilos y más de tres años está en un corral a unas dos cuadras del silo y caminamos por el pasto crecido, esquivando pozos y barro. El dueño del lugar nos pide que nos alejemos un poco, el animal puede saltar el alambre. Con cuatro peones, dos de ellos a caballo, se mete en el corral, lo encierran y uno de los hombres arma un lazo que sostiene con una mano, con la otra la tira y al segundo intento emboca el círculo en el cuello del novillo que empieza a cabecear. Lo sujeta para que no pueda escurrirse mientras el dueño y los demás pasan otro lazo por la pata trasera derecha, tiran hasta que el novillo cae de costado y en unos segundos con el mismo lazo le atan la delantera, las pezuñas quedan unidas y hacen lo mismo con las otras patas.
El novillo tiene el lomo contra la tierra mientras todos mantienen las sogas estiradas pero la cabeza quedó mirando hacia el noroeste y La Meca está al noreste. Los hombres del campo fallaron por no más de un metro y, cuando les dicen, los que tienen enlazadas las patas derechas y la cabeza dan uno, dos pasos hacia atrás; el novillo gira sobre su eje, y ahora sí, está listo.
Shamal lleva una camiseta de fútbol de Jamaica y gorro de lana negro cuando el imán le pasa el cuchillo largo como el que usan los carniceros y él se para al lado del novillo y le apoya la hoja en el cuello. Otra vez me quedo a unos metros, solo, no como los demás que están cada uno con su grupo y otra vez veo la estocada, la sangre, las sacudidas y quisiera estar al lado del silo con los que se quedaron tomando mate. El novillo tiembla, mueve las patas y, en el silencio que hace pensar en el campo pero de noche, escucho su pelea por el aire hasta que llegan los ronquidos y no puedo evitar dar media vuelta y se me escapan las palabras: pienso en voz alta.
—¡Ay Dios!— digo mientras levanto la cabeza hacia el cielo y siento la mirada de uno de ellos.
Aguanto la agonía del novillo hasta el final igual que los demás; y veo cómo felicitan a Shamal que no dice nada y, en su cara, no hay alegría si no la satisfacción del hombre que cumplió con su deber.
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Abu Baker está parado de espaldas al vitró y, como todos los viernes, da el sermón que no dura más de quince minutos. Treinta hombres están sentados con las piernas cruzadas o arrodillados, lo miran, lo escuchan y yo también miro su vestido blanco, su gorro cuando dice que son seguidores de Mohamed, el último de los profetas y, como nunca va a venir otro, deben dedicar una parte de su tiempo a trasmitir la religión. Es su responsabilidad y, además, dice que será una mejor persona la que llame a la gente al islam, a la verdad.
Entonces siento que no me invitan sólo a ir los viernes a la Mezquita, a rezar cinco veces al día o a la peregrinación, me invitan a la verdad y el que tiene la verdad se siente seguro, poderoso, invencible. El que tiene la verdad no necesita nada, pero para eso hay que creer y empiezo a pensar que la fe es como el talento: se tiene o no se tiene.
Como trabajamos para construir esa mesquita lo conozco al muchacho de la foto se llama yamal