por Alejandro Agostinelli
Desde que Javier Milei recibió en la Casa Rosada a su sobrina nieta y su hombre de confianza, Santiago Caputo, se hizo tatuar en la espalda la psicografía del Hombre Gris, se puede afirmar, con escaso margen de error, que Benjamín Solari Parravicini (1898-1974) es, después de Conan, el profeta más famoso vinculado con la cosmovisión mágico-religiosa del presidente y sus seguidores. Su anunciado Hombre Gris creó el primer cisma esotérico en la política argentina: el sumidero nunca ágora de las redes se divide entre quienes identifican al flamante jerarca con el elegido para liderar un gran cambio (“La Argentina tendrá su ‘revolución francesa’, en triunfo, puede ver sangre en las calles si no ve el instante del ‘Hombre Gris’”, de 1971) y los opositores, que lo ven como un muñeco o títere grotesco (“La Argentina despedazada, partida en dos ideas, levantará un fantoche de nueva doctrina. La iglesia hará silencio. La oración vencerá”, de 1939). El estereotipo ya fue endosado a Menem, Macri y hasta a Alberto Rodríguez Saa cuando Noticias le atribuyó contactos con seres del planeta Xilium.
Benjamín nació el 8 de agosto de 1898 en el seno de una familia aristocrática. Pintor, escultor y pintoresco actor de la bohemia porteña de inicios del siglo XX, Benjamín fue un católico conservador, buenazo y amigo de sus amigos, cuyas profecías nunca han llegado a asustar: tienden a develarse cuando las cosas ya han ocurrido. Hijo de Benjamín Tomás Solari y Romero (1867-1942), un psiquiatra que llegó a ser diputado, y Dolores Tomasa Parravicini (1873-1952), prima del actor Florencio Parravicini (1876-1941), vivió en una casa quinta impresionante. La Casona, construida por su bisabuelo, el Marqués Jacobo Parravicini, se erigió sobre un terreno de siete hectáreas que compró a una mujer legendaria, Mariquita Sánchez de Thompson (1786-1868). Hoy, cuenta Guillermo López, del Centro de Investigaciones Históricas de Vicente López, ese predio cercado por arboledas de verdes rampantes está ocupado por los clubes de los Bancos Teléfonos y Ciudad, sobre la calle Eduardo Madero.
Muchas experiencias espeluznantes que cuentan los Solari Parravicini sucedieron en el dormitorio de Benjamín. Allí soñó a su tía abuela cortejada por dos monjas. “Ésta es Santa Rita de Cassia y ésta la Virgen de Guadalupe. Lo que les pidas te será dado”, le dijo en sueños Anita Parravicini. Por esos días a su padre se le vencía un pagaré. La casa familiar de Palermo, su primer hogar, estaba en peligro. Benjamín reveló a su madre el sueño y ella le confirmó la devoción de su tía por la santa. Lo mejor que podía hacer, le dijo, era pedirle por la casa: en tres días iba a remate. Esa tarde viajó al centro y un choque detuvo el colectivo en la calle Salguero, frente a la Iglesia de Guadalupe. Dedujo que debía entrar. “Encima del cepillo de las ánimas vi a la Santa Rita. ¡Me han traído acá!”, se dijo. Y, al darse la vuelta, vio a la virgen de su sueño. “Quedé anonado”, confió en 1967 a Marcela y Alberto Casals, en una rara entrevista publicada en Conocimiento de la Nueva Era. Benjamín compró una estampita de cada religiosa y se comprometió a iluminarlas el resto de su vida si el milagro se cumplía. Después de tres días sin noticias fue a bañarse a las barrancas de Vicente López. Al volver, su madre le dio el parte. “¡Pelón! ¡La Shell Mex quiere comprar el terreno que tenemos sobre el río!”. Iban a escriturar, cobrar en dólares y levantar la deuda esa misma tarde.
A Benjamín le llamaban Pelón y no porque su calva fuera natural: “Se rasuraba el cabello desde joven”, confió su sobrino Emilio Solari Parravicini. La voz de su tío, recordó, cambiaba por la de otras personas. A los 17 años, su abuela, usando a Pelón como médium, le prometió ayuda en un examen que aprobó “como si me dictaran las respuestas”. Benjamín tuvo una vida disipada. Soltero, sin hijos y algo misógino, sólo se le conoció la constante compañía de Generoso Ruiz de Indarraga. Fue el mayor de ocho hermanos. “Ocho locos, como todos los Solari Parravicini. Las fiestas en lo de mi abuela eran increíbles. Cada uno tocaba un instrumento. Hasta la tía Mecha tocaba el arpa. Pelón nunca fue distinto al resto. Era muy cariñoso, como todos mis tíos. Pero fueron egoístas con nosotros: dilapidaron su fortuna”, confesó Emilio en el Canal TLV1 del ultramontano Juan Manuel Soaje Pinto, en 2016.
Parravicini logró una popularidad descomunal gracias a una psicografía de 1939 en la que muchos vieron un presagio de los atentados del 11S. Allí, la estatua de la Libertad aparece partida al medio, flanqueada por dos edificios inclinados, junto a la frase: “La libertad de Norteamérica perderá su luz, su antorcha no alumbrará como ayer y el monumento será atacado dos veces”.
En 1997, Justino, el hermano menor de Benjamín y autor de una biografía inédita y acaso perdida, me contó que La Casona fue “un hervidero de fenómenos rarísimos, sobre todo ruidos que procedían del cuarto de Pelón”. Una madrugada su hermano le dijo que una lámpara de bronce se había elevado y estrellado sola contra la pared. Era una quinta rodeada de amplios ventanales enrejados con hierros estilo colonial y una torre con vista al río. A veces, sentían palazos en las ventanas y cascotes contra las paredes exteriores. La familia nunca perdió la calma. Nadie salía lastimado, los perros no ladraban y un día, cuando oyeron un ronquido largo, se mataron de la risa.
El pequeño Benjamín decía que hadas, duendes y espíritus elementales le hablaban de cuestiones sencillas o del futuro. Antes del 20 de abril de 1910, cuando todavía no anunciaba ninguna catástrofe del porvenir, una voz íntima le confió que la visita del cometa Halley, que aterrorizaba al mundo, iba a ser un fiasco. De mucho no sirvió que su profesor, un reverendo del Colegio Lasalle, celebrase su inteligencia y su fe. El padre de Benjamín, ceñudo psiquiatra, era poco comprensivo con sus exotismos, que relacionaba con su exiguo apego al estudio. “No quiero vagos en casa. Si no estudiás, te vas”, le decía. “Ya se le va a pasar”, lo serenaba Dolores. Para su padre era un loco. “No entrás en el canon de los locos, pero loco sos”, le repetía. No fue médico ni abogado, como su padre quería, pero su “voz amiga” lo guió en su carrera artística, que lo llevó a dirigir los salones de arte del Banco Municipal y de la Municipalidad de Buenos Aires.
Una noche de 1936, al volver del cine, Parravicini encontró la casa vacía y oscura. Su padre, para evitar cortocircuitos, había sacado los tapones. Subió los cuatro pisos de memoria, enchufó un tapón que llevaba en el bolsillo y entró en su cuarto. No llegó a encender la luz. “Entonces, una mano muy fuerte me agarró del cuello y me tiró al suelo (…) Sólo atiné a decir: ‘Ay, Jesús, Dios mío!’”. El corazón le palpitó a todo galope. Sin posibilidad de apearse, con la cabeza contra el piso, vio resplandecer un Cristo tallado en madera que le había regalado un campesino ruso y oyó una voz: “Fe en la fe, esperanza en los designios, caridad en los sentimientos. Cúmplelos y serás salvado”. Fue al baño, se vio moretones, marcas y cera del parquet en la frente. Se acostó, durmió y la noche siguiente la voz regresó. Le indicó que buscara un block y un lápiz porque le iba a dictar. El dueño de aquella voz, supo después, era Fray José de Aragón (1603-1667). Su “ángel tutelar”, como le llamó, primero le empezó a dictar y luego le tomó la mano, mientras él miraba cómo escribía o dibujaba. “Me llegaban mensajes para diversas personas. Se los daba y, naturalmente, me tomaban por loco”. Al principio “no los entendía y los tiraba… ¡he tirado tantos! Tenía esta lucha interior sobre su valor y significado, el bien y el mal. Pues algunos son tan raros que parecen demoníacos”. Los empezó a guardar cuando observó que los vaticinios se cumplían. Visionó acontecimientos mundiales, visitas interplanetarias y escribió obras de teatro surrealistas inspiradas en la ciencia y el espiritismo que hoy serían calificadas de ciencia ficción, en la línea de Eduardo L. Holmberg (1852-1937). El investigador Alejandro Suárez contó un total de 1.367 psicografías publicadas en ocho libros y varias revistas. Suárez ha censado obras de arte, portadas de libros, historietas y viñetas.
Pelón dijo haber sido visitado por los espíritus de Víctor Hugo, José Ingenieros y una mujer que le dictó “un verso fantástico” una madrugada en la que despertó temblando de frío y sintiendo perfume de algas. Su secretario, Belisario Roldán, al otro día le comentó: “Pelón, ¿ha visto qué perdida hemos tenido anoche?”. Alfonsina Storni se había quitado la vida adentrándose en el mar el 25 de octubre de 1938.
Benjamín no quería tener nada que ver con el espiritismo, quizá por tratarse de una religión mal vista o asociada a la locura. Una vez, el Centro Víctor Hugo de Buenos Aires lo invitó a una reunión. Creyó que sería era algo informal, pero se encontró al frente de una sala llena. “No he venido a dar una conferencia, no tengo facilidad de palabra”, se disculpó. “¡Túm! ¡Túm!”, se oyó en el techo. Ante un público absorto, entró en trance. “Me puse furioso, cosa que nunca ocurre”. Levantó en peso a la administración y la retó por sus “negocios”. Un dirigente le señaló el retrato de Víctor Hugo y le dijo: “Él ha hablado y tiene mucha razón”.
Entre las revelaciones que hizo en 1967 a los Casals omitió, quizá para evitar el qué dirán, un evento ocurrido en 1961, cuando salió de ver una función de “My Fair Lady” en el Teatro Nacional y ya vivía en su atelier del séptimo piso de México al 800, en el barrio de Montserrat. Esa noche sintió “una necesidad brutal de comer un puchero de gallina” y cenó en el restaurante El Globo. Al salir enfiló por la 9 de Julio hacia Alsina y tropezó con un hombre alto, rubio y ojos “tan claros que parecían de ciego”. Al mismo ser lo había visto pocos días antes junto a cinco amigos en la esquina de Chacabuco y Diagonal. Pero no le hicieron caso. El hombre, vestido con una chaqueta transparente, le habló: “‘Jap, gloa, prirp, jap’. Yo lo miré medio confundido y me dije: ‘Bueno, este me asalta’. Entonces apuré el paso.” Pelón quedó paralizado y se desmayó. “Me encontré arriba de una especie de barco y delante mío vi dos personas similares al rubión”, que lo saludaron apoyando las manos sobre sus hombros. Entonces, vio el Obelisco bajo sus pies, “cantidad de cielos distintos” y el globo de la Tierra. Un ser llamó al planeta “Cristianía” y señaló a Roma, Madrid, Moscú y América “a medida que sobrevolamos cada ciudad”. Por fin, fue depositado frente al edificio de Obras Públicas. Del relato se infiere que el aterrizaje incendió un camión de reparto y el toldo de una panadería. “Estuvo tres días mal”, confirmó su amigo Generoso.
Parravicini contó su experiencia por primera vez al diario La Razón el 10 de junio de 1968, a una semana de conocido el caso del matrimonio teleportado de Chascomús a México, los Vidal. Dos meses después agregó a Roque Escobar, de la revista católica Esquiú Color, que los visitantes eran telépatas de Venus. “Ahora se viene la gran guerra atómica, pero la Argentina se salvará porque está protegida por los hábitos divinos”, dijo a Escobar, quien luego supo ser parte de la Triple A. El 2002 fue el año apocalíptico que más reiteró.
Ningún espíritu perruno dirigía el destino de una nación, pero las inspiraciones de Parravicini surgieron en un tiempo de preocupaciones por la paz mundial, avances científicos, imperialismo católico-céntrico y los marginales grupos iniciáticos de contacto extraterrestre, ora telepáticos, ora mediúmincos. El plativolismo milenarista de Pelón puso a los astronavegos de Ganímedes en el mapa contactista, una fascinante herencia del espiritismo, la teosofía y la ciencia ficción decimonónicas.
Este texto fue publicado originalmente en el diario Página 12.
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