Nicolás Viotti (CONICET-FLACSO)
La sorpresiva elección de Jorge Bergoglio como sumo pontífice de la Iglesia Católica puso en evidencia una trama compleja para los analistas de la religiosidad en Argentina, no sólo como hecho sobre el que se debe dar cuenta, sino como síntoma del propio campo de reflexión intelectual que la religiosidad católica moviliza.
Singular oportunidad de autoanálisis, este hecho puede servir para observar las condiciones dominantes de lo que se puede decir sobre la religiosidad en Argentina. A saber: la prioridad dada al aspecto institucional de la religiosidad y a la acción social basada en el cálculo estratégico. Y, por ello, es también una oportunidad para reflexionar sobre las posibilidades de ensayar análisis que sean reflexivos de esa diferencia entre una mirada analítica secularizada y lo que no deja de ser un ámbito religioso. Una diferencia que requiere de puentes, operaciones de transposición y traducción que, a riesgo de traicionar al enunciador valen, al menos, el esfuerzo de intentar entenderlas. En ese movimiento, creo, están también en juego particulares condiciones de extender la acción política progresista en la esfera micropolítica, más allá del proceso casi exclusivo de negociaciones entre “sectores” e “identidades religiosas”.
La reacción mayoritaria, sobre todo del llamado campo progresista, se concentró en una legítima y justificada operación de “denuncia” sobre el accionar del nuevo Papa durante el terrorismo de Estado. Estaría de más insistir que las ciencias sociales deberían intentar ir más allá del denuncialismo y del “sentido común” (incluso el progresista que ordena la experiencia de nuestra imaginación política y, a veces, la propia biografía personal). Pero aun a riesgo de que tal perspectiva sea acusada de “cientificista”, considero que cuanto más sofisticadas sean las preguntas, habrá más posibilidades de una intervención política efectiva. En ese sentido, las “denuncias” podrían ser tanto fuente de datos como, sobre todo, objeto mismo del análisis. ¿Cuánto dicen los sistemas acusatorios sobre la sociedad que los produce?
Todas las intervenciones, críticas o apologéticas, estuvieron marcadas por lo que es vivido en Argentina como “natural”: dieron cuenta de la elección del Papa, no sólo como líder de una iglesia de fuerte presencia en varios lugares del globo, sino también, y fundamentalmente, como legitimación de su identificación con la cultura occidental europea. La mayoría de las manifestaciones públicas, mediadas por el logro de un “Papa latinoamericano” (y de sus impugnaciones), vivieron la elección de un Papa argentino como la confirmación de un poderoso europeísmo: “era la opción perfecta para elegir a un no europeo. Eligiendo un argentino es como si fuera italiano, incluso por el apellido todos creyeron que era italiano” decía una entrevistada minutos después de la elección.
Los análisis más difundidos que evitaban el simple elogio o la crónica impresionista se centraron en el análisis de la Iglesia Católica como un actor político y social, sin duda heterogéneo, inserto en un campo de intereses y de relaciones de fuerza nacionales, regionales y globales. Las implicancias políticas de tales enfoques, y el horizonte de acción que imaginan, comparten la misma epistemología de sus objetos de reflexión: la religión como una institución dada que sigue el modelo de la forma iglesia (y por lo tanto centrada en sus vínculos con su versión secular: el Estado moderno).
¿Vale la pena intentar pensar por fuera de esa definición institucional de la religión y de la política? ¿Por qué? ¿Para qué?
La experiencia de análisis de estilos de vida y religiosidades no católicas, que no poseen modos de organización en la forma iglesia, da una lección que no es sólo relevante para quienes reflexionan sobre esos espacios sociales, sino que puede ser útil para al análisis de lo religioso en general (e, incluso, para el análisis del propio catolicismo). En la mayoría de estas experiencias (del tipo de la espiritualidad de la Nueva Era entre los sectores medios o de novedosas sacralizaciones entre los sectores populares), donde algunos verían una baja institucionalización o directamente una religiosidad no institucional (si consideramos como institución solamente la versión objetivada de las relaciones sociales), cobran particular relevancia singulares modos de entender la subjetividad, la jerarquía, la causalidad y las relaciones entre lo humano-sagrado. Parecería que las posibilidades de decir algo sobre la religiosidad reprodujesen una división del trabajo con áreas relativamente aisladas unas de otras: una sociología política de la Iglesia Católica y una antropología de la diversidad religiosa no católica. ¿Qué posibilidades existen de tender puentes entre ellas? ¿Cómo construir un campo unificado?
La subjetividad, la micropolítica, las ideas de causa o los regímenes de vínculo con lo sagrado, evidentemente, no son propios ni exclusivos de estilos de vida religiosos poco “institucionales”. Son inherentes, también, a las cosmologías (y las cosmopraxis) católicas que inspiran las innúmeras mediaciones que se producen entre los miembros eclesiales, los fieles y los no católicos. No sólo son importantes en las “periferias” del catolicismo, sino aún en sus más altas esferas. Asimismo, son prioritarios en la relación de la Iglesia Católica con otros espacios de la vida pública dando forma y contenido a un orden cosmológico que incluye y excede las negociaciones políticas y las pujas de intereses.
Resultaría interesante reconocer una autonomía relativa a una forma de estar en el mundo que no es reducible a operaciones de negociación en un “campo religioso”. Si estas explican algo de la vida religiosa es porque están inmersas en una cosmología de larga duración (que no es por ello inmutable). Sería interesante subrayar también que el catolicismo podría no reducirse a la identificación de los fieles y que en todo caso la identificación es sólo parte y sólo es posible si se monta sobre modos de vínculo con lo sagrado. Asimismo, esos modos de vínculo suponen complejas mediaciones y, aun, procesos de secularización y/o de sacralización que los atraviesan diferencialmente en función de culturas de clase, estilos de vida, colectivos étnicos, de género y grupos profesionales (incluso entre los cuadros eclesiales).
Profundizar en esa perspectiva nos permitiría ahondar, al menos, en dos aspectos: uno vinculado a entender mejor las formas en que el catolicismo se vincula con el cambio cultural y otro que pueda incluir en la reflexión sobre el catolicismo las cercanías y las distancias del lugar que los analistas ocupan y que no sólo son un capítulo metodológico sobre como mirar al catolicismo, sino que hacen a la definición epistemológica y política misma de lo que se pretende dar cuenta.
En el primer caso, nos permitiría profundizar en las síntesis con otros estilos de vida religiosos, detectar continuidades y también profundas rupturas con lo que pareció ser un modo católico de vínculo jerárquico con lo sagrado. Modos de vínculo que no pueden asociarse, solamente, ni a una identidad religiosa ni a una institución (incluso si se piensa como diversa y heterogénea). Resulta significativa en esa lectura, por ejemplo, la masificación contemporánea que la Nueva Era alcanza entre los sectores medios urbanos (e incluso mucho más allá), que salió de las redes alternativas y adquirió una difusión capilar en la sociedad argentina, alternativizando incluso al catolicismo en modos insospechados. Desde esta perspectiva, la elección de Bergoglio es una oportunidad única para registrar esos movimientos. En ese sentido, las declaraciones de políticos como Cristina Kirchner o intelectuales como Horacio González son tan importantes para entender los procesos que están en juego como la que hiciera el futbolista argentino Lionel Messi, quien reivindicando un orden más cercano a la Nueva Era que al lenguaje eclesial, le deseó al nuevo Papa “mucha luz y energías positivas para conducir al pueblo católico». Síntoma de una época, quien crea que allí no hay una definición novedosa impensada tan solo treinta años atrás y que sólo puede pensarse la elección papal de Bergoglio en base a las intrigas palaciegas, corre el riesgo de perderse un enorme campo de análisis que sofistica los alcances y límites de la vida religiosa en Argentina.
En el segundo caso, entender el catolicismo como cosmología y como cosmopraxis permitiría también controlar mucho mejor una distancia que no siempre se hace consciente en el análisis. Reflexionar sobre la diferencia ontológica que se establece entre el catolicismo y la sensibilidad secular (y potencialmente anticlerical) de muchos analistas podría permitirnos ampliar la base de entendimiento de un espacio diferencial que plantea un desafío para nuestra propia visión desencantada del mundo. Tomar seriamente esa cosmología católica, y hacer el ejercicio de descentralizar el eje institucional y católico-céntrico de la religiosidad (incluso para pensar el catolicismo), podría extender las relaciones que son objeto de análisis a una serie más amplia que incluyera también lo propiamente sagrado de la vida religiosa. Al negar esa distancia dejando en un lugar secundario o “decorativo” la dimensión cosmológica del catolicismo para analizar únicamente su función societal, sus operaciones políticas, se corre el riesgo de perder de vista un aspecto sustancial.
¿Cuánto nos dice sobre el catolicismo argentino, la variedad de usos de la sacralidad que se pusieron en juego durante, por ejemplo, la elección de Bergoglio? Desde el secularismo irónico en algunos hasta las diferentes versiones encantadas de otros que buscaban “signos” en cada acción se abre un campo fecundo de reflexión para las ciencias sociales. ¿Qué lectura se puede hacer de la declaración del Papa sobre que “el catolicismo no es un ONG”? Evidentemente, si vemos allí un uso retórico o puramente estratégico estaríamos perdiendo una dimensión importante de análisis, ya que allí hay también un índice de complejos procesos de secularización y de sacralización. Y además, ¿cuánto podría decirse si se tomaran seriamente (y no como metáforas) las especulaciones sobre las concepciones sobre la “bendición” que circularon entre los católicos argentinos o, incluso, las ideas sobre el “milagro” que reaparecen permanentemente en las versiones locales de un catolicismo barroco alejado de la secularización?
Registrar esa diferencia es un recurso que podría complejizar el análisis de maneras nuevas e, incluso, permitir estrategias de diálogo y construcción política más sofisticadas en un contexto que se presenta como poco favorable para el desarrollo de alternativas progresistas y secularizadas de la vida social. Secularismo y religión son un producto moderno y son, también, las dos caras de una misma moneda. El compromiso secular, en este caso, significa garantizar la separación de la vida pública de un interés religioso, pero no universalizar la singular certeza de una ontología naturalista que considera la separación entre sagrado y secular como una realidad dada para siempre o, incluso, como resultado de un proceso civilizatorio superador.
Tomarse muy en serio las continuidades y diferencias de una forma contrastivamente diferencial de estar en el mundo, tal vez permitiría tener un cuadro más complejo sobre los horizontes de acción del mundo católico. Permitiría entender más y mejor los alcances del “entusiasmo católico” que pareciera atravesar algunos sectores de la sociedad argentina en un contexto coyunturalmente más secularizado y culturalmente más espiritualizado que el de décadas pasadas. También, profundizar en la centralidad de la cosmología católica podría permitir leer transversalmente las identidades religiosas en una dimensión micropolítica que nos haga entender mejor la macropolítica.
Pero tal movimiento requiere de un proceso de “dejarse afectar” por lo que queremos entender. Aun, el esfuerzo de construcción de alternativas progresistas con esa diferencia necesita de una operación de suspensión de las certezas que requiere una redefinición de lo que se entiende por religión e incluso, de lo que se entiende por política.
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