Por Nicolás Viotti (UNSAM/CONICET)
Además de los barbijos, la distancia social y niveles de pobreza inauditos, la crisis del COVID 19 nos ha dejado una nuevo escenario: la desconfianza en las certezas científicas. Las movilizaciones al obelisco muestran grupos de personas que desconfían de las recomendaciones médicas, que el Sars-CoV-2 no existe, que existe pero es un invento de laboratorio, alegan que hay un plan de Bill Gates y de Georges Soros para acabar con el tercer mundo, que el gobierno Chino “inventó” la pandemia para imponer el 5G, que la muertes son falseadas, exageradas, mal contadas. En las redes sociales posteos sistemáticos comparten videos de “médicos por la verdad”, charlas sobre la “falsa pandemia”, imágenes y textos con frases como “no seas ciego, abrí los ojos” o “no vamos a ser cobayos de la vacuna”.
Un público oye, mira y lee azorado. Se dice que son peligrosos, que son ignorantes, que son parte del neoliberalismo, de la irracionalidad, que son anti-vacunas, que el mundo se ha ido al diablo. Se dice también que hay que afirmar los valores de la ciencia, de la racionalidad, que no es momento de ser tibios y que todo esto es culpa del posmodernismo, del relativismo, de la derecha paranoica, de la izquierda conspirativa.
¿Cómo el escepticismo científico ha llegado tan lejos? ¿Qué pueden decir las ciencias sociales frente a esto, sobre toda esa zona de las ciencias sociales preocupada por la diversidad de racionalidades o lo que habitualmente se identifica con los estudios sociales de la creencia?
Antropología, creencias y diversidad
Digámoslo desde el principio. La ciencia moderna se construyó en base a criterios de evidencia específicos, ni universales ni definitivos, sin duda históricos, pero que mal o bien han sentado las bases de un modelo civilizatorio que ha oscilado entre dos posiciones: la de la anulación de la diferencia y la de la articulación creativa. El aplanamiento de la diversidad y la afirmación unidimensional del modelo científico es una deriva posible, que hace de la ciencia y de la técnica un modelo unilineal y homogéneo, que anula la posibilidad de proliferación de otros mundos que no se sustentan en sus principios. Por su parte, otra deriva, tal vez más subterránea, ha sido la reivindicación de la diversidad de modos de evidencia, racionalidad y vida, su complementariedad y articulación, lo que constituye una veta emancipadora del proyecto moderno.
Esa última posición le ha permitido a las racionalidades no científicas sobrevivir y adaptarse a las sociedades modernas, mediadas por contextos nacionales específicos, complejas relaciones entre clases sociales, etnicidad y género. Prácticas diversas como el culto a los santos, el curanderismo, los cristianismos pentecostales, la espiritualidad estilo Nueva Era, las terapias alternativas y las socio-cosmologías afro e indígenas conforman un horizonte heterogéneo en donde pueden encontrarse modos de vida donde la relación humano y más que humano es central. En una sociedad realmente democrática todos esos otros mundos, crecen y se reproducen al lado y en una “conexión parcial” con los saberes científicos, haciendo de la multiplicidad, la diversidad y la complementariedad un hecho recurrente.
Las ciencias sociales, y sobre todo la antropología, han tenido un lugar central en ese movimiento. Armada con herramientas como la idea de diversidad, el relativismo cultural y la defensa de las minorías, la antropología fue tanto una herramienta de conocimiento de esas “otras racionalidades” como una usina epistemológica de argumentos para hacer de ese conocimiento la base de una acción política por la diferencia, la singularidad y lo minoritario. Insistamos en esto, no es cierto que el recurso del relativismo como vehículo de conocimiento fuera de la mano de un relativismo moral y político, pero sí es cierto lo inverso. Durante todo el siglo XX, buena parte de los movimientos de reivindicación de morales y políticas alternativas se inspiraron en alguna parte de ese conocimiento de la “alteridad”.
Hasta aquí la historia de los últimos 150 años de las sociedades occidentales, en donde a la sombra de los modelos de homogenización secular científica, convivieron –muchas veces perseguidas, estigmatizadas y ridiculizadas – prácticas y modos de vida que no se sustentan en la racionalidad de la evidencia científica oficial. Sin embargo, el escenario parece estar cambiando. En las últimas décadas una zona fundamentalista de las sociedades occidentales ha reaccionado contra los procesos de democratización más general de la vida. La emergencia de un proceso de re-jerarquización social ocupa una zona influyente de las elites económicas, sociales y culturales como hacía décadas no ocurría, que las lleva a abandonar buena parte de su proyecto liberal e ilustrado de democratización. Un proyecto que si bien ha sido imperfecto, al menos se mantenía ideológica y discursivamente como un ideal. Los ejemplos de las elecciones democráticas de Trump, Bolsonaro y el despliegue público de las ultraderechas europeas son sólo un emergente de un “sentido común” que parece acercarse cada vez más al polo de la afirmación descarada del individualismo más reaccionario. El campo religioso no ha estado ajeno a ese proceso, las llamadas religiones mundiales como los cristianismos católicos y protestantes, pero también el islam y el judaísmo, tienen en sus filas movimientos fundamentalistas con nuevas intervenciones en el espacio público que reivindican principios de libertad y autonomía sólo en una retórica victimizante, que contrasta con las políticas de rechazo de cualquier incorporación de la “diferencia” que efectivamente apoyan.
Tanto las derechas políticas, como los fundamentalismos religiosos, pero sorprendentemente también muchos discursos anti sistema (incluidas allí prácticas alternativas de modos de vida) despliegan en el espacio público una desconfianza en las instituciones que posee una fuerte visibilidad. Recuperando la crítica contracultural de la segunda parte del Siglo XX, las nuevas posiciones anti-sistema apuntan por derecha y por izquierda a políticos y científicos, que son el blanco por excelencia del fracaso de la tecno-política contemporánea.
En simultáneo, el crecimiento de mediaciones tecnológicas y la democratización de la información han producido modos de circulación de los datos que des-jerarquizan la autoridad de instituciones hasta hace poco todavía legítimas como la política, la ciencia o incluso las instituciones religiosas. Actualmente todo esta puesto en entredicho y resulta difícil dar fundamento de evidencia en un mar de datos que se mueven a un tweet por segundo.
Ese despliegue no es sólo ideológico, es decir que no sólo se afirma en sistemas consistentes, sino que es sobre todo un campo de sentidos, de prácticas y de criterios alternativos de evidencia que se extienden sobre el sentido común. Durante la cuarentena del COVID 19 proliferan a nuestro alrededor charlas informales, comentarios al pasar, posteos, mails y chats que no son de activistas convencidos, sino de un espacio social que nos atraviesa. Una de las que más llama la atención es la desconfianza en la ciencia autorizada, que mira con recelo a la OMS, los médicos que recomiendan la ASPO, el uso de mascarillas o los laboratorios que trabajan en la vacuna. La desconfianza es variable. Estos colectivos pueden sospechar de la falsedad del virus, asumir su realidad pero aseverar que se exagera, acusar de todo a Bill Gates o a “los políticos”, plantear que la cloroquina es el remedio y los laboratorios mantienen el secreto para ganar dinero o aseverar que los test de vacunas van a ser un experimento dañino con humanos. Esa desconfianza sólo muy raramente se inspira en una lógica estrictamente religiosa, lo que no quiere decir que no pueda aparecer en algún tipo de idea apocalíptica sobre el origen de la pandemia o en prácticas mágicas sobre la cura y la sanación. La desconfianza en la ciencia oficial no es la venganza de la religión, todo lo contrario, es la crisis de las instituciones incluida la religión.
Es posible que la desconfianza en la ciencia tenga algo de diferentes pliegues culturales, de una combinación entre viejas racionalidades mágicas, en general más minoritarias, o actualizadas por fenómenos más masivos como el pentecostalismo, el carismatismo católico y, particularmente, modos de vida holísticos. Asimismo, y sobre todo, resultan centrales posiciones estrictamente seculares, sólo a veces afines al holismo contemporáneo, que reivindican una “ciencia alternativa”.
Sin duda estas configuraciones son exacerbadas por una situación de crisis, pero a diferencia de ver allí la persistencia de la irracionalidad, las posiciones que parecen ser más masivas (las que se inspiran en modos de vida holistas y las que reivindican una “ciencia alternativa”) son modos de intervención que nos dicen algo sobre un secularismo avanzado. Al fin y al cabo cuando se indaga un poco en sus razones, siempre hay alguna “evidencia” de especialistas anti sistema, “médicos nobles” o “virólogos rechazados por la OMS” que develan la “verdad”, en general expertos que piensan más en fortalecer el sistema inmune que en los agentes patógenos o en el entorno ecológico de Gaia por sobre la OMS y sus “sistema de vacunación indiscriminado”.
En sus versiones más extremas, lo que aúna estas posiciones, tanto religiosas en sentido estricto, holísticas o estrictamente seculares es el asumir teorías conspirativas sobre agentes externos, planes maquiavélicos y poblaciones engañadas que deben “despertar”, como las que describe por ejemplo Luc Boltanski en su libro Enigmas y Complots. A diferencia de las clásicas racionalidades complementarias, que se conectaban parcialmente con una pluralidad de racionalidades simultáneas, ese tipo de intervenciones hacen del rechazo de la evidencia oficial una marca de identidad y un modo de presentarse en el espacio público.
Frente a este escenario ¿cuál es el lugar para las ciencias sociales, sobre todo las que se apegaban a un proyecto preocupado por la pluralidad de racionalidades? ¿Auto culparse por quedar asociadas a la complicidad con los nuevos integrismos epistémicos? ¿Seguir insistiendo ciegamente en una agenda de racionalidades “buenas” y cerrar los ojos a las derivas neoconservadoras contemporáneas? ¿Renunciar a un principio de simetría epistemológica general y ser “críticos” con quienes nos caen mal?
Estudios sociales de la creencia y democracia
Las ciencias sociales que han estado desde el comienzo preocupadas por los modos diferenciales de construcción de la creencia, la alteridad y la diversidad poseen herramientas cruciales para entender este tipo de procesos. Contra la idea de que las ciencias sociales no tienen mucho para decir y que los recursos de la antropología son en este tipo de casos inútiles, ya que sería únicamente un relativismo ingenuo y, en su peor versión, una relativismo moral peligroso, insistimos en que la radicalización de la lógica negacionista en tanto una lógica diferencial a la nuestra, nos permite reconocer un proceso que de otro modo queda liberado a explicaciones como la estupidez, la irracionalidad o factores externos a las propias personas, su función social, su replicación de procesos generales como el neoliberalismo. Sin negar que puedan tener funciones específicas y que esos fenómenos macro existan, tratar de entender los negacionismos en sus propios términos debería permitirnos concebir sus condiciones de proliferación, de eficacia social y, por lo tanto, actuar políticamente de un modo menos ingenuo y reactivo, y más acorde a un Otro que hay que interpelar. Los estudios sociales sobre las creencias religiosas llevados a cabo por investigadores locales desde mediados de la década de 1980 poseen una gran cantidad de herramientas para reflexionar sobre ello. Para quien no se adentre en ese campo tal vez muy específico, y prefiera ejemplos menos alejados de su horizonte cultural secular, los trabajos de Emilio de Ipola sobre el estatuto de la creencia, sobre todo su ensayo El cáncer y la crotoxina en Buenos Aires sobre el movimiento de desconfianza en la ciencia oficial y el apoyo al tratamiento alternativo para el cáncer en la década de 1980, son todavía un paradigma que ha sido poco explotado en las ciencias sociales locales.
Entre el negacionismo científico y el cientificismo en ciernes, ese exacerbado por la dureza biológica de la pandemia del COVID 19, podríamos insistir en algunos puntos que tal vez nos puedan ayudar a exhortar el lugar significativo que hoy tiene el enfoque de la construcción social de la creencia como un campo específico de las ciencias sociales.
Primero, necesitamos reconocer que existe un clima que desmerece el conocimiento de las ciencias sociales dedicadas al análisis de las creencias en todos sus niveles, desde el operador mediático o el tweetero que desprestigia investigadoras porque sus temas son “irrelevantes” para el bien común, como lo demuestra la puesta en cuestión del trabajo de Soledad Quereillhac sobre el esoterismo y los saberes científicos de entresiglos, hasta el investigador formado en ciencias duras que no entiende para qué diablos sociólogos, antropólogos e historiadores estudian los modos de producción, circulación y usos de saberes, religiones o creencias. No descuidaría tampoco a los propios científicos sociales, que frente a la pandemia del COVID 19 parecen desconfiar más que nunca del “clima relativista” o “constructivista” de una serie de estudios contemporáneos sobre el estatuto de la creencia, la eficacia, la evidencia y la confianza.
En segundo lugar, debemos insistir en que el relativismo epistemológico no es el relativismo político. El ejercicio de simetría es un ejercicio cognitivo, no uno que implica la simpatía o la justificación moral del otro, sea cual fuere. La antropología tiene que romper con esa romantización del Otro muchas veces implícita y otras tantas explícita. Nuestros compromisos políticos pueden clivarse con el relativismo, si lo han hecho en buena parte de la defensa de la diversidad no necesariamente tienen que seguir haciéndolo. Tal vez podemos ser menos ingenuos en esa relación, pero ello no implica renunciar al proyecto de relativismo cognitivo, que es un vehículo de conocimiento y no exclusivamente un compromiso ético con el Otro, como señala de modo paradigmático para la disciplina el antropólogo Talal Asad en su célebre ensayo El concepto de traducción cultural en la antropología social británica. Una antropología de las creencias, o tal vez de los saberes y los modos de vida, de quienes no nos caen simpáticos es necesaria, cada vez más necesaria. Tal vez en esta coyuntura, la necesidad de una mirada cercana, detallada y sincera de principios y modos de creencia “no empáticos” abre un nuevo dilema epistemológico que se viene discutiendo desde hace décadas pero que ahora adquiere una relevancia inusitada.
Finalmente, resta sólo mencionar algo en relación al concepto de creencia como un recurso analítico. Es bueno recordar que toda la vida social contemporánea está construida sobre la “creencia”. Creencia en el Estado, en el dinero, en el amor. La idea es muy vieja, por lo menos desde finales del Siglo XIX ya se dijo que sin esas creencias no habría sociedad. Si llevamos la crítica a la creencia hasta sus máximas consecuencias deberíamos desestimar, sólo para empezar, todas las religiones, seguir luego por los sistemas de confianza monetaria y finalmente por la misma democracia participativa, la libertad y el individuo. Todos esos sistemas son regímenes de confianza. Es necesario matizar la crítica ingenua a la llamada “pos-verdad” o las “fakenews” como si fueran una especie de manipulación de idiotas, gente ignorante o, como dicen algunos psicólogos y politólogos, personas con “sesgos cognitivos”. En todo caso, la disputa no debería basarse en desmentirlas solamente (incluso cuando muchas de ellas se basan en acciones deliberadas de mala fe, sus efectos sociales no pueden reducirse a ello) sino en mostrar sus condiciones de eficacia, y preguntarse qué estamos haciendo mal que los modelos que esperamos sean social y colectivamente consensuados como válidos no lo están siendo. Ello podría llevarnos a reivindicar la ciencia pero desde un lugar menos grandilocuente, uno más humilde y cotidiano. De entender el funcionamiento de los regímenes de confianza, evidencia y eficacia que habitualmente se denominan creencias depende no sólo la vida humana, sino la posibilidad de que podamos construir otro tipo de sociedad democrática en los próximos años.
[…] “Centrarse demasiado en las particularidades rituales o dogmáticas de una u otra religión confunde, porque lo central no es esa carcasa externa sino lo que la sostiene: una fe anterior en sentido lógico a las religiones y las instituciones religiosas propiamente dichas. La fe en que el mundo que habitamos tiene un sentido último, que no es un mero accidente en la historia del universo y que, por tanto, nuestras vidas forman parte de una trama trascendente, de una especie de obra a gran escala que tal vez no podamos comprender pero que existe. Y eso es lo fundamental: no tanto el argumento en sí o la comprensión de las verdades religiosas sino la creencia en su existencia” indica Mauro y añade “Desde este prisma no hay contradicción entre vacuna y cadena de oración o entre medidas sanitarias y Espíritu Santo. De hecho en nuestros días, es interesante subrayarlo, muchas de las resistencias más contundentes a los planteos médicos y científicos no provinieron de las religiones sino de discursos, digamos entre comillas “más laicos“, como los generados desde algunos de los sectores nucleados en los llamados grupos “anticuarentena” que han animado todo tipo de teorías conspirativas. Hay buenos trabajos que están apareciendo al respecto de este punto, como el escrito por Nicolás Viotti en el blog de Diversa. […]
[…] Por Nicolas Viotti para DIVERSA […]
[…] desprovisto de los tintes apocalípticos y conspiracionistas que han caracterizado el discurso de los denominados grupos “anticuarentena”. Por supuesto, esta impronta no excluye la posibilidad del milagro y de la intervención divina […]
[…] desprovisto de los tintes apocalípticos y conspiracionistas que han caracterizado el discurso de los denominados grupos “anticuarentena”. Por supuesto, esta impronta no excluye la posibilidad del milagro y de la intervención divina […]
[…] Como distintas investigaciones han dado cuenta para nuestro caso local[1] (Flores 2020; Mauro y Fabris 2020; Giménez Beliveau 2021) Argentina tuvo un alto acatamiento de las medidas sanitarias sobre todo en la primera etapa de ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), que se fue debilitando en las etapas de DISPO (Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio) (Semán y Wilkis 2021). La nueva ASPO decretada en abril de este año es quizás en uno de sus puntos de legitimidad más débil de las medidas, incluso cuando avanzan velozmente los planes de vacunación y se han acallado mediáticamente (aunque no han desaparecido) algunos sectores antivacunas con mucha presencia el año pasado (Viotti 2020). […]