Texto y fotos por Mariana Abalos Irazábal (UNSAM)
El reloj marcó las cinco menos veinte de la mañana del día dos de febrero. Bajé del micro de larga distancia, entré a la terminal de ómnibus de San Clemente y me senté en una de las mesas del bar junto con mis acompañantes. Levanté la vista, aún media soñolienta, para observar a un grupo de tres mujeres sentadas en la mesa frente a la mía; noté que tenían un ramo de flores celestes y blancas. Automáticamente sonreí: estaba donde tenía que estar… estaba “en casa”. Esperamos a que clareara un poco el cielo y emprendimos la caminata hasta el mar. Una vez allá, vimos transcurrir el desfile interminable de personas con ropas blancas, flores, barquitas celestes, tambores, frutas, cajas con miel, perfumes, etc. Los primeros rayos de sol del día correspondiente a la Mãe Iemanjá acariciaron la playa, y con ellos se dio inicio a las ofrendas.
Personalmente, viajé para realizar la entrega de la barca como ofrenda a la Mãe Iemanjá junto con mi mãe de santo y mi abuela de religión. Sin embargo, nuestro povo iba a llevar a cabo la ceremonia al atardecer; por lo tanto, me dediqué a disfrutar de la playa desde primera hora de la mañana. En todo el tiempo que tuvo lugar desde mi arribo a la costa hasta la realización de la ceremonia, presencié una amplia cantidad de ofrendas. En la mayoría de los casos eran despachos de las características barcas celestes, cargadas de decoración y regalos de todo tipo (alhajas, maquillajes, espejos, flores, imágenes, cartas escritas a mano con mensajes de agradecimiento y peticiones de los devotos, velas y demás). Dichos despachos estaban acompañados en algunos casos por breves sesiones de Umbanda o de Batuque, o sino simplemente por el toque de un tambor y/o el canto de rezas y pontos religiosos correspondientes al orixá venerado ese día. A su vez, lo que se realizaba con las barcas también era diferente en cada caso habiendo quienes las largaban en el mar, otros que las dejaban en la arena, otros que terminada la ceremonia la levantaban y la llevaban de regreso. También estaban quienes no entregaban una barquita, pero armaban sobre un mantel una mesa con ofrendas vinculadas a la entidad, como por ejemplo mazamorra blanca y sandías. Los grupos de fieles eran muy variados entre sí, pudiéndose observar un conjunto de más de treinta personas, como también pequeños grupos de a tres o cuatro personas.
Después de un rato de llegar a la playa, miré para los costados. Tanto a mi izquierda como a mi derecha, lo único que llegué a divisar eran trajes y pañuelos blancos (o con variedades en celeste y algún color más). La costa estaba llena de pequeñas concentraciones de gente rindiendo culto, armando micro-espacios, micro-mundos. Cada grupo se hallaba practicando la religión al mismo tiempo pero sin interactuar con el de al lado: la madre de todos los orixás, la Mãe Iemanjá, con su magnitud e inmensidad podía cubrir y responder simultáneamente a todas las personas reunidas en su fecha. Al mismo tiempo, en el mismo lugar pero por separado, cada grupo estaba manteniendo una interacción específica con el orixá: algunos batiendo cabeza a modo de saludo por recién arribar a la playa, otros ya en el agua ofrendando la barca, otros girando e invocando a sus entidades, otros cantando. Era el mismo espacio-tiempo (la playa de San Clemente y el día dos de febrero), pero al estar poniéndose en práctica algo religioso, el espacio-tiempo sacro pasó a cobrar centralidad; de allí es que en el mismo lugar y en el mismo momento, tenían lugar una multiplicidad de situaciones micro que consolidaban su propia relación espacial y temporal sagrada, independiente de las demás que se encontraban tan próximas geográficamente.
Pese a esta heterogeneidad en torno a la celebración de la data de la Mãe Iemanjá y cómo sus fieles la veneran, pese a que cada grupo estaba llevando a cabo algo sin vincularse con las personas a su alrededor, pese a que algunos se encontraban en la misma oportunidad y otros llegaron cuando los primeros ya partieron, perduró durante toda la jornada una identidad latente en todos quienes nos acercamos a la playa por motivos religiosos. En primer lugar, atino a pensar que la identidad era la de “afroumbandistas/umbandistas” y sus variables; pero reconozco que ese día la identidad en común que nos atravesaba a todos no estaba marcada tanto por la religión o por cómo se la practica, sino por la fe a la deidad vinculada al mar – en mi caso, nombrada como Mãe Iemanjá -.
Me sentí en cierta forma identificada con cada uno de los despachos que presencié durante esa jornada, me sentí identificada con cada sesión que tuvo lugar, con cada barca, con cada ofrenda. Me sentí identificada con cada ceremonia, más allá de si en la casa de religión a la cual yo pertenezco las cosas se realizan de la misma forma o no. Ese día las diferencias rituales y doctrinales no tenían la relevancia que suelen tener a veces en el día a día de los terreiros, ya que nos convocaba un mismo denominador común: la Mãe. Me sentí identificada, entonces, con todos… con las personas vestidas de pies a cabeza con ropa de religión, como también con aquellas personas que simplemente estaban sentadas en la playa y se las veía cantar las rezas religiosas. Hasta tal punto lo religioso consolida su propia legitimidad, su propia relación espacio-tiempo, que en ese día en el mar pude sentirme identificada con cientos de desconocidos, tanto los que veía cara a cara como a los que no (pero de los cuales quedaban sus flores, sus perfumes, sus regalos…); y era indistinto de si eran practicantes de la religión o no lo eran, eso no importaba… lo importante es que estaban en la misma situación espiritual que yo. En un momento, me encontraba metida en el mar y vi pasar al lado mío a un hombre que entró solo, sin ningún tipo de ropa o elemento religioso, entregando unas flores dentro del agua, con los ojos cerrados, concentrado en su mundo; y me vi reconocida en él, me identifiqué. Bajé la cabeza levemente a modo de respeto para dejarlo pasar y deseé de corazón que todo lo que él estuviera hablando con la Mae se concretara. Me sentí su igual.
Tras eso, salí del agua para sentarme en la arena a observar todas las cosas que acontecían a mi alrededor. Una sesión de Umbanda estaba teniendo lugar a mi derecha, por lo que me quedé mirando a los médiums mientras giraban, llamando a sus entidades. Finalmente, los pai llegaron: eran los africanos/as y bahianos/as. Desde mi lugar, acompañé los cantos del tamborero y sonreí con las ocurrencias de esas entidades tan risueñas, plenas, que reían y disfrutaban de estar en la playa. Al momento noté que había un vendedor parado cerca mío, observando de lejos la ceremonia y hablando por celular; al parecer, el vendedor ambulante era un migrante africano. No pude evitar pensar qué opinaría sobre lo que estaba viendo. ¿Qué cruzaría por su mente? ¿Qué sentiría al ver a un grupo de personas – blancas – reivindicando la cultura africana? ¿Qué pensaría de verlas en transe con esos espíritus que se autoproclaman como africanos/as? Su expresión no transmitía mucho, pero algo en mí me hacía sentir que no era muy simpatizante con la ceremonia que se estaba practicando. Quizás simplemente es por la experiencia personal de tener un amigo que migró de Angola, el cual tiene una mirada fuertemente peyorativa respecto a esta religión y la incorporación; él me relató que en la zona en la cual vivía, la gente que realizaba estas prácticas espirituales era vista como con malas intenciones. No puedo dejar de lado también, sin embargo, el hecho de que mi amigo es católico practicante con una perspectiva muy tradicional. Cual sea el caso, en ese momento no pude evitar pensar en qué opinión tendría ese hombre, si se sentiría ofendido, reivindicado, indiferente…
Lo anterior me llevó a reflexionar sobre algo que concurrió a mi mente en varias oportunidades, y que es el hecho de la relación empática que muchas veces desde los religiosos blancos se la presupone como recíproca entre ellos y la comunidad africana/afrodescendiente. Para ser más simple: a veces se presupone que por cultuar entidades africanas, se está reivindicando indirectamente a la actual comunidad africana o afrodescendiente y que esa mirada de comprensión y afecto es correspondida, cuando no necesariamente es así. Vinculado a esto, está la necesidad de quebrar de forma paulatina con la relación antiguamente establecida de raza-religión. No se puede negar la indiscutible matriz afro que tiene esta religión, pero eso no significa que sus practicantes sean en su mayoría africanos/afrodescendientes, ni que estos mismos tengan un vínculo empático con los afroumbandistas/umbandistas. Si bien tanto los africanos/afrodescendientes y el afroumbandismo/umbanda tienen una misma raíz africana común, en lo que respecta a experiencias, necesidades y reclamos ni los religiosos representan a la comunidad afro, ni la comunidad afro cubre a los religiosos. En muchos casos la identidad afro y la identidad religiosa convergen y van de la mano, pero en muchos otros – diría que en la mayoría de las personas – no es así.
Finalmente, al atardecer concretamos la ceremonia de entrega de la barca. Todo salió como lo esperábamos, con la emoción y la energía que nos envuelve en fechas tan importantes. Al terminar de juntar la basura y nuestras pertenencias, emprendimos el camino para regresar, aun con unos restos de sol cubriendo la costa. Vimos pasar camiones municipales por la playa con equipos de limpieza. Cada camión paraba en algún lugar y unas seis o siete personas descendían rápido por la parte de atrás con guantes y bolsas de residuo para recolectar la basura. Para mi sorpresa – en realidad, lamentablemente no sé qué tanto me sorprendió… – solamente juntaban las barcas y los restos de ofrendas que habían quedado en la arena. En ningún momento juntaron las bolsas de basura acumuladas en la playa, sino simplemente lo vinculado a las ceremonias religiosas; al parecer, esa era la tarea asignada porque fue todo lo que hicieron.
Nosotros, recién energizados con nuestra ofrenda religiosa, lo primero que presenciamos fue cómo un grupo de personas organizadas se apuraba a levantar todo resto, toda señal, todo símbolo de la Mãe Iemanjá. Claro que sumando, además, caras, gestos y charlas poco respetuosas respecto a las cosas que recolectaban. Respiramos profundo y cuando vimos que terminaron su tarea, continuamos nuestro camino. Adelante nuestro, la camioneta estaba intentando salir de la playa y se trabó por la arena en un médano, provocando que varios de los pasajeros casi se cayeran del vehículo. Ante esto, una hermanita mía de religión de apenas diez años de edad, con sus ojos pícaros y esa sonrisa característica de los niños, dictaminó que eso les pasaba porque la Mãe estaba enojada porque se estaban llevando todas sus cosas. Me reí ante la ocurrencia espontánea de la nena y eché una mirada más a mi alrededor. Observé que aún seguían llegando algunos grupos aislados a realizar su ofrenda con los últimos rayos del atardecer.
Pese a que antes de que terminara la data de la Mãe Iemanjá, desde el gobierno municipal en cierta forma simbólica ya se le estaba dando cierre (enviando camiones de limpieza para sacar todo lo que quedara en la playa); al mismo tiempo, grupos de religiosos estaban abriendo nuevamente otra ceremonia. Mientras se sacaba de la playa todo símbolo sacro, los devotos continuaban dejando ofrendas. Al fin de cuentas, lo que nuclea a la devoción de los fieles es el mar, no los elementos que colocan en la playa. Por más de que se eliminen todo los restos antes de que termine el día, el mar seguirá existiendo… por ende, la Mãe Iemanjá seguirá esperando y convocando a sus seguidores una y otra vez, los cuales sin duda alguna asistirán nuevamente a expresarle su fe.
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