“Simplemente quiero decir que si en algún lugar
de este libro escribo ‘hice’, ‘fui’, ‘descubrí’, debe
entenderse ‘hicimos’, ‘fuimos’, ‘descubrimos’.”
Rodolfo Walsh*
“Voy a sacarle fotos a los altares del Gauchito que encontremos por la ruta. A algunos al menos… ¡Total! ¿Hasta donde puede haber? ¿Santiago del Estero?”. Apenas terminé de decirlo ya parecía un acuerdo difícil de cumplir. Es que, durante los preparativos del viaje a Jujuy que estábamos armando con mi esposa, imaginaba que la “zona de influencia” del santo correntino sería principalmente el Litoral y Buenos Aires, disminuyendo hacia el Norte, pero que no se extendía más allá de Santiago del Estero. Yendo por la Ruta 9 hasta Rosario casi ni les dí importancia a los altares, ya por la 36 me llamaban más la atención pero todavía no lo suficiente. Banderas rojas colgadas de los alambrados, altares a la sombra de árboles grandes, otros en la entradas de los campos, todo se tornó habitual y esperable pero de todas maneras lo fotografiaba. Es que mi idea era tomar imágenes de altares lo más lejano posible de ésta “zona de influencia”: Santiago del Estero y, con suerte, Salta. ¿Y Jujuy? No, en Jujuy esta muy fuerte la cultura andina: la Pachamama, el Ekeko… ¿Qué lugar podría a tener el Gauchito Gil?, pensaba. Sin embargo, Jujuy y el Gauchito me sorprenderían.
Una vela en Salta
De nuevo por la Ruta 9, a la altura del kilómetro 1536, en Salta, crucé uno de los altares más grandes. El relieve de esa zona es bastante ondulante y la ruta sube y baja abruptamente. Y entre subida y bajada se aparece este altar que tenía una construcción bastante más grande que las otras que ya había cruzado a la vera de la ruta. Eran dos habitaciones: una destinada para el altar del Gauchito Gil y otra que tenía una cocina y sillas. Allí habían tres personas, una mujer y dos hombres, que parecían ser los cuidadores. “¿Es devoto del Gauchito?”, me preguntó la mujer en respuesta a mi consulta sobre si podía tomar algunas fotografías. “Si, claro”, respondí rápidamente. Supuse que sería lo más práctico, o al menos lo más simple ya que yo tampoco tenía muy en claro la respuesta y era mejor que una larga exposición con dosis de antropología, fotografía y religión que siempre cuesta explicar. Afuera de la construcción había una cruz de madera clavada al suelo con la inscripción “Salva tu alma” junto a una montaña de botellas llenas de agua ofrecidas a la Difunta Correa. Al ingresar a la habitación del altar me encuentro con varias imagenes del Gauchito Gil de distintos tamaños, algunas otras de San La Muerte (dos de ellas de unos 50 cm. de altura), unas dos o tres imágenes de San Expedito y otras tantas de otros santos católicos. Las ofrendas eran las típicas de cualquier altar: bebidas alcohólicas, cigarrillos, flores, velas, banderas, gorras y carteles con pedidos y agradecimientos. “Tenemos velas a la venta, ¿quiere?”, me dice la mujer. “Si, por favor”, le respondí. Es que creía que era uno de los últimos altares con los que me iba a cruzar en mi viaje, así que el Gauchito bien se merecía una vela. Luego de tomar las imágenes que fui a buscar volví al auto y continué mi camino hacia Jujuy.
Altares quebradeños
Los altares del Gauchito Gil siguieron apareciendo al borde de la ruta: no con la misma intensidad, ni del mismo tamaño, pero seguían. El primero que me llamó la atención fue un altar que estaba en la entrada de Sumaj Pacha, un pueblo qolla que se encuentra sobre la Ruta 9, un par de kilómetros antes de Tilcara. Como estaba yendo, justamente, hacia Tilcara no me pude detener. Pero ya pasaría por allí nuevamente y con más tiempo. Al otro día, mientras me dirigía hacia las Salinas Grandes, pasé por otro altar que estaba a unos kilómetros de Purmamarca. Una construcción más tradicional que la salteña, más acorde a un “típico altar del Gauchito”. Banderas rojas, una caja de vino blanco, cigarrillos y velas rojas y blancas eran las ofrendas que acompañaban a las pequeñas imágenes del Gauchito Gil y de San La Muerte que estaban dentro. También había un paquete con tres velas nuevas y una caja de fósforos para que aquel que pase desprovisto de velas pudiese hacer su ofrenda. Pero lo que me sorprendió es que además los devotos dejan como ofrenda bolsitas de hojas de coca: ¿las dejarían por algún pedido específico? ¿las dejarían porque como a los promeseros quebradeños les gusta mascar coca, entonces suponían que también sería del agrado del santo?
Continuando mi viaje hacia Salinas Grandes me detengo a en una curva de la Ruta 52 a 4170 metros de altura. Allí había unos puestos con qollas vendiendo artesanías y dos altares: una apacheta y otro del Gauchito Gil. La apacheta es un montículo de piedras, a manera de altar, erigido en honor a la Pachamama en donde los viajeros le dejan ofrendas y piden que aparte las desgracias de sus caminos. Las ofrendas son habitualmente botellas de bebidas alcohólicas o de agua y hojas de coca. A 4170 metros de altura el oxígeno es muy escaso y cuesta bastante respirar. Pensé: “éste seguramente debe ser el altar del Gauchito a mayor altura”. El altar era similar al anterior que estaba cerca de Purmamarca, un poco más pequeño quizás. Con las mismas ofrendas, incluso las bolsas de hojas de coca. Pero en el frente tenía un pequeño montículo de piedras con una botella licor y otra de vino. Supuse que posiblemente las ofrendas eran realizadas con la misma lógica con que se hacían en las apachetas de la Pachamama.
Al siguiente día, volviendo de Tilcara pude sacarle una foto al altar que está sobre la ruta en la entrada de Sumaj Pacha. Era un altar pequeño, más bien tradicional, pero lo llamativo era que estaba frente a un pueblo qolla. “Comunidad Originaria” rezaba un cartel que reafirmaba mi suposición acerca de que las creencias serían más afines a su tradición. Pero el altar del Gauchito me decía lo contrario. Crucé varios otros altares: yendo a Humahuaca, de camino a Abra Pampa, cerca de Yala, en las afueras de Uquía y de Maimará. Sin dudas, el Gauchito ya está enraizado en el paisaje jujeño.
En el norte y en cielo
Después de haber pasado la noche en Huacalera, partí hacia La Quiaca con la intención de visitar la ciudad de Villazón en Bolivia. De regreso, apenas saliendo de La Quiaca, en donde la puna comienza a ganarle terreno a la ciudad, veo que a un lado de la Ruta 9 había un altar del Gauchito Gil. ¿Sería el altar más al norte de la Argentina? ¿Es que el Gaucho no dejaría de sorprenderme? Con una cruz de unos dos metros en el frente, el santuario tenía dos construcciones: una pintada de rojo, en la que estaba la imagen del Gauchito Gil y donde se dejaban las ofrendas, y otra que tenía una puerta cerrada con candado. Las ofrendas respondían a la manera de ofrendar que venía observando en otros altares jujeños. Bebidas, cigarrillos, flores, velas rojas y hojas de coca.
El destino del día siguiente fue Humahuaca. Natalia, una amiga que hace un par de años decidió radicarse en la quebrada, me recomendó de manera concluyente: “Si vas a Humahuaca no te pierdas de El Hornocal”. Entonces, después de haber recorrido Humahuaca y de haber disfrutado de un fortalecedor guiso de quinoa, partí hacia El Hornocal. Por un arduo camino de ripio, recorrí unos 25 kilómetros dejando atrás a una camioneta utilitaria y dos pick-ups que se habían averiado antes de llegar. Es que el camino decididamente no era de fácil acceso. El GPS marcaba que estábamos a 4366 metros de altura en el medio de ningún lado. Pero el paisaje era maravilloso: montañas de incontables colores, nubes al alcance de la mano, un sol brillante y el viento seco que soplaba suave pero persistentemente. Y ahí, en el centro de ese paraíso jujeño, un altar del Gauchito Gil. Pequeño, solitario y, por supuesto, a la vera del camino.
* Prólogo de “Operación Masacre”. 33º edición. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2007.
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