por Pablo Semán (UNSAM/CONICET)
La identificación con el proyecto de la modernidad debe ser entendida como impulso pero también como obstáculo para el conocimiento de la cultura de los sectores populares. La capacidad de los grupos populares de elaborar formas culturales propias no significa escisión de la totalidad ni la aparición de un caos de apropiaciones sin tradiciones de apoyo. En los dos puntos siguientes resumiré brevemente estas dos afirmaciones. Primero definiré y ejemplificaré, con casos relativos al análisis del campo religioso, el obstáculo epistemológico que supone el modernocentrismo. Luego, capitalizando los conceptos hasta aquí presentados, daré las indicaciones más generales acerca de la matriz cultural en que se apoya la producción de una corriente cosmológica, holista y relacional de la religiosidad popular.
La representación deshistorizada de la modernidad, la identificación con su mito, resulta en un particular etnocentrismo: el que se identifica con los valores liberadores de la modernidad pero, paradójicamente, asume una visión histórica que la piensa metasocialmente como un mecanismo de imposición absoluta y homogénea subtendiendo, como bien lo vió Castoriadis (1990), una nueva teología. La modernidad, según los modernocéntricos, transforma el mundo como el paso de Atila o como el rey Midas: privada de singularizaciones, sin hipótesis de versiones históricamente cualificadas por distintas formas de vivir su proyecto y organizar su hegemonía. Esta identificación consuma el poder de universalizar los particularismos ligados a una tradición histórica singular haciéndolos desconocer como tales con que Bourdieu (1999) caracteriza al imperialismo cultural que co-constituye al modernocentrismo. El modernocentrismo resulta tanto mas peligroso (más eficaz) cuanto más asume en la descripción de lo social una teoría social que, agobiada por una visión metasocial de la modernidad, hipostasia la familiaridad e indistinción de las prácticas populares.
Esta suposición es la que lleva ecuacionar bajo el titulo de religiosidad “nominal”, supuestamente tenue y poco intensa, fenómenos que apenas tienen similitud externa como las propensiones lacicistas las clases medias y la irregular practica sacramental popular que, denunciada por los sacerdotes, se desquita en la riqueza de mal llamada “múltiple afiliación religiosa”.
Es el modernocentrismo el que inhibe la percepción de los efectos diferenciales de la difusión de la medicina y la escuela que lleva en las clases medias a la erosión de las etiologías místicas, y en las clases populares a una duplicidad defensiva frente a la inquisición de médicos, maestros, psicólogos y asistentes y cientistas sociales. Es el modernocentrismo el que universaliza los problemas de su temporalidad social y lo mide todo por referencia a si mismo. Así lo hace cuando, en una sociedad multitemporal, disuelve la especificidad de la práctica cosmológica popular al interpretarla como expresión de una crisis de la madurez de la modernidad siendo que es, simplemente, el testimonio de su problemática implantación. Es el modernocentrismo el que, centrandose en un conjunto limitado de experiencias históricas, se condena a interrogar la expansión del pentecostalismo como si sólo pudiera ser la perversión o la réplica del protestantismo, como si su difusión ocurriera en una cultura cerrada, inflexible y eterna, en una arcanoamérica macondiana, o en una tierra vacía a la que los bautizados en el espíritu llegarían, cual peregrinos del Mayflower, para recrear la aventura americana como si esta no hubiese existido.
Porque el modernocentrismo se origina en las formas que nos informan como sujetos, su quiebra no puede ser efecto de una declaración o de la simple intensificación de la suma de datos acumulados, sino de la perspectiva teórica escogida. Nos permitimos señalar brevemente la alternativa conceptual en que se basa este artículo: a la idea de agente como individuo históricamente invariable Mauss opuso el concepto de persona como construcción cuya variabilidad cultural es empíricamente constatable (y dentro de las cuales el individuo moderno y su representación atomizada, ecualizada y relacionada por convenio es un caso en el que esa construcción es radicalmente negada). Esta posibilidad que ha sido desarrollada teóricamente y empíricamente por Dumont en su interpretación del sistema de castas de la India (1992) encuentra corroboraciones en la antropología de sociedades complejas contemporáneas, que revela que no es necesario ir tan lejos en el tiempo y el espacio para encontrar variaciones respecto de las figuras ideales de la modernidad, que las clases populares, en forma relativa a la cultura dominante en las clases medias y en las elites innovadoras, encuadran su experiencia de forma holista, jerárquica y complementaria (opuesta al individualismo moderno).
Ahora bien: la cultura de los grupos populares urbanos de Latinoamérica no es cualquier cultura popular, no es cualquier diferencia, no es una matriz “otra” en abstracto. Frente a diversas versiones del impulso modernizante sostenido por las elites, se ha moldeado aquilatándolo en composiciones de una configuración específica: priorizando a los valores de la familia (en la que la diferenciación de papeles y complementariedades difiere del universo moderno del proyecto individual y la carrera), la localidad (que supone toda una distancia de los modernos énfasis universalistas y humanistas), la reciprocidad (la conciencia de pertenecer a un entramado de dones y contradones y todo lo que esto dista del contrato) y el trabajo (la capacidad de combinar “fuerza”, “corazón” y templanza en dosis apropiadas al hombre y la mujer y en todo lo que esto es diferente del desarrollo y la realización personal – ideologemas de los grupos afinados con la modernidad).
Ésta configuración de motivos no es ajena a la modernidad, pero es un foco en el que ella se ha consumado en una combinación específica. Esa matriz otra a la que he referido más arriba, ese epicentro de elaboraciones diferenciales, se renueva y cambia, pero no deja de ser una estructura de acogida que “distorsiona” lo que viene de otros polos de la sociedad: como la ostra mítica, que pertinazmente transforma en perlas los más diversos elementos, esa matriz procesa según sus reglas las más diversas interpelaciones.
Esto complejiza lo que en la arquitectura social de las elites (y en los análisis que presuponen hegemonías absolutas y totales) era un círculo perfecto que las tenía por centro exclusivo. Esta idea conduce a una especificación de importantes consecuencias para nuestro argumento: si la cultura popular se constituye en intercambio y relación con la cultura de la sociedad englobante a la que pertenece su diferencia, si es efecto de la reinterpretación de términos compartidos con esa cultura, presenta una diferencia que, vis a vis la cultura englobante, es relativa. No obstante, la relatividad de esta diferencia no la hace menos importante o menos consistente y hace a su captación, paradojalmente, más necesaria, más dificultosa, más necesariamente cargada de precauciones. No se trata de tornar familiar algo que sería extraño, como una cultura indígena o una supuestamente arcaica y simple comunidad tradicional. Se trata de desfamiliarizar, de volver extraños los términos que supuestamente se comparten con los sectores populares pero que en su experiencia reciben otra interpretación.
Este texto es parte de un artículo ya clásico sobre la religiosidad popular. Reproducimos este trecho porque creemos que continúa vigente y que este argumento no ha recibido la atención que sí obtuvieron otros desarrollados en el mismo artículo. El trabajo completo se puede leer aquí.
Deja una respuesta