Por Alejandro Frigerio (FLACSO y UCA/CONICET)
Como alguien a quien le interesa la religión -y, en especial, las variadas e inesperadas formas que ésta puede tomar- no puedo sino buscar, cada vez que voy a la ciudad de México, rastros de la devoción a la Santa Muerte. Empecé a interesarme en ella hace casi una década, cuando noté que una revista dedicada al culto se vendía en los quioscos de diarios del centro de la capital azteca. Este y otros indicios hacían que su presencia fuera visible en lugares centrales de la ciudad – al menos para el ojo entrenado o devoto. Luego, gracias a, y junto con, la antropóloga mexicana Nahayeilli Juárez Huet, visité dos de los principales templos de la devoción, situados en la colonia Morelos (compuesta por barrios populares no lejos del epicentro de la ciudad) y vi su imagen multiplicada casi hasta el infinito en el pasillo 8 del Mercado de Sonora, donde se venden múltiples artículos mágico-religiosos de distintas tradiciones: esotéricas, populares y afrocubanas -si es que vale la pena esta distinción.
Aunque sin duda el habitat «natural»/social de la Santa Muerte son los barrios populares y los mercados o tiendas especializadas, fueron estos rastros de su presencia en lugares mucho más céntricos -y social, religiosa y culturalmente significativos- los que llamaron mi atención. Esto se debe sin duda por comparación con Buenos Aires, ciudad en la que el control estricto de qué tipo de prácticas (religiosas y culturales) y de cuáles personas pueden encontrarse en lugares significativos de la ciudad (lo que en otro lado he llamado el orden religioso y racial-espacial) es muy notorio, ya que resulta vital para poder sostener nuestra auto-identificación como una ciudad «europea», «blanca», «moderna» y «católica» -o, en su variante más ilustrada, «racional». La presencia de lo «popular», por lo tanto, y especialmente de sus imágenes simbólicamente amenazantes me pareció muy disímil en ambas ciudades.
Recuerdo, entonces, los libros que sobre la Santa Muerte se vendían, entre otros varios temas esotéricos o de conocimiento general, en un puesto callejero casi en la entrada de la Catedral de la ciudad; sus imágenes engalanada con un atuendo azteca que un vendedor ambulante ofrecía a unos pocos metros mas allá, en la esquina donde la Catedral se encuentra con el Zócalo y el Palacio Nacional; o las imágenes casi tamaño natural que engalanaban y protegían dos tiendas de hierbas y otros productos terapéuticos y mágico-religiosos en el Pasaje Catedral, justo atrás de la iglesia principal de la ciudad, así como también el altar ambulante que una joven movilizaba y custodiaba en la calle que, por el costado de la casa de gobierno, llegaba al Zócalo -a menos de una cuadra de distancia del mismo. De esta manera, en formas bastante diferentes pero significativas y muy visibles para observadores atentos, «la Niña Blanca» decía presente en el corazón de la ciudad de México, asediando su principal templo religioso, custodiando su casa de gobierno, y exhibiendo las varias maneras en que podía encarnar (valga el oxímoron), los distintos ropajes con que se viste y los múltiples orígenes que se le adjudican (pre-hispánicos, hispánicos, contemporáneos).
Sin embargo, tres años después, en mi última visita al DF (en este último abril) extrañé la presencia de «la Flakita» -como la llaman sus seguidores- en varios de estos lugares céntricos. Ya no había libros de ella frente a la catedral (aunque el puestito seguía allí) y no estaba el vendedor ambulante con su versión azteca. De hecho, no había vendedores ambulantes en la esquina de la Catedral ni tampoco estaban los shamanes haciendo limpias a la vuelta -apenas varias personas con carteles ofreciendo sus servicios de plomeros, tapiceros y otros oficios seculares que no tenían que ver con sanaciones ni temas espirituales. El área alrededor de la Catedral parecía ahora más cuidada y «controlada» respecto de estas presencias heterodoxas. Tampoco vi a la Santa Muerte en el Pasaje Catedral. Seguían las dos tiendas esotéricas, que ahora parecían desprotegidas sin su guardiana y aún más perdidas entre varias otras que vendían grandes imágenes religiosas (bien) ortodoxamente católicas. Significativamente, una gran estatua tamaño natural de Juan Pablo II sentado a la entrada de una de estas tiendas «ortodoxas» parecía ser ahora la principal imagen guardiana del Pasaje -se le podían sacar fotos (no en el resto de la galería) pero ayudando con alguna contribución monetaria.
Pese a estas ausencias para mí notorias, tampoco es que la Santa Muerte estuviera tan lejos. Un corto paseo por un área de tiendas populares detrás de la Casa de Gobierno me llevó a ver, a apenas tres cuadras de distancia, una imagen tamaño natural de la Santísima, con un vestido amarillo -que, como suele ser el caso, parecía de novia-. La imagen custodiaba la esquina en la intersección de las calles Jesús María con Moneda. En diagonal, pero en el medio de la calle peatonal, una gran estatua de San Judas completaba el peculiar altar callejero. Según un artículo que encontré en internet, en ese barrio detrás del Zócalo varios comerciantes se turnan para cuidarla, y semanalmente cambian su vestido por otro de colores diferentes. Todo el barrio, por otro lado, parecía más atildado. Los centenares de puestos callejeros que hace unos años transformaban la zona en un gran y caótico mercado popular al aire libre -por el cual se transitaba con dificultad- habían desaparecido, dejando ahora solamente a los comercios «legales» alojados en los edificios antiguos, a los cuales ahora se accedía fácilmente por las calles peatonales .
Una operación similar de ordenamiento/disciplinamiento del espacio público -una reajustada del orden religioso-espacial, diría- que afectaba no sólo la presencia de La Santa Muerte sino también de otros santos populares también era apreciable en los alrededores de la Basílica de Guadalupe. Los puestitos de venta de artículos religiosos que estaban a ambos lados de la gran calzada que, en el medio de una avenida, lleva a la Basílica habían desaparecido. Todos o varios de ellos habían sido alojados en dos (más o menos) grandes edificios que a modo de shopping centers mágico-religiosos habían sido creados especialmente -uno a un par de cuadras de la Basílica, y otro justo enfrente de su entrada. En estos puestos, supongo que ya más regularizados, las imágenes de santos menos ortodoxos como Jesús Malverde, San Simón o la Santa Muerte eran poco visibles -si es que estaban.
De la misma manera, el gran mercado popular de puestos de venta de imágenes, remeras y de comida que estaba justo a la entrada a la Basílica (en un nivel inferior, que cruzaba debajo de la calzada de entrada, cubierto de toldos que le daban una tonalidad rojiza o anaranjada a todo lo que allí vendían) también había desaparecido. Ahora sólo quedaban las santerías más ortodoxas, integradas al complejo subterráneo que provee de estacionamiento y de baños a los visitantes a la Basílica. En ellas, como siempre, no hay una sola imagen de los santos populares más controvertidos -que siempre se podían encontrar en los puestos populares que estaban justo enfrente. Se destacan grandes imágenes de Jesús, la Virgen de Guadalupe y Juan Pablo II, y hasta San Judas Tadeo, el santo más popular que en México puede transitar la delgada línea entre la devoción institucional y la extra-institucional y heterodoxa, parece ausente.
La única parte que todavía permanece de este antiguo mercado popular que rodeaba como una gran serpiente la morada de la Virgen es una franja lateral, más pequeña y visible sólo desde un costado del parque, frente a las cascadas y a las enormes y bellas esculturas que muestran a la Virgen de Guadalupe venerada por los indígenas mexicanos. Allí, en esta área (por ahora) sobreviviente al gran operativo de disciplinamiento del espacio público – impulsada sin duda por un intento de regulación religiosa-espacial de qué imágenes se pueden vender, dónde y por ende qué tan visiblemente- todavía sienta sus reales la Santa. Entre los puestos algo precarios, cubiertos con lonas unidas a moda de gran carpa, hay un gran altar, con una imagen tamaño natural de la Santa Muerte -a escasos metros de la entrada al parque de la Virgen.
Otros indicios de su disminuída visibilidad pública: repasando fotos de hace unos siete años veo que vendían muchas imágenes pequeñas de la Santa en los puestos en la entrada de la iglesia de San Hipólito, en una de las esquinas del Paseo de la Alameda -templo que es sobre todo el principal lugar de veneración de San Judas y donde cada año se concentran masivamente los fieles para su fiesta. Este año habían desaparecido y sólo quedaban las del patrono del lugar. Una visita a un notable altar público en la colonia Doctores -también cerca del centro- muestra que su imagen tamaño natural, que estaba dentro de una gran estructura de vidrio sobre una ancha calle ya no acompaña a la de Jesús Malverde. Ahora sólo queda la del santo de Sinaloa. La de la Santa Muerte aún se puede ver, pero ya no tan fácilmente, sino detrás de las rejas que protegen un espacio pequeño que funciona como negocio de venta de artículos religiosos para su culto y altar de reunión y veneración dos veces por mes.
Algunos otros límites espaciales y de clase a la presencia de la «Niña Hermosa» permanecían iguales que antes. Son muy claros y persistentes en los distintos tipos de mercados, según estén dirigidos a un público turístico o de clase media, o nativo-popular. En los primeros (el de San Angel principalmente, o el de la Zona Rosa y algo menos el Mercado de la Ciudadela) las muchas calaveras y esqueletos exhibidos para la venta son principalmente variantes de la Catrina o calaveras de (altares de) muertos. No hay casi versiones artísticas o folklorizadas de la Santa Muerte -con pocas y muy raras excepciones: una de ellas, que sólo vi en un negocio en el Mercado de la Ciudadela, fue la Santa Muerte en versión huichola. Sí se encuentran algunos dijes de plata con la Santa Muerte en negocios de platería en estos mercados, pero su frecuencia es bastante menor comparada con los puestitos que los venden en la calle. De la misma forma que la devoción a, y la figura de, Jesús Malverde -y a diferencia, por ejemplo, de las calaveras de los altares de muertos- no parece la devoción a la Santa Muerte parte de la cultura popular que es considerada mostrable for export.
El «pasillo» mágico-religioso del Mercado Sonora sigue siendo su morada más conspicua: continúan allí infinidad de imágenes de diferente tamaño, colores y materiales; alguna grande que sirve de altar devocional in situ, así como practicantes que ejercen en su nombre en los propios pasillos (complementando o no con Santería o con prácticas «brujeriles» más antiguas). Sin embargo, comparando con fotos más antiguas del mismo lugar, veo que también disminuyeron los altares devocionales a la Santa Muerte, con imágenes tamaño natural, en las entradas de los negocios -aunque esto también puede estar relacionado con una disminución del tamaño de los mismos, en la medida en que aparecen más y más puestos aprovechando el mismo espacio. Areas internas o externas del mercado que tenían puestos bastante grandes han sido ahora ocupadas por una cantidad cada vez mayor y más abigarrada de negocios de menor tamaño. Cada vez se hace más dificíl transitar aún por afuera del mercado, en la calle trasera que lo circunda o en el patio externo por la cantidad de puestos que hay.
Como he señalado con anterioridad, la regulación espacial de la religión -y/o la regulación religiosa del espacio público- son dimensiones importantes y poco estudiada del control social. Los relatos sociológicos que pregonan un unidimensional y unidireccional crecimiento del «pluralismo» religioso -«quebrado» el supuesto y anterior «monopolio católico»- difícilmente pueden dar cuenta de las marchas y contramarchas que aquí describo: de las expansiones de prácticas y creencias y devociones que por su nivel de heterodoxia y resonancias simbólicas negativas amenazan el orden religioso-espacial, y de los posteriores disciplinamientos (que involucran dimensiones simultáneamente espaciales, religiosas, culturales y hasta mercantiles de la vida social) que intentan controlarlas. La devoción a la Santa Muerte -como ocurre con la de San La Muerte en Argentina- muestra un gran atractivo a nivel individual, pero su creciente visibilidad trae aparejada una fuerte estigmatización (cuando no criminalización) social, y esfuerzos de todo tipo para regularla y contenerla.
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