por Rodrigo Toniol (UNICAMP, Brasil)
¿Quién puede dudar de la fuerza disruptiva de una rebelión? ¿Quién dudaría en reconocer la Revolución Francesa, el mayo del 68 o la Primavera Árabe como hitos relevantes en la historia? Aunque convergemos en estas cuestiones, nos remiten a otras cuya unanimidad es mucho menos segura: ¿qué es una revolución después de todo? ¿Qué nos permite asociar eventos temporalmente tan distantes y con procesos históricos tan distintos como la decapitación de Luis XVI en Francia y la agenda difusa de protestas estudiantiles casi 200 años después?
Se ha escrito mucho sobre esto. De Tocqueville a Marx, pensadores que contribuyeron a la consolidación de la matriz analítica de las ciencias sociales, la pregunta por qué es, y qué lleva a una revolución ocupó el centro de muchos debates. La ola de protestas extendida por todo el mundo en la última década ha dado actualidad a este tema. Sólo por nombrar algunas podemos mencionar la Primavera árabe, el movimiento Black Lives Matter, la Revolución egipcia, julio de 2013 y junio de 2015, y ahora las protestas en Hong Kong. Entre lo que se produjo sobre cada uno de estos eventos particulares, llama la atención la reciente publicación de entrevistas inéditas de Michel Foucault sobre la Revolución iraní. Organizado en forma de libro, O Enigma da Revolta [1] es un fuerte testimonio de la dificultad de la opinión pública para abordar posiciones no deterministas en tiempos de crisis, y a la vez una contribución importante de Foucault para comprender los signos de un rebelión. Nos interesa por ambas razones.
1978. Para entonces, Foucault había publicado algunas de sus principales obras, Las palabras y las cosas, Vigilar y castigar, y el primer volumen de Historia de la Sexualidad. En el mismo período, en Irán una ola de protestas y un ciclo ascendente de violencia perpetrado por el ejército sacudió al régimen de Shah Pahleví, en el poder desde 1941, y amplió el apoyo al Ayatolah Jomeini. El creciente nacionalismo, la reacción a la influencia de los Estados Unidos en la política y la vida cotidiana, junto con la demanda de una mayor visibilidad del Islam, crearon las condiciones para el crecimiento de las protestas, que culminaron en la caída del régimen.
Al igual que otros intelectuales franceses, Foucault se interesó por los acontecimientos. Aún más, fue a Teherán en dos ocasiones para seguirlos. A su regreso, escribió una serie de textos, que llamó «Un reportaje de ideas», publicado por el periódico italiano Corriere della Sera. La reacción a los textos fue inmediata. Su análisis fue considerado como un acto de condescendencia y simpatía por el Ayatolha Jomeini, incapaz de diagnosticar la gravedad de la situación e incluso políticamente ingenuo. En el centro del debate había una noción particular, que Foucault había elaborado a partir de estas observaciones y que describe bien en el pasaje final de uno de sus textos: “¿Cuál es el sentido, para los hombres que viven en Irán, de buscar al precio de sus vidas, esa cosa cuya posibilidad hemos olvidado desde el Renacimiento y las grandes crisis del cristianismo? Una espiritualidad política. Ya escucho a los franceses reír, pero sé que están equivocados”. Foucault pasó los años siguientes teniendo que explicar en entrevistas y textos lo que quería decir con esta noción. El libro, O enigma da Revolta, compila algunos de estos materiales. La noción de espiritualidad política es solo superficialmente polémica, pero más importante que eso es la luz que arroja sobre nuestra propia imaginación sobre el estado y los procesos políticos modernos fundados sobre el terreno de la laicidad y un horizonte secular. Es a partir del proceso revolucionario en Irán, pero sin limitarse en él, que Foucault produce sus reflexiones, cuya dirección –que no nos engañe la ironía con la risa de los franceses- es también hacia Occidente.
La reacción más inmediata a la noción de espiritualidad política como elemento explicativo de la Revolución iraní fue la acusación de que con ella Foucault no problematizaba el acercamiento entre lo religioso y lo político, llegando incluso a reforzar la estrategia del Ayatolha de legitimar un régimen autoritario a partir de una transformación religiosa. Fue sobre esta clave que Claude y Jacques Broyelle, por ejemplo, reaccionaron a los escritos de Foucault afirmando que habrían servido para apoyar al gobierno de Jomeini a través de la noción de espiritualidad política, sin tener en cuenta que «esa espiritualidad que vigila y castiga no es más que un gobierno islámico que cada día prueba por medio de balas su ilegalidad”. Las consideraciones de Broyelle, además de explicitar la falta de comprensión de lo que Foucault estaba proponiendo, también da cuenta de la dificultad de la intelectualidad francesa de ese momento para tratar las articulaciones entre religión y política sin recurrir al marco histórico que proyecta la modernidad política y la religión como asuntos separados. La modernidad, como en las décadas siguientes el antropólogo Talal Asad ayudó a comprender (no por casualidad también reflexionando desde contextos islámicos), no establece el fin de la relación entre religión y estado, sino que instituye un régimen a partir del cual la religión pasa a ser tema de estado, ya que es en este momento que es necesario marcar cuáles son los límites, cuál es el lugar y, en cierta medida, qué es la religión. Foucault no aborda la revolución en sí, sino que toca la genealogía del principio revolucionario mismo. Y es allí, en los orígenes históricos de un proceso político marcadamente moderno, donde el filósofo reconoce la importancia de lo que llama espiritualidad.
El atajo para esta idea, siguiendo el camino trazado por Foucault, es El principio de esperanza de Ernst Bloch. Este libro discute cómo se dio la consolidación de la percepción colectiva de que la realidad de las cosas no está definitivamente instaurada y establecida, sino que puede haber, incluso dentro de nuestro tiempo e historia, una apertura, un punto de luz y atracción que nos da acceso desde este mundo a un mundo mejor. Es el establecimiento de esta forma específica de percepción de la historia lo que nos remite a los vínculos entre la idea misma de revolución y un principio de origen religioso. Después de todo, fueron fundamentalmente grupos religiosos disidentes del cristianismo los que, por tensiones teológicas, llegaron a apoyar la idea de que, incluso dentro del mundo en que vivimos, algo como una revolución sería viable. Fue durante este período que la transformación del mundo aquí y ahora se estableció como un horizonte posible y deseable. El ideal político de la revolución y la convicción de su potencia surge de un debate escatológico, es decir, de un debate sobre el destino del mundo. Si antes, hasta los siglos XII y XIII, pero especialmente los siglos XV y XVI, la transformación del mundo estaba condicionada a su propio fin, con la intervención divina, a partir de entonces la esperanza revolucionaria de este mundo se tornó posible de ser imaginada. La reforma protestante es el ejemplo y la realización misma de este acto revolucionario que Foucault, en diálogo con Bloch, intenta abordar.
La espiritualidad, en estos textos, es la potencia transformadora, aquello que hace actuar y transformar el futuro del mundo en que vivimos en otro futuro. Es por eso que la espiritualidad para Foucault es una práctica de cambio de horizonte. Las religiones, en palabras del propio filósofo francés, son al mismo tiempo una especie de estructura acogedora para estas formas de espiritualidad y prescriptoras de proyectos de futuro de aquellos que quieren transformarse. Las religiones serían, en este caso, apenas una de las formas codificadoras de la espiritualidad.
Resulta que la política también está codificando la pulsión revolucionaria que emerge de estas formas de espiritualidad. Por eso Foucault no tiene problemas para reconocer el poder de la espiritualidad que también actúa, por ejemplo, en la revolución bolchevique. La experiencia revolucionaria es fundamentalmente espiritual, implica una ruptura, un riesgo por el cual el sujeto acepta su propia transmutación, transformación, abolición, en su relación con las cosas, con los otros, con la verdad, con la muerte. Es la experiencia de arriesgarse a dejar de ser uno mismo. Este es el fundamento del acto revolucionario y también, como queda en evidencia, del proceso de conversión.
Foucault nos alerta sobre las relaciones entre religión, espiritualidad y política. No para denunciar sus superposiciones superficiales, sino para insistir en el fundamento común de la experiencia de uno y de otro. Al hacerlo, nos enfrenta a otro conjunto de problemas para pensar la laicidad. Después de todo, deja en claro que lo que está en juego no es solo una cuestión de cuál es el lugar de la religión en la modernidad, sino cómo se constituyó nuestra propia imaginación de transformación del futuro, nuestra experiencia utópica. Es decir, los vínculos entre religión y política se remontan a los orígenes históricos de cómo nosotros, los modernos, podemos pensar en otros mundos posibles para este mundo.
Publicado originalmente en portugués en el diario Estadão de São Paulo. Traducción de María Pilar García Bossio. Imágenes: Revista Ecos de Asia.
[1] Foucault, Michel (2019) O enigma da revolta. Entrevistas inéditas sobre a Revolução Iraniana. N-1 Edições, São Paulo. Este libro no tiene traducción al español, algunos de los textos del libro están incluidos en Foucault and the iranian revolution, y en Dites et ecrites.
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