Francisco en el Vaticano: ¿Continuismo o transformación?
Por Juan Cruz Esquivel (publicado en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur)
Transformador, continuista, populista, conservador, marxista, emblema de una nueva primavera, símbolo de la sencillez… En su primer año de mandato, el papa Francisco ha sido objeto de múltiples, heterogéneas y hasta contradictorias valoraciones que, en realidad, revelan los posicionamientos, intereses y deseos de quienes las expresan.
En el momento de asumir la conducción de la Iglesia Católica en marzo de 2013, aguardaba a Jorge Bergoglio un repertorio de crisis y desafíos de diversa índole. Hacia el interior de la institución: la dimisión no inédita pero sí extraordinaria de su antecesor, Benedicto XVI, el desmanejo financiero y la situación sombría en el Instituto para las Obras de Religión (el Banco del Vaticano), los escandalosos casos de abuso sexual y pedofilia cometidos por agentes religiosos en más de una veintena de países y el declinar de las vocaciones sacerdotales. Hacia la sociedad: el retroceso en los niveles de adscripción religiosa, el desdibujamiento de la centralidad católica en la definición de las tramas identitarias, la individuación de las creencias y la pérdida de eficacia en la regulación de la vida privada de las personas. Resulta de interés detenerse en estos últimos procesos, de mayor densidad sociológica, intentando analizar las respuestas de Francisco y los puntos de continuidad y/o de inflexión con sus predecesores.
Con el propósito de preservar la vitalidad e integralidad de sus postulados doctrinarios, bajo el pontificado de Juan Pablo II y, fundamentalmente, de Benedicto XVI, el catolicismo había colocado a la discusión sobre planificación familiar, sexual y reproductiva como un eje cardinal de su acción pastoral.
La proliferación de normativas en vastos países que legalizaron el matrimonio entre personas del mismo sexo, la despenalización del aborto, la eutanasia, la identidad de género, entre otras, fue interpretada por el Sumo Pontífice alemán como un “avance” contra la ley natural y los principios cristianos. Lejos de percibir ese “signo de los tiempos”, la apuesta de Benedicto XVI se circunscribió a la reafirmación de los dogmas católicos, aunque ello implicara un mayor distanciamiento de su feligresía. Primaba un modelo de Iglesia ceñida en una minoría activa, homogénea, sin fisuras en sus componentes normativos. El foco de sus preocupaciones estaba en Europa, epicentro de la civilización cristiana, que se debatía entre una secularización creciente de la vida cotidiana, una mayor laicización de las legislaciones y la creciente “islamización” a partir de los constantes flujos migratorios.
Esa fuerte impronta eurocéntrica impedía apreciar las especificidades culturales y religiosas de otras latitudes, como las de América Latina por ejemplo. En Aparecida, Brasil, con motivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, llegó a incurrir en una falsedad histórica al sostener que “el anuncio de Jesús y de su Evangelio no comportó una alienación de las culturas precolombinas, ni una imposición de una cultura extranjera”.
En definitiva, no era la búsqueda de grandes consensos sino la reafirmación de la identidad católica el leit motiv de Benedicto XVI. Pero ante un proceso global de “descomposición y recomposición de la identidad individual y colectiva que fragiliza los límites simbólicos de los sistemas de creencias y pertenencias”, la opción de refugiarse en su universo simbólico “imaginando unida, coherente y compacta, una realidad social profundamente diferenciada y fragmentada” (1), no hizo más que profundizar la declinación del catolicismo como fuente de identidad cultural y como actor exclusivo en el campo religioso.
Protagonismo social
Las señales de Francisco en el primer año de su gestión orientan hacia un cambio en las prioridades de la agenda vaticana. Aunque resulta prematuro hablar de nuevos rumbos, el papa argentino pareciera inclinarse por una Iglesia de masas, con mayor dinamismo, inclusiva y, por tanto, con mayores diversidades axiológicas en su interior. Su acento en propagar una actitud misericordiosa hacia divorciados y homosexuales y la insinuación a repensar la intransigencia en torno al celibato, darían cuenta del inicio de un proceso de flexibilización –no de modificación– de un abanico de principios y normas otrora definitivos y excluyentes. Su pronunciamiento en el sentido de contextualizar esas temáticas contrasta con la rigidez doctrinaria sustentada por Benedicto XVI.
“No podemos insistir sólo sobre las cuestiones vinculadas con el aborto, el matrimonio homosexual y el uso de métodos anticonceptivos. Esto no es posible […]. Tenemos, por tanto, que encontrar un equilibrio porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Sólo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales” (2).
Cuando se inclina por “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades” (Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, 2013), marca por contraste su diferenciación con el modelo de Iglesia hegemónica en el pasado inmediato.
En algún sentido, el papa jesuita añora el protagonismo social del catolicismo de mediados del siglo XX. Pero reconoce que para recuperar ese lugar, en el marco de una sociedad más plural y diversa, con signos evidentes de desapegos institucionales, la estrategia pastoral no puede transpolar la metodología de aquel entonces. Para ello, propugna una metamorfosis en el accionar sacerdotal, privilegiando el gesto misericordioso en detrimento del énfasis en el pecado. “A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible […]. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, 2013). En el mismo sentido, postula una descentralización de la Iglesia, jerarquizando a las Conferencias Episcopales (3), más próximas a las tareas pastorales en sus territorios.
Al mismo tiempo, se propone correr a la Iglesia del eje discursivo de la moral sexual para situarla en una prédica evangelizadora que interpele a la sociedad alejada de toda lógica reglamentarista, con el propósito de recuperar a los fieles alejados: “En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos” (Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, 2013).
Ciertamente, este desplazamiento no significa una clausura de la temática del aborto en su repertorio semántico. Si bien lo incorpora dentro de otras “debilidades e indefensiones sociales” –la trata de personas y la utilización de niños como soldados–, en una línea de continuidad argumentativa con sus predecesores, sitúa a la Iglesia como defensora intransigente de la vida por nacer, entendiendo a ésta como un derecho humano inalienable.
De la periferia al centro
Las interpretaciones en torno al mensaje que han querido transmitir los cardenales con la elección de un papa latinoamericano divergen. Indudablemente, la procedencia no es neutra a la hora de conceptualizar los procesos de la economía mundial y las relaciones geopolíticas internacionales. Cuando en la Exhortación Apostólica ya mencionada, Francisco diagnostica que “los grandes cambios de la historia se realizaron cuando la realidad fue vista no desde el centro, sino desde la periferia”, ancla el lugar geográfico y político desde el cual interpreta la realidad.
Así como Benedicto XVI abundaba en alocuciones contra la descristianización de Europa, en la trama discursiva de Francisco se reproducen la crítica al capitalismo global, a la primacía del sistema financiero, a las políticas beligerantes de las potencias mundiales y la verbalización de un proyecto de “patria grande”.
Cabe preguntarse entonces cuáles serán las bases de sustentación de Francisco si es que decide trasladar al plano de las estructuras y de las normas los principios que trasuntan de sus pronunciamientos y gestualidades; más aun si consideramos las resistencias, incluso al interior del Vaticano, ante las primeras brisas de cambio. Ni los movimientos laicales ni las órdenes religiosas se visualizan en el horizonte inmediato como mallas de legitimación de potenciales transformaciones.
En este año de su pontificado, Francisco ha tenido una fuerte exposición pública, un uso profesional de sus intervenciones mediáticas, continuos actos de vinculación directa con la feligresía, intensificada con la Jornada Mundial de la Juventud, llevada a cabo en Río de Janeiro en julio de 2013. Medios de comunicación y diálogo directo con el “pueblo”, prescindiendo de las estructuras internas: ¿no ha sido acaso la fórmula del éxito de algunos dirigentes políticos en las últimas décadas?
La Iglesia Católica debe analizarse en su especificidad, pero las afinidades electivas con los manuales de procedimientos del campo político no son novedosas para una institución bimilenaria, con capacidades diplomáticas e historias y memorias de incursiones políticas que han forjado cosmovisiones inescindidas. Tampoco lo son para Francisco, en cuya biografía resalta su socialización en ambientes políticos. Claro que las victorias han sido fugaces en el vértigo de la política y la Iglesia contempla sus tiempos en el largo plazo. ¿O será que el Papa piensa en un pontificado quinquenal, dando continuidad al parteaguas que significó la renuncia de Benedicto XVI?
Francisco irradia desde el Vaticano la proyección de Iglesia que concibió al frente de la Conferencia Episcopal Argentina. Un modelo de institución presente en el escenario público mundial, discutiendo temas de agenda política (sistema económico, distribución de la riqueza, guerras en Medio Oriente, rol del mercado, lógicas de consumo, relaciones geopolíticas, etc.). En la Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” explicita claramente el lugar de la religión en los tiempos actuales: “Nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional”. Y diagnostica: “Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es la raíz de los males sociales”.
Estado e Iglesia
Sus predicaciones no deben ser comprendidas en clave de un modelo teocrático de Estado, subsumido a los designios religiosos. Tampoco desde el prisma de una religión disociada de las restantes esferas de la vida social (política, económica, científica, etc.). Francisco distingue la autonomía del poder civil y, por tanto, no desconoce la laicidad del Estado. Pero es proclive a un tipo de laicidad subsidiaria, esto es, a un formato estatal que independientemente de sus reglas de funcionamiento específicas, convoque a las instituciones religiosas a la hora de diseñar e implementar sus políticas públicas.
La laicidad subsidiaria corresponde a un tipo de Estado que presenta una fuerte matriz católica en su génesis e historia y en el que los procesos de democratización y de reconocimiento de nuevos y diversos derechos ciudadanos conviven –no sin tensiones– con la intermediación de actores religiosos en la ejecución de los programas y políticas estatales.
Resulta pertinente aclarar que el concepto de subsidiariedad remite al marco axiológico del catolicismo, concretamente a la Doctrina Social de la Iglesia. Con la finalidad de precisar la función del Estado, la directriz religiosa sostiene que la estructura estatal debe actuar en términos de subsidiariedad, esto es, garantizar primero la libre iniciativa de los particulares y organismos intermedios e intervenir solamente cuando ellos no la realicen adecuadamente y cuando se trate de una actividad orientada al bien común. “Lo que puede hacer correctamente un hombre, un grupo o una organización inferior, no debe usurparlo un organismo superior” (4).
La cosmología que contorna a la subsidiariedad condena la intervención directa del Estado. Legitima, en cambio, el soporte estatal a las entidades intermedias de la sociedad civil. Soporte que se opera en la transferencia de recursos económicos, en la participación de estas organizaciones en la ejecución de políticas públicas y en instancias institucionales de consulta (Comités Nacionales de Bioética, Consejos Sociales Consultivos, etc.) e incluso en la co-gestión de determinados espacios estatales.
Francisco apuesta a redefinir y reposicionar el lugar del catolicismo en el espacio público contemporáneo, despojado de la intransigencia antimoderna y de las cruzadas anti-derechos, evidenciando una notable capacidad de adaptación en clave de garantizar la supervivencia institucional.
La Iglesia concebida como sociedad perfecta, ubicada por encima de las estructuras temporales y con un perfil de confrontación radicalizada contra la modernidad, ha fracasado tanto en sus capacidades para regular la vida cotidiana de los sujetos como para evitar la sangría en su feligresía. En la medida en que enarbole una conciliación con la vida moderna y, como consecuencia de ello, interpele a la sociedad civil no desde una totalidad católica sino desde la pluralidad manifiesta, la Iglesia transitará hacia un camino de reformulación de su propia matriz eclesiológica. La configuración que resulte de ese proceso le abrirá las puertas para una percepción más ajustada de los requerimientos de las sociedades en los “nuevos signos de los tiempos”.
1. Enzo Pace, “Globalização: um conceito polivalente”, en Ari Oro y Carlos Steil (comp.), Globalização e Religião, Vozes, Petrópolis, 1997, pág. 32.
2. Entrevista a Francisco en La Civiltà Cattolica, Roma, 19-8-13.
3. Las Conferencias Episcopales fueron creadas para consolidar la comunión eclesial, pero según lo estipula el canon 455 del Código de Derecho Canónico, no están facultadas para reglamentar o modificar las normativas de la Iglesia ni cuentan con la potestad o dominio sobre los obispados. Los prelados, por institución divina, gozan de amplias atribuciones en sus Iglesias particulares, reguladas únicamente por el Sumo Pontífice.
4. “Educación y Proyecto de Vida”, Documento de la Conferencia Episcopal Argentina, 1985, pág. 131.
Juan Cruz Esquivel es sociólogo e Investigador del Conicet en el CEIL.
El dossier «¿Hasta dónde llegará Francisco?» de la edición de febrero del 2014 del Dipló trae también artículos de Juan Marco Vaggione y Sol Prieto
Ver también textos sobre Francisco de Pablo Semán, Gustavo Ludueña y Nicolás Viotti, aquí.
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