Gustavo Andrés Ludueña (CONICET-UNSAM-FLACSO)
La vigilia de asunción me tomó apenas empezada. Unas cuadras alrededor del epicentro en torno a la Catedral Metropolitana era un real pandemónium de autos, vallas, cortes de calle, colaboradores municipales de tránsito, y gente que fluía hacia el centro de algo que ya se palpitaba a un hecho cantado. Un hombre bien conocido estaba a horas de convertirse en el protagonista de un acontecimiento histórico sin precedentes; en el primer jesuita, el primer Francisco, el primer americano y, por sobre todo, en el primer argentino en ocupar el lugar de San Pedro. El exceso de ser el primero en tanto, tenía el efecto exponencial similar al de todo hito primordial. Como en la mitología de origen, antes de empezar el acto él parecía perder súbitamente la historia del ciudadano simple que, ahora, pasaría a engrosar la escuálida pero poderosa lista de personalidades del panteón nacional que -por causas diferentes- eran mundialmente conocidas (ahí lo verían Gardel, Maradona, la Eva y el Messi); en un parto sorpresivo nacía un nuevo argentino sin fronteras. Tal como lo marcaba uno de los tantos carteles artesanales que flotaban fantasmagóricos entre la muchedumbre, «el papa ‘soñado’ amor y + amor ‘argentino'». Se daba por descontado que el futuro hablaría de y sobre él en los años por venir. Entre los aires espesos y festivos de hamburguesas, chorizos y garrapiñadas, también se respiraba a mito y a humo blanco. La atmósfera era de fiesta; se trataba de una celebración activa. Así lo hacían sentir los ritmos de cumbia que le imprimía el grupo Diluvio Tropical cuando llegué. Con su cántico de fe que irradiaba desde el escenario, «te seguiré Jesús te seguiré, a donde vayas yo te seguiré…», intenté zambullirme en los irregulares intersticios que me permitía el apretado gentío. Una cosa era cierta, tal como había pasado en esta última Pascua, el catolicismo salió y se mostró libremente en la esfera pública.
Había un despliegue nutrido de luces, pantallas gigantes, banderas, puestos de venta, estructuras tubulares, baños químicos, carteles con la imagen del nuevo papa, puntos de recolección de alimentos no perecederos de la Red Solidaria, y una plataforma a la entrada de la Catedral. Manifestaciones parecidas de vigilias y pantallas se vieron en otros puntos del país, tales como La Plata, Bahía Blanca, Córdoba y Formosa, entre otros. Ahí podía uno cruzarse más de una vez con familias, niños, parejas, adolescentes, jóvenes, agrupaciones confesionales como la Acción Católica, grupos scouts, estudiantes de escuelas religiosas y grupos parroquiales de distintos lugares de Buenos Aires y del Conurbano. En ese ambiente denso en sonidos, presencias y mensajes, sortee con dificultad vendedores ambulantes que se sumaban, aunque pasivos, a los festejos de otros; y pasaban sin saberlo ni quererlo también con ellos y ellas a la historia de haber estado en el lugar donde él había permanecido como una indiscutible autoridad durante años. Ahora se recordaba al otrora obispo, que en adelante sería «el papa de todos». Los lemas «el papa es nuestro», «el papa es argentino», «el papa de la gente» -como lo apodaban algunos de los medios (execrables no sé si para muchos o para algunos)-, expectoraban las sensibilidades desatadas de las personas que yacían frente a un suceso que bien percibían como extraordinario. «Dios es argentino y el papa también», sentenciaba una bandera que se dejaba flamear por la brisa que parecía descender desde el frontispicio del histórico monumento eclesial. Banderines, gorros, remeras, pósters, prendedores, estampitas y un original lote de objetos papales que llevaban su nombre y figura, contribuían a evocar el cuerpo de quien estaba ausente y a miles de kilómetros de la plaza patria. El espíritu estaba sin duda ahí; se invocaba -a la inversa de la sesión espírita- al cuerpo. En esa empresa, hasta una pareja de simpáticos muñecos con rasgados atuendos franciscanos participaban del juego de la metonimia del renombrado personaje local, ahora en la cima sagrada de la Roma inmortal.
El hombre-símbolo
La contundencia inesperada de los hechos agrietaron los tiempos; pasado, presente y futuro fueron convocados en simultáneo y de manera intempestiva a un encuentro al que solo el mito tiene el poder de apelar. El hombre-símbolo estaba ahí a pocas horas de convertirse en eterno. Las dos plazas -Mayo y San Pedro- se perdieron juntas en el tiempo inmemorial, el in illo tempore diría Mircea Eliade. Una atada al mito nacional; otra, sin fronteras, al ordo global. El mito nació ahí y para siempre. Fue el momento en el que las generaciones que vendrán muy probablemente recuerden al argentino que ocupó el trono dos veces milenario. ¿Quién se acuerda en estos días, además de los especialistas, de reconocidos arzobispos de la ciudad de Buenos Aires como León Federico Aneiros (1873-1894), Mariano Antonio Espinosa (1893-1923), o Santiago Luis Copello (1932-1959) que incluso, de un modo equivalente al proclamado Georgium Marium, fue el primer cardenal argentino e hispanoamericano? Nadie. Sí se acordarán del obispo que llegó al papado.
La distancia entre él y quienes estaban de pie frente al edificio catedralicio en un momento se cerró; sus palabras, que de madrugada irrumpieron con sorpresa provocando la inusitada emoción de un auditorio que a esa altura forcejeaba contra la somnolencia y el frío nocturno, confirmaron la realidad del mito. Desde el más allá, él hablaba en nuestro lenguaje -ya no en el italiano de los últimos días sino en el español argentino, como siempre…-; sin duda era uno de nosotros. «No le saquen el cuero a nadie», decía en la fresca alborada entre otros consejos que en su tono coloquial no hacían sino sacralizar el valor de un mensaje que, para los presentes, era casi celestial. La voz de los bafles era ya la voz de Dios. ¿Qué duda cabía que era argentino? ¿Cómo podía cuestionarse de que alguien con la azulgrana no era de acá? El mismo afamado Axel, quien hizo un breve show con unos pocos temas de su repertorio, se vistió con esa camiseta. Pudo haber sido cualquier otro equipo, eso era lo de menos; lo importante era simplemente la alusión a la quintaesencia esférica de cuero en la que reposa el espíritu nacional. Así lo pensaba mientras, «a los llaverooos, diez pesos los llaverooos», me interpelaba un joven vendedor con la remera -no casualmente- del Ciclón. A partir de esa epifanía telefónica, casi una aparición, hubo emoción y corrieron lágrimas de gozo, no pude contar cuantas pero eran muchas; entonces, todos rumiaron en una honda introspección cada palabra que derramaban los parlantes.
Hasta los números de la quiniela se habían complotado con lo sucedido: salió el 40 (el cura), 88 (el papa), 33 (Cristo), y aún el número de socio del carnet de San Lorenzo, el 8235 en la matutina. Además, a él se lo eligió el 13 del 3 de 2013 que, según la numerología, es el mismo que arroja la sumatoria de las cifras de su edad, 76 años. No es la cifra de la muerte, como se lo suele entender, sino el número del cambio; del final de un período que anticipa otro completamente nuevo. Argentina esotérica a full. Precisamente, aires de cambio aparentaban surcar la ola amarilla dentro y fuera de la plaza. De pronto, todos se convirtieron en hermeneutas de signos que son interpretados como una suerte de guiños por y para quienes están expectantes por la renovación. Primero fueron los proféticos (la gaviota sobre la chimenea, el mendigo con ropaje franciscano que apareció pidiendo que el nuevo papa llevara el nombre del santo de Asís, y la nube en forma de ángel que vieron en Florida, EE.UU. -como lo mostraba el Diario Crónica-). Luego, los signos más y más escrutados de su biografía que ya se parecía cada vez más a una hagiografía.
Sus zapatos, el anillo de plata, la cruz del pecho, su indumentaria, la gestualidad, el viajar en subte y en colectivo -como cualquier otro hijo de vecino-, el pago del hotel en Roma durante el cónclave; más tarde, el cambio de silla, la postración, y otros guiños y más guiños que hablaban directo a la fe de los hermeneutas de un porvenir anhelado. El «Pancho» se hizo un hombre-dios, un intermediario entre el cielo y la tierra; fue el ascenso -la asunción- del humilde monarca al trono supremo del Reino de Dios en la tierra. Él apuntala ahora las expectativas de una mutación necesaria y harto esperada. Los medios también respiran de la misma fuente; claro, ellos participan igualmente del juego de la interpretación de las señales. En esta bio-hagio-grafía se exalta la pertenencia local, tanto como el ethos ascético que caracterizaría su vida religiosa. En este sentido, la solista de La Tranquera, otro de los grupos que tocaron y cantaron, aclaraba que el papa era «no solo latinoamericano, sino bien criollito». Del modo en que lo habían hecho otros, el gloriado argentino dejaba la Curia para iniciar el tránsito mítico hacia el más allá que se esconde tras los muros vaticanos. Como sugería el cartel central detrás del escenario que decía «despedimos al obispo, recibimos al papa». Es «el papa de todos»; un elegido. ¿Qué honor más grande podía darse a un argentino? Desde el barrio hasta la gente que lo conoció en la calle, las iglesias, las villas y otros lugares, sintió la indescifrable sensación única de haber conocido a un personaje histórico excepcional.
Por otro lado, la austeridad mostró un alto significado social. Él fue sinónimo de humildad, sencillez y coherencia entre acción y prédica -una de las tantas críticas anticlericales-; valores que se adicionaban al de su asombrosa elección. La canción «El Cristo de la Villa», alegaba una de las cantantes de Diluvio Tropical, es «uno de los temas preferidos del hoy en día papa Francisco». Y mientras cantaban parecía que hablaban de él.
Amigos voy descubriendo,
a un Cristo de cuerpo entero,
Un Cristo tan compañero,
que anda llevando en la villa,
la misma vida sencilla,
del Cristo de los villeros.
[…]
En ese Cristo yo creo,
el mismo Cristo que espero,
Es un Cristo sin dinero,
que trabaja con sus manos,
el Cristo de mis hermanos,
que vuelve entre los villeros.
«Francisco le devuelve la iglesia a Cristo», escuché por ahí de una mujer de mediana edad. El mismo lema del barrio de Caacupé, al que él frecuentaba, hablaba de «El papa de la villa. Queremos una iglesia para los pobres». En eso llegó la virgencita de Caacupé de Barracas y se sintieron los aplausos que la festejaron. Para los presentes, parecía que la pobreza podía desembarcar en el Vaticano de la mano de un argentino que llevaba la villa consigo. «¡Viva la virgen! ¡viva el papa Francisco! ¡viva la iglesia!», se oía en la arenga que era respondida con un encendido «¡viva!». El baile agitado de las banderas evidenciaban los estados de ánimo que pendulaban en los espíritus. El «recen por mi» -al que algunas expresiones retrucaban con un «rezamos por vos»- es un signo de humildad, pero también la creación de una relación de reciprocidad con los laicos al compartir y transferir en ellos el poder mágico de la oración. Ese pedido se tornó en el deíctico más vívido de la modestia que él mostró. El hombre que habla artesanalmente a través de los signos gestiona un discurso y una imagen que se decodifica en el lenguaje de la esperanza; un utopía de bonhomía. Las señales se confabulan para reafirmar una sentida certeza de aires frescos; aquéllas son en buena parte responsables de la producción social de la esperanza a partir de las expectativas generadas sobre Francisco.
En suma, de repente fue viable imaginar una iglesia pobre para los pobres. La inmediatez del contacto con Bergoglio daba cuenta de lo verosímil de las esperanzas más extraordinarias. Era posible ahora pensar en una iglesia de la gente y para los pobres. Se transfiguró en el «papa de la gente». El hombre de los guiños devino en una especie de, para seguir las palabras de Umberto Eco, «guerrillero semiológico» con un ropaje pontificio; el cual disparaba su metralla sobre signos tradicionalmente cuestionados dentro como fuera de la iglesia. Esa estrategia semiótica está dando resultados. Su asunción, como la de María que fue «llamada», igual no se compara con la «ascensión» de la nación, en la que Cristo se elevó para estar a la derecha del Padre, según lo afirma el dogma católico. «Dios eligió a un argentino» (!), tituló en su portada la revista Caras. El éxito, una vez más, le hizo el amor a la nación con furiosa pasión.
La nación exorcizada
El milagro se da en un momento en el que la disputa conyugal entre estado y nación lleva años de una tempestuosa vida matrimonial. La última esperanza, la señal de Dios, finalmente llegaba a un pueblo desahuciado -al menos a una parte de él que así lo interpretó- que escrutaba impaciente por señales. El conocido bombo de Tula, eufórico por la cuna argentina, católica y peronista del homenajeado, sonaba en la vigilia al grito de «Francisco querido, el pueblo está contigo!» ¿Pero qué pueblo? No estaba en la plaza el pueblo de Pentecostés… Dios habla con elocuencia; la solución, o la esperanza de alguna, se sintió cada vez más cerca… Si Él no era argentino, como sí dicen muchos, de seguro había solicitado formalmente la ciudadanía. «Dios es argentino y el papa también», dictaba con locuacidad una frase que decoraba una de las tantas celeste y blanca. Pocas veces nos es dado advertir la esperanza como un fenómeno colectivo; allí se mezclaba con orgullo, sorpresa y alegría. La esperanza es hija de la incertidumbre y la fe de la crisis.
Los ecos de Bergoglio resuenan -cada vez menos- en Francisco; los ecos de las denuncias se pierden tenues a la distancia. La nación salvó nuevamente a la nación. Se trata de un espíritu que a duras penas logra convivir con un cuerpo, un estado herido, que está sobrepasado por el ímpetu del ser etéreo que lo habita y que lleva por nombres «Argentina», «el país», «la nación», «la patria» (que ya casi no se escucha, es un término de otra época). Para el estado, la nación es siempre el país de nunca jamás. La mito-praxis de la nación católica exhaló el aire renovado de la historia.
El evento de la asunción se devoró la realidad y la vomitó transformada. La muerte del comandante venezolano y otras cosas más quedaron atrás… En la sociedad binaria, parecida a esas del Amazonas sobre las que trabajó el eximio Claude Lévi-Strauss, hubo quienes cortejaron a la unidad; el mismo Francisco pidió a la multitud atenta y emocionada de esa vigilia que «caminemos todos juntos, cuidémonos los unos a los otros». Hasta Duhalde se reencontró con el innombrable riojano, y el gobierno nacional dejó advertir su deseo de que con él «compartimos esperanzas», como lo hacía notar un cartel en el que el jefe del estado petrino recibía un fino mate de parte de ella como obsequio hierático de buenas intenciones. ¿Acaso los indicios de la obertura a una pax franciscana? Se exorcizan los demonios de contiendas y diferencias, del desánimo y la falta de fe y confianza que experimentan ciertos sectores de la sociedad argentina; la crisis en sí, como solemos entenderla. Más aún, se exorciza para la iglesia el demonio laico, por lo menos, de momento. Eso es suficiente. La sensibilidad laicista de muchos y muchas se vio afectada frente al bombardeo mediático y publicitario de la asunción del papa; esa fue la primera víctima (¿o la segunda?).
En la plaza los consensos vencían a los disensos, al menos por un instante. Fue un hito de señales. Ella en primera fila siguiendo el estricto protocolo; ella en una cena privada con él; ella en los twits al día siguiente de la asunción. Fue, para tomar una expresión de la antropóloga María Julia Carozzi, un «encuentro memorable». ¿Era acaso la hora, como en la misa, de darse todos la paz? ¿o era la tregua ritual antes de la vuelta a la realidad? Muy probable. La Plaza estaba lejos de todo eso. Se inhalaba religión y nación. El festejo del gol de Dios dejó ver una argentinidad al palo que, con y sin crucifijos pectorales, lo festejó por igual con un exaltado furor. Las únicas voces opuestas de heteróclitas cepas anticlericales, o de los que no simpatizaban ni se comprometían demasiado con el suceso, se diluyeron en una enunciación monopólica que concentró los hilos de la discursividad. La nación sacralizada colisionó con el catolicismo cultural; la historia dialogó con la cultura en un mano a mano.
Por otro lado, el falo for export de la Capital Federal, vestido de ocasión con los colores de la Santa Sede, fue inoculado contra la diversidad religiosa; así lo hizo igualmente el edifico del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que, frente a la Catedral multicentenaria, fue testigo presencial de la multitud que siguió los pasos del hombre-símbolo. Edificio de la misma administración que, por otra parte, para el día siguiente por la Resolución 1336 había decretado el asueto en las escuelas públicas y privadas del distrito porteño; en esa disposición se afirmaba que se trataba de «uno de los acontecimientos más importantes que se han producido a lo largo de toda la historia argentina» y que, en una inyección de un simulado -y bien adulterado- laicismo oficial, «excede, largamente, el fenómeno religioso». Una metástasis apostólica atacó al estado de la ciudad más que al de la nación, que pronto disciplinó algunas de las herejías que vociferaron un complot contra el paradigma nacional y popular en la región.
En esta dirección, el Edificio Del Plata, otro de los inmuebles emblemas del mismo gobierno, cubrió su extensa fachada con una gigantografía del ex arzobispo capitalino con la frase «la Ciudad celebra con orgullo y alegría al Papa Francisco». Flashbacks de la nación católica en el locus geográfico harto central y unitario del malogrado federalismo argentino. El Vaticano instaló su filial en la ciudad; el espacio público acompañó el ajetreado ritmo de la ráfaga mediática papal que circulaba por canales radiales, escritos y televisivos. Al igual que lo hizo después en Semana Santa, el catolicismo salió de las iglesias; ¿volvió la colonia o se terminó el invierno? Muchos dejaron sus abrigos en el guardarropas para salir a disfrutar de la primavera y reconocer su gusto por esa bella época del año; otros, con insana vehemencia, optaron por liberar un fascismo mal guardado a través de los golpes lanzados a quienes solo eran sexualmente distintos. La tolerancia frente a la diferencia -sea política, ideológica, religiosa, sexual…- y, en suma, el verdadero pluralismo -es decir, no el del enmascarado discurso de salón-, siguen siendo asignaturas por enésima vez recursadas y desaprobadas.
Catolicismo franciscano
En una de las misas del domingo de Ramos en una parroquia de Santos Lugares, tristemente coincidente con el aniversario de la abyecta fecha del 24 de marzo, las intenciones del cura proferidas a un atiborrado auditorio de fieles ahora pedían, también, «por los católicos que habían regresado a la iglesia». La pregunta obvia que surgía, ¿se trataría de un catolicismo de temporada?, todavía no hallaba respuesta. Lo cierto es que la ola amarilla de la plaza me hacía recordar, quizás algo exagerada y prematuramente, a lo que Luis Alberto Romero había llamado alguna vez como los «católicos en movimiento», cuya vitalidad se hizo visible en los tiempos que rodearon al famoso Congreso Eucarístico Internacional de 1934 realizado en Buenos Aires. Entonces y ahora, Babel venía a la ciudad -en esta oportunidad- de la mano del turismo foráneo, la prensa extranjera y las infaltables y omnipresentes redes sociales. «Quiero saludar a toda la gente latinoamericana que se ha agregado desde otros países a saludarnos […] toda la gente también que se vino del todo el mundo», se escuchaba desde el escenario. La asistencia en la plaza no era solo la participación en la asunción de un papa; ni con Juan Pablo, ni con Benedicto había habido tamaño despliegue local por una vigilia a la que la nación no había sido invitada. Él merecía mucho más porque su condición primordial -y sobre todo nacional- así lo exigía. Al fin y al cabo, ¿quién no deja todo por el mito?
El catolicismo perenne se materializó una vez más. La multitud reunida frente a la Catedral, recordó con sus banderas agitadas el lugar de la institución clerical en el concierto de la nación. «Ole le, ola la si esta no es la iglesia la iglesia dónde está!», voceó la multitud en un momento. ¿Pero qué iglesia? No estaba ahí la de «Cristianismo y Revolución» ni la de «Cristo Vence», tampoco la de la Teología de la Liberación ni la repulsiva de manos escarlata, aunque la referencia discursiva insistente a la pobreza pudiera confundir algo las cosas. Esta última volvió a ser investida con nuevos sentidos y valores, de los cuales el novel pontífice es solo uno de sus tantos arquitectos. Más allá de la pobreza, que merecería una discusión aparte, me preguntaba si se trataba el de la vigilia de asunción un catolicismo que salía de un largo invierno para entrar en una renovada primavera; ¿sería acaso una suerte de reavivamiento católico sui generis, un catolicismo à la carte? ¿o volverían los años de 1930 que vieron al catolicismo organizado y militante que celebró el Congreso Eucarístico? Este último definitivamente no; el otro dependería más de las condiciones endógenas de la institución local que de las exógenas, de las cuales todo parecería indicar que le son favorables.
La sangría católica que se inició en los años cincuenta, la que luego sucedió al Concilio Vaticano II (1962-1965), y la que dio la estocada final como resultado de la complicidad -ideológica y orgánica- de la cúpula clerical con la dictadura militar, dejó muy lejos el paroxismo católico de las décadas del treinta y cuarenta. Sin embargo, y de una forma interesantemente paradójica, la militante abdicación institucional de muchos y muchas que se identificaron en una ocasión con esta religión fue compatible con una permanencia cosmológica, y ritual en muchos casos, que se mantuvo presente pese a la migración hacia otros destinos sagrados. Budistas, espiritistas, adherentes de Sai Baba, evangélicos, seguidores de la Nueva Era, convertidos al Islam y devotos del Gauchito Gil, entre otros múltiples espacios de vivencia espiritual, preservaron abiertos los portales simbólicos que los vinculaban otrora con el imaginario católico. El catolicismo ya no es el mismo sencillamente porque la cultura espiritual mutó en función de la irrupción de nuevos actores, prácticas y cosmologías que empujaron a sus adherentes hacia un intercambio simbólico difícil de eludir. ¿Se tratará entonces de un catolicismo recargado y aggiornado en la matrix cultural que llama de nuevo a quienes habían migrado a otros credos?
En la misa de la vigilia pascual del Sábado Santo en una parroquia del barrio de Caballito, el párroco -un religioso que promediaba sus cincuenta y «tenía onda», según me aclaraba una acolita- decía en su homilía a una colmada asistencia que él no estaba contento por tener un papa argentino, bajándole intencionalmente los decibeles al tema de la argentinidad al palo. De lo que sí se alegraba, por el contrario, era de que el nuevo pontífice de seguro -pensaba bastante convencido- llevaría a la Santa Sede una espiritualidad latinoamericana que está próxima a nuestra propia experiencia social y religiosa. Sus palabras me hicieron recordar la arenga de la cantante de Diluvio Tropical en la plaza, quien pedía que la acompañemos «con las palmas» mientras entonaba «El Cristo de la Villa» y aclaraba que era el tema preferido de él. En esta misma parroquia otro sacerdote «copado», de acuerdo con la misma mujer -aunque debo conceder que la liturgia era algo «especial»-, preguntó «cuántos de los presentes vienen a una misa de vigilia por primera vez»; unas veinte personas tímidamente levantaron sus manos en el templo abarrotado. ¿Qué habría llevado a esta gente a participar de una celebración tan trascendente al catolicismo como lo es la Resurrección de Jesús?
En esta dirección, unos días antes en otra parroquia del partido de Tres de Febrero a la que vengo asistiendo con cierta frecuencia, me pareció advertir más movimiento de gente del que había notado el año anterior para la misma fecha del domingo de Ramos. Un preludio significativo a uno de los episodios litúrgicos más importantes y recordados anualmente por la Iglesia Católica. La pregunta recurrente, ¿sería que el mito papal sellaría una nueva ascensión del catolicismo? A la semana siguiente en esa parroquia, una señora durante el vía crucis decía que «hace años que no veía tanta gente». Los vía crucis vivientes de la zona, así como los que se llevaron a cabo en el vecino partido de General San Martín -en Villa Lynch, Villa Maipú y Villa Progreso, por ejemplo-, si bien fueron más recatados con respecto al despliegue de concurrentes que presentó el organizado en torno a la Catedral Metropolitana, fueron cálidos, participativos, y parecieron insinuar modestamente los bríos que inspiran y anticipan al catolicismo de la era franciscana. En la Capital Federal, luego de la imponente Misa Criolla entonada por Zamba Quipildor en la Catedral el martes 26, el Gobierno de la Ciudad dispuso para Semana Santa un circuito de visitas guiadas a través de su ente oficial de Turismo y la Dirección de Cultos por los «sitios emblemáticos» -de ahora en adelante mitificados- por los que pasó Francisco durante su vida religiosa en la ciudad (la casa natal, el sitio donde estudió y la iglesia de su ordenación, entre otros).
En tanto, de forma idéntica a la que se vio en Buenos Aires, en aquellos partidos del Conurbano el catolicismo dejó los templos como lo había hecho otras veces, pero ahora con la novedad y la alegría de tener un papa argentino. El Viernes Santo grupos de laicos con cruces y antorchas de madera, salieron junto al sacerdote a recorrer uno de los barrios de la zona oeste de San Martín. Algo similar sucedía en otros sitios de la misma localidad. Allí, como en otras parroquias, podían observarse las banderas de Argentina y del Vaticano compartiendo un idéntico valor simbólico en la cabecera del templo. En muchos casos, igualmente, el rango del evento ameritó una concelebración que significó la participación litúrgica de más de un sacerdote. En ese mismo lugar, al centro y al frente de la iglesia podía verse un montículo de varias bolsas de plástico apiladas con alimentos no perecederos. De modo análogo, durante el domingo de Ramos un gran canasto repleto de bolsas con donaciones también se ubicaba en la parte trasera del templo central de un colmado santuario en el partido de Tres de Febrero. «Dónde se puede dejar esto», preguntó un muchacho de mediada edad al entrar al templo mientras el cura celebraba la misa a otro asistente que escuchaba con atención a mi lado la homilía; «por allá», le dijo señalando con la mano a mi izquierda donde había una gran canasta repleta de provisiones. En aquella parroquia de San Martín, el Viernes Santo salieron grupos de peregrinos desde diferentes puntos para converger todos juntos en la sede parroquial. Aquí, como en otros lugares, se vio la salida de los católicos a los barrios. El catolicismo se empieza a imaginar a sí mismo.
El merchandising papal (estampitas, pins, y otros objetos), como en la vigilia de asunción, pasó a ser parte del horizonte comercial de santerías y puestos callejeros aledaños a las iglesias. Un póster del papa podía verse en varias de ellas durante la Semana Santa. Así sucedía en la mención de las homilías en las que casi de rigor había alguna alusión al nuevo papa. ¡Cómo evitarlo! Una parroquia de Villa Lynch también realizó su vía crucis viviente en el Viernes Santo. Se trató, al igual que otros, de una caminata lenta y pausada por el vecindario. Los transeúntes ocasionales permanecían parados viendo el conjunto de peregrinos que acompañaba al grupo de laicos que interpretaba la escena bíblica de las catorce estaciones del calvario. En esta performance, los voluntariosos actores se repartían los diferentes papeles que buscaban reconstruir las escenas principales de la crucifixión. Allí estaba Jesucristo, por supuesto; pero también estaba María, Juan el apóstol, y los soldados romanos que laceraban el cuerpo de quien iba a terminar en la cruz. Los ropajes, en muchos casos improvisados, resultaron igualmente efectivos para recrear con detalle teológico la atmósfera que caracterizó a la pasión. Los párrocos lideraron la marcha de acólitos y la representación, tal como lo hicieron en otros vía crucis. En otros casos, como en el que presencié en Tres de Febrero, se desplegó una gran cruz de madera que fue cargada alternativamente por distintos peregrinos en el curso de la caminata. El pueblo de Dios y el «pueblo argentino» y sus dolores aparecieron mixturados con citas bíblicas que, anexados retóricamente a los sucesos de la vía dolorosa, aludían a temas actuales concretos como el aborto, la corrupción, o la falta de respuesta a necesidades sociales concretas. Tal como lo había comprobado antes en escenas rituales semejantes, el vía crucis habilitaba asimismo una suerte de inventiva ritualización del malestar social. Se convertía en una instancia autorizada y legítima de enunciación y producción de discurso; este último, tanto como la performance artística, se presentó como una tecnología expresiva de producción y reproducción de sentidos acerca de los ánimos sociales que circulan en torno a la realidad y su percepción colectiva. Aparece acá una convergencia entre texturas bíblicas y sociales que permite imaginar, en un lenguaje religioso, la situación de una nación atormentada por males que siente como categóricamente evitables.
En todos los casos, la gente avanzaba silenciosa y compenetrada en las lecturas y en el ejercicio espiritual al que invitaba el ritual. Había unos controles policiales mínimos para asegurar la logística del corte de calles y la seguridad de quienes transitaban detrás de la cruz. Si bien el conjunto de la concurrencia era variable, en general resultaba significativa si tomamos como referencia una marcha de una densa cuadra y media, en dos de los casos observados; hasta de algo menos de una cuadra en otro de los vía crucis que se había realizado más temprano. Así, tanto los seguidores laicos como los eventuales peatones se convertían provisoriamente en el auditorio que miraba con atención cada escena de las teatralizaciones que desplegaban los personajes. En especial, en las caídas de Jesús, en las cuales la liturgia instaba a una nueva parada de la procesión. Al día siguiente, en la vigilia del Sábado de Gloria, en todas las parroquias se desarrolló el rito de la bendición del fuego y del cirio pascual, con un templo a oscuras aguardando el fuego nuevo previamente tomado de las brasas bendecidas por el sacerdote. Ese fuego refiere tanto a la victoria de Cristo -como única luz divina- sobre las tinieblas, como a la columna luminosa que acompañó a los hebreos a través de su marcha por el desierto. Durante ese Sábado Santo, coros parroquiales de jóvenes acompañaron con voces y guitarras los festejos de la Resurrección del Señor. La atención de confesiones de fieles fue también constante y se vieron filas por cada uno de los sacerdotes dispuestos para cumplir con ese sacramento. En una de las parroquias de Villa Maipú en San Martín, una señora decía que «se vio un verdadero espíritu pascual» y, para ella, esa vigilia de Sábado Santo había sido «muy participativa». En tanto que en la misma iglesia, durante el día anterior, otra asistente afirmaba que «jamás había vivido un vía crucis así».
En fin, con más preguntas que respuestas dejé la vigilia de la plaza y la Pascua con la sensación de que en cada uno de estos eventos -a su manera- se rumiaba alegría y esperanza. En el primer caso me quedó la impresión de que la percepción de los concurrentes era de que el acontecimiento que los aglutinaba no pertenecía solo a ellos sino a la nación toda. En el segundo evento sentí que la visibilidad del catolicismo, entendido como la intensificación de su aparición en la esfera pública, podría signar las políticas de la Iglesia en los tiempos venideros como parte de lo que ella entiende como la «nueva evangelización». Por estas razones, para los católicos había más posibilidad de pensar que la gracia se podía derramar por fuera de los templos. El desafío era ahora imaginar la nación del mito en los tiempos de Francisco. Con él, la nación católica volvió a ascender una vez más. Como lo había advertido en otros rituales católicos, también me iba de la Catedral con la impresión de que no hay ningún sentimiento más social que la esperanza. Por eso, entre los aromas de garrapiñadas y hamburguesas de la plaza y las visiones crudas de los cristos martirizados que había visto en algunos de los vía crucis vivientes del Gran Buenos Aires, también se percibían las vísperas de lo que para muchos parecía ser la imaginación de un devenir nacional alternativo.
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