por Ezequiel Casanovas – Fotos: Rocío Frigerio
No es consciente de nada. La mãe arquea la espalda y la cabeza hacia atrás. El pelo negro queda en el aire, las puntas de los pies se despegan del suelo, por un segundo solo se apoya en los talones y, justo antes de que caiga, otra mujer la sostiene por las axilas. Está en trance de posesión: las palmas juntas adelante del pecho como si rezara, los ojos cerrados, la boca apenas abierta en un balbuceo. Tiene incorporado a su orixá que se mueve, habla, gesticula a través de ella.
Las manos de los cuatro tamboreros parecen el viento, le pegan al tambor con una, con la otra, con las dos juntas; los dedos pasan más tiempo en el parche que en el aire, cada vez más veloces: el batuque es una tormenta en el medio de la selva. Alrededor los devotos forman la roda, un círculo de diez metros en la playa Popular, en la que tocan y bailan para cada uno de los doce orixás del panteón africanista.
Las mujeres van de bahianas: enaguas, polleras hasta los tobillos de pies descalzos, las blusas pegadas al cuerpo; los hombres de pantalones largos y remeras o camisas sin botones. Todos de blanco, la ropa de religión. En el medio, la escultura de Iemanjá, la reina de los mares, la madre de todos los orixás que, como cada primer domingo de febrero, tiene su fiesta en Mar del Plata.
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En treinta y tres años, la lluvia nunca alcanzó para suspender la ceremonia de Iemanjá pero faltan cuatro horas y el agua no para. En el salón del club San José hay canastos, jarrones, ánforas, bandejas, antorchas, barcas, frutas, collares, y el murmullo de veinte personas que hablan mientras terminan con los preparativos.
Hugo Watenberg de Iemanjá, alto, rubio, los ojos celestes, toma mate con el babalorixá José Luis que agarra un ramo de rosas blancas con las dos manos, aprieta los tallos que quedan bien juntos y lo mete dentro de un canasto de mimbre.
Lidia le da un collar de cuentas a un hombre que lo acomoda en una barca del tamaño de una caja de zapatos. Al lado, hay otras dos más grandes; todas celestes, el color de la madre de todos los orixás, todas con la ofrenda: mazamorra, sandía, melón, peras, uvas verdes y rojas, perfumes.
El templo Reino de Iemanjá Bomí del que Hugo es babalorixá, máximo sacerdote, organiza la fiesta en Mar del Plata desde 1984. Aquella vez doce personas dejaron una ofrenda en la Playa Varese ante la vigilancia de cinco patrulleros. A fines de los 80 se mudó a Playa Popular, una de las más céntricas. El municipio y la provincia de Buenos Aires la declararon de interés cultural y turístico. En los últimos diez años llegaron fieles de Brasil, Uruguay y de todo el país para la fiesta que está considerada como la segunda más grande a nivel mundial.
En la cancha de papi fútbol del club se amontonan colchones, bolsas de dormir, bolsos y mochilas; es la habitación de más de ciento cincuenta personas que vinieron de Capital Federal, Gran Buenos Aires y Rosario. Dos mujeres inflan globos celestes. Un hombre le alcanza el pintalabios a una señora que se mira en un espejo de mano.
El agua entra por los agujeros del techo y las ventanas altas que nadie puede cerrar. Todos recuerdan que en 2016 la lluvia paró media hora antes de la ceremonia. La procesión recorrió la rambla, armaron el altar de Iemanjá en la playa, Hugo casó a tres parejas, dejaron las barcas en el mar, encendieron los fuegos artificiales, formaron la roda y danzaron al ritmo de los tambores y el canto. Todo ante la mirada de nueve mil personas. Lo mismo está previsto para la noche.
Afuera del club ya están los colectivos que llevarán a la gente a la playa. Hugo, todo blanco: el pantalón y la camisa de lino, las sandalias de cuero, dice que cuando lleguen van a decidir si harán toda la ceremonia o solo entregarán las ofrendas.
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José Ingenieros describió en 1893 una ceremonia llamada “bailar el santo” a la que fue invitado por una mujer negra. No hay otro registro de religiones afroamericanas en Argentina hasta su reintroducción desde Brasil y Uruguay en la década del 60. En 1966, la mãe Nélida de Oxum abrió el primer templo del país. El crecimiento fue lento y silencioso durante los 70. El regreso de la democracia lo visibilizó: en 1984 había cien templos y en la década del 90 eran quinientos los inscriptos en el Registro Nacional de Cultos.
Una encuesta del templo Reino de Iemanjá Bomí determinó que dos millones de personas practican la religión y los fieles dicen que hay tres mil templos aunque no existe una estadística oficial.
Según Alejandro Frigerio, doctor en Antropología e investigador del CONICET, las religiones afroamericanas tienen cuatro elementos: la fe de los esclavizados Yoruba, Ewe y Kongo que llegaron a América, el catolicismo de los colonizadores españoles y portugueses, el espiritismo de Alan Kardec y las creencias de los indígenas americanos.
La diferente combinación de esos elementos o el predominio de uno sobre los otros, produjo distintas variantes. La Santería y el Palo Mayombe de Cuba; el Vodou de Haití y las formas afrobrasileñas como el Candomblé de Salvador de Bahía, el Tambor de Minas de Maranhão, el Xangô de Recife, el Batuque de Porto Alegre y la Umbanda que nació a principios del siglo XX en Río de Janeiro.
Frigerio dice que la gente se acerca a los templos principalmente para resolver problemas de salud, trabajo y amor. Enseguida los atrae esta religiosidad vistosa, colorida. “Además de satisfacer las necesidades espirituales de quienes participan de cosmovisiones encantadas -en las cuales el mundo espiritual no está escindido del material-, para muchos individuos en sectores populares –y no sólo– se constituye también en una forma importante de sociabilidad y, por qué no, de diversión –dicho ésto de manera no peyorativa–. En muchos lugares del cada vez más deteriorado conurbano bonaerense, las ceremonias religiosas cantadas y bailadas proveen no sólo espiritualidad, sino que también constituyen formas significativas de sociabilidad y de expresión de una dimensión estética”, explica.
La mayoría de los templos argentinos practica tres variantes distintas: Batuque o Africanismo, Umbanda y Quimbanda. Los fieles llaman a eso «la religión». Generalmente se inician primero en Umbanda o en Quimbanda y después en Batuque. O, crecientemente, sólo en Quimbanda. No se puede generalizar. Cada templo tiene su forma.
Son monoteístas. Creen en Olodumare, el Dios que creó el mundo, y en los orixás, seres humanos divinizados que tuvieron una tarea en la creación. Cada uno es un elemento de la naturaleza: Iemanjá los océanos, Oxum el agua dulce, Xangô el fuego, Oxossi la floresta, Oyá el aire. Gobiernan una parte del cuerpo humano, un aspecto de la cultura; un animal, una comida, un color les pertenecen y un día de la semana es particularmente apropiado para su culto.
Los practicantes de Batuque, la variante más africanista, cultúan a la naturaleza, a los orixás que algunos de ellos incorporan y los templos se inscriben en naciones como cabinda, jeje, iyejá, nagô y oió aunque las diferencias entre una y otra son cada vez más leves.
Axé es fuerza, energía espiritual, principio de la vida. Está en los animales, en la savia, las semillas y los frutos sagrados. Los pais y las mâes pueden trasmitirlo con las palabras, las manos cuando están en trance. Todo lo que existe tiene axé que se acumula, se gasta y se repone. Los orixás lo pierden cada vez que ayudan a los hombres. Las ceremonias y las ofrendas son para devolvérselo.
La Umbanda, que guarda más influencias del espiritismo kardecista, cree en la existencia de guías espirituales intermediarios entre los hombres y los orixás. Algunos fieles tienen la capacidad de incorporar espíritus de caboclos y pretos velhos. Los caboclos son indios o mestizos que fueron agricultores, chamanes o guerreros y los valoran por sus dotes de curanderos. Los pretos velhos, negros viejos, fueron esclavizados y los estiman por la sabiduría que da el sufrimiento. También incorporan otras entidades como crianças, bahianos y ciganos.
Los que practican Quimbanda creen en los exús y las pombagiras. Son espíritus con una evolución espiritual algo menor que los guías de umbanda. La cercanía con el plano material los hace más parecidos a los humanos que les piden ayuda para resolver problemas. En las sesiones de Quimbanda su comportamiento es festivo, y los devotos tienen mucho aprecio por esos «compadres» y «comadres» que los acompañan en sus penurias y conquistas diarias.
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La cabeza de la escultura de Iemanjá, de madera maciza negra, es más grande que el resto del cuerpo. En el Africanismo, creen que en la cabeza está el ori, el orixá individual que nace con cada persona, el rector del destino. Hugo dice que el orí es lo que vale, lo que importa:
–Toda la verdad está en la cabeza.
Iemanjá tiene la nariz chata, los labios rectos, los ojos alargados. Dos peces le forman el pelo que le llega a los hombros. Del cuello le cuelgan collares de guías celestes y blancos. Un bebé está prendido a su pezón izquierdo. Lleva las rodillas apenas flexionadas, la cola casi tocando las pantorrillas: la posición en que parían las mujeres en la antigüedad. El primer rastro del africanismo es de doce mil años atrás.
Hugo, hijo de judíos, se inició en la religión en 1975 y en el 80 fundó el Reino de Iemanjá Bomí. Cada templo es una familia. En lo más alto está el pai o la mâe, que son los sacerdotes, a los que se inician con ellos los llaman hijos y se consideran hermanos entre sí. Cuando un hijo llega a convertirse en pai y abre un templo, nacen los nietos, tíos, sobrinos y así de seguido.
A los cincuenta y nueve, Hugo, que practica Batuque y Quimbanda, parece un profesor de los que tienen experiencia: no tutea, habla pausado como si pensara cada frase y dice que su familia tiene treinta y dos templos en todo el país, quinientos hijos, nietos y bisnietos.
Creen en el alto y en el bajo astral. El demonio, la culpa, el pecado original no existen en el africanismo. Los hombres y mujeres fueron creados a imagen y semejanza de los orixás y vienen a la tierra a cumplir con un destino ya marcado. Siempre tienen que elevarse desde lo moral y lo espiritual en su paso por la vida.
El día de la muerte el orixá suelta al orí y lo toma egun –el alma–. Si el orí no cumplió con la evolución, egun lo trae de nuevo encarnado en otro cuerpo. Si terminó con las reencarnaciones, se queda con Olodumare: una gran masa energética que vibra y brilla para que siga la existencia.
A aquellos que se dedicaron a la maldad, a destruir al prójimo, los consideran chupados espirituales. Funcionan en el bajo astral, el lugar de la envidia, el daño, la miseria. El egun de los que no hacen nada por salir de ahí, queda vagando: no se va más de ese plano.
El éxito –dice Hugo– para la religión, la familia, los sacerdotes, los templos, es el axé energético positivo. Es creer en la naturaleza.
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Norma se agacha, apoya un papel en la silla y escribe una, dos líneas. Para, desliza los dedos desde las mejillas hasta el mentón y parece que elige las palabras o los pedidos para Iemanjá antes de seguir. Termina, dobla el papel, va hasta la mesa en un costado del templo de la ialorixá Graciela de Oxum que también escribe y lo pone dentro de un folio.
Todos los iniciados en la religión tienen un orixá que los cuida. El pai o la mâe consulta los buzios, una especie de caracol como la yema de un dedo atravesada por una línea, para saber cuál corresponde a cada quien. Graciela, rubia, el pelo por los hombros, los ojos oscuros y grandes, es hija de Oxum.
El templo, un rectángulo de paredes blancas donde no entrarían más de dos habitaciones, está a treinta cuadras del centro de Mar del Plata. El altar es lo primero que se ve desde la puerta: la cara de una mujer africana tallada en madera, el pelo atado sobre la cabeza, los rasgos finos que simboliza a Oxum; al lado otra cara más chica, dos jarrones con flores blancas y amarillas y una vela encendida.
Walter, de veintiuno, entra por una puerta que da a la casa, lleva una olla repleta de maíz partido blanco. Edit viene con una bandeja de bananas, peras, uvas verdes y rojas y Rodolfo o Rodi trae media sandía, la fruta preferida de la madre de todos los orixás. Apoyan todo junto a una barca celeste, larga como una bañadera con un mástil en el medio.
Karina le abre la puerta a una mujer joven que lleva un bebé en los brazos y a un matrimonio con dos chicos que llegan con más cartas. Rodi mete las manos dentro de la olla, junta el maíz y, de a manojos, cubre el piso de la barca. Edit apoya una banana, un pedazo de ananá. Después es el turno de unos bombones de coco y leche. Alrededor del mástil van los collares celestes y, a los costados, los perfumes y las cartas. Arriba las flores blancas. Nada se superpone; todo tiene su lugar.
Suena una campana. Graciela, pollera celeste, blusa blanca, arrodillada junto a la barca, dice unas palabras en idioma yoruba y la primera en acercarse es Karina que se acuesta boca abajo. Inclina el cuerpo hacia la izquierda hasta que la espalda y las piernas quedan paralelas a la pared y se frota las manos dos veces, después hace lo mismo del otro lado. Se levanta y pasa otro hijo. A esto se le llama batir cabeza y simboliza la entrega al orixá.
No son más de treinta los que suben a siete autos en la puerta del templo. La barca va en la caja de una Hilux blanca. Walter y otro hombre la sostienen, cuidan que no se caiga. En el asiento del acompañante, Graciela. Apenas parte la primera camioneta, Edit acelera y aunque tenga que cruzar media ciudad hasta llegar a la playa de Camet, nunca irá a más de treinta.
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La mamá de Graciela era Testigo de Jehová, el papá agnóstico; la abuela, que vivía en Brasil, mãe de santo. Ella se inició en Batuque a los dieciséis. A los dieciocho los médicos le diagnosticaron matriz infantil: no podía tener hijos. Tuvo cuatro y cree que cada embarazo se lo debe a Oxum, la orixá de la fertilidad.
No quería ser mãe; llevar la vida de la abuela que tenía doscientos hijos de religión y corría por uno, por el otro, hacía ofrendas, recibía enfermos. No paraba. Ni bien terminó el secundario, Graciela se inscribió en Sociología, militaba en el Partido Intransigente y trabajaba para un concejal de Lomas de Zamora.
La carrera, el sueño de dedicarse a la política y trabajar con la niñez le duró cuatro años. Sentía mareos, insomnio, dolor de cabeza si pasaba mucho tiempo lejos de la religión.
Renunció al trabajo y todos los días recibía al menos a una persona que le pedía ayuda para resolver un problema. Aún recuerda la angustia en la cara de una mujer, el llanto, el pedido de que salvara a su hija de dos años. La nena tenía leucemia y, según los médicos, seis meses más de vida. Los buzios le dictaron ofrendas para Bará, Oxum, Osanha, Iemanjá y Oxalá. Graciela piensa que es un instrumento de los orixás; que ayuda en la búsqueda del remedio y el tratamiento adecuado para la enfermedad. Aunque la cura siempre la tienen los médicos.
La chica se salvó y Graciela no paró más. Veinte años después tiene treinta y cinco hijos de religión que practican Batuque y Kimbanda. Al templo llegan hombres y mujeres en pleno sufrimiento, desesperación, situaciones límite y, según ella, una mãe, un pai tienen que sacar lo mejor de la persona.
Si alguien va, le dice que vende droga y le pide protección, lo echa. No molesta a los orixás con nada que signifique descenso espiritual. No puede. Cuando alguien trabaja contra otro, más tarde, más temprano esa energía vuelve. Además no les puede pedir por un traficante:
–Si después les pido por la salud de un enfermo, no me van a responder– dice y aclara que todo depende de lo que cada uno quiere hacer con su espiritualidad.
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La procesión ocupa el largo de una cuadra, el ancho de una calle: ciento cincuenta hijos están parados en la rambla. La lluvia, a las siete y veinte, es solo una amenaza. La mayoría de blanco o celeste aunque algunos llevan abrigos rojos, amarillos, verdes, los colores de sus orixás.
De adelante hacia atrás, se ven: las banderas del templo de Hugo y de la Argentina, bahianas con los canastos de mimbre llenos de rosas blancas, la ofrenda para Bará y hombres con antorchas, el altar con la escultura de Iemanjá, hombres con las barcas, mujeres con bandejas repletas de frutas, la bandera de la diversidad; Hugo con Iyá Peggie Ti Yemojá, el Babalorixá José Luis y otros quince pais y mâes; los tambores y, al final, una tela que hace de toldo y cubre a mujeres y a los chicos.
Alrededor, centenares de personas los miran y, en el medio de la formación, a los costados y en cada uno: el silencio. Solo se oye el silbido del viento que no para, de las olas que rompen contra la escollera, el agua y lo que se cruce.
La remera de Heber de Xango tiene una foto de Mar del Plata y dice «Fiesta en la playa, homenaje a Iemanjá»; en la cintura lleva un tambor rojo con bandas plateadas que le llega a las rodillas. La barba candado se separa del bigote y juntos forman un círculo, le dan vida a una o, a un canto que parece un llamado. Los demás responden con el siguiente verso del mismo rezo mientras caminan.
El puño de Lidia se abraza a la manija de una bandeja llena de frutas, avanza con un paso hacia la derecha, después a la izquierda, la cadera se balancea, la pollera vuela, la bahiana que está al lado la sigue. Los demás también. Los tambores marcan el paso, el baile; cuando paran, cada uno queda quieto en el lugar y no se oye sino el mar, la espuma que cubre la orilla y se retira con ganas.
Desde el balcón del hotel Hermitage, un grupo de turistas saca fotos con los celulares. Heber vuelve a cantar. Una mujer mueve las piernas y, en la pantalla del celular que dice rec, enfoca el paso de una bahiana, un antorchero y dos policías que cuidan que nadie interrumpa la formación.
Los que llevan las banderas se detienen justo a la altura de los lobos marinos. Otra vez el silencio y a nadie le importa que tres nubes como islas negras cubran el cielo. Justo antes de bajar a la playa Popular, a nadie le importa la llovizna.
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Apenas pisa la playa de Camet, Rodi hace un pozo tan profundo como la altura de la vela roja que enciende Graciela. Al lado, deja una bandeja redonda con la ofrenda para Bará, el orixá que permite la comunicación con los demás. Si él no está cultuado no puede empezar ninguna ceremonia.
El cielo está cubierto, gris con esa bruma que da la humedad; la marea sube entre las escolleras con forma de T, el viento viene del horizonte y desde la ruta se huelen el agua y las algas. Hace un mes y medio que Graciela está de duelo por la muerte de una hija de religión. Esta noche de jueves 2 de febrero no habrá roda de batuque.
Walter y Emanuel sostienen la barca a la altura del pecho en el medio de la playa, alrededor están todos los demás; ningún extraño, ningún curioso. El tintineo de un par de campanas interrumpe el rugido de las olas. Graciela canta una frase en yoruba, los demás le responden con otra y parece que el canto para Iemanjá fuera un musical. Después cantan todos juntos. Las canciones suenan llenas de os y de us y, si alguien las tradujera, dirían: “Oh Madre, cuida a mi familia. Oh madre, cuida a mis hijos. Oh agua bendita sácame de todo mal”.
El canto se detiene, las campanas siguen. Graciela y Rodi caminan hasta la orilla, la espuma viene con tanta fuerza que les pega en los pies, los salpica. Él la rocía con perfume; ella aprieta un pote de plástico para que la miel caiga: llaman a Iemanjá.
Vuelven y Emanuel, Jorge y otro hombre, la barca por encima de los hombros, entran al mar. A los pocos pasos el agua les llega hasta la cintura y desde ahí avanzan a los saltos; las olas: una tras otra, una tras otra, no les dan respiro. Siguen hasta que ya no pueden sostener la barca sin tragar agua. La dejan lo más adentro posible.
Los hijos forman una media luna y miran al mar. Graciela lleva un perfume en la mano, camina, se detiene delante de cada uno y les pone un poco en el cuello, en las muñecas. Al mismo tiempo Edith y Karina llevan flores blancas al agua y Rodi una bandeja llena de sandías.
Una ola tapa la barca; la ofrenda ya está en la tierra de la madre de todos los orixás. Las cartas también. Nadie habla de lo que pidió. Graciela dice que es secreto y el año próximo volverán a agradecerle o a pedirle de nuevo si es que no cumplió.
-Ella sabe lo que cada uno necesita- dice y antes de subir a la camioneta se encarga de que los hijos tengan con quien volver.
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Los tambores lejanos apenas interrumpen el sonido del viento. Hay que dejar la ofrenda. Se viene la lluvia. Hugo pide a los sacerdotes que lo acompañen y junto a la Iyá Peggie camina hacia el mar por un pasillo humano que va desde la escultura de Iemanjá, en el medio de la playa, hasta la orilla.
El agua le llega a los tobillos, tira talco perfumado y le pide licencia a la madre de todos los orixäs. Vuelve, aprieta el pote de talco ante una mujer del público; el polvo sale como un chorro que se mezcla con el aire. Las bahianas perfuman a quien se le cruza con fragancias de fruta y jabón que se mezclan con el olor del agua y la arena mojada.
Los pais, las mães y los hijos se arrodillan entre las rosas blancas y las barcas que están alrededor de la escultura. Hugo habla en yoruba; y antes de terminar repite tres veces la palabra misericordia, le pide a Iemanjá que reciba la ofrenda:
-Paz, felicidad y salud para las familias. Unión religiosa para el país.
Tres bahianas sostienen la barca y recorren el pasillo mientras la gente le pone rosas blancas. Llega a la orilla repleta, la agarran dos guardavidas, la levantan por encima de las cabezas, dan media vuelta y se ponen de costado, saltan para pasar una onda antes de que rompa, otra y otra más. La sueltan cuando el agua casi los tapa.
Desde la escollera sale un disparo de luz roja que estalla en el cielo en miles de luces: los fuegos artificiales son a prueba de lluvia. Las bahianas lavan los collares celestes en el mar, al lado hay mujeres y hombres que, tomados de la mano, forman una hilera y miran cómo entran las barcas.
La roda se forma alrededor de Iemanjá. Los dedos de los tamboreros se tensan justo antes de golpear el parche. Según el momento, el batuque suena como la lluvia en las hojas de un árbol, como la crecida de un río tras la tormenta, como un tornado que se forma en el centro de la tierra. Ningún toque es azaroso: los tambores son para llamar a los orixás.
La mãe de pelo negro camina desde el mar hacia la escultura, lleva las dos manos juntas como si rezara y se las frota; los ojos cerrados, las palabras inentendibles. Una mujer la mira, camina junto a ella. Siempre hay alguien que cuida a los que están en trance.
Una M sale de la boca apenas abierta del pai que también está en trance. Sus manos se pegan al pecho de un hombre, bajan hacia la panza, antes de llegar a la cintura lo sueltan y chocan entre sí dos veces. Después, frota el brazo izquierdo, el derecho y la espalda. El pai pone la cabeza en un hombro, en el otro, le toma las manos, se las lleva a la cara y parece que las besara. Una cola de seis personas espera por esa limpieza energética. Al lado otros dos pai hacen lo mismo.
Los fieles que incorporan al orixá no recuerdan nada de lo vivido. No se les puede sacar fotos, filmarlos ni contarles lo que hicieron o dijeron. Tampoco describirles cómo era su cara, sus movimientos. La tradición africanista dice que del trance no se habla.
Hay más orixás que caminan por la playa o danzan junto al babalorixá José Luis, la Iyá Peggie y Hugo que están en el medio de la roda. Las bahianas mueven los pies, las polleras vuelan al tiempo que la cadera va para allá, para acá, adelante, atrás. Los hombres también bailan.
En el medio de la roda, la mãe de pelo negro tiene los ojos cerrados, balbucea. La espalda, la cabeza se le van hacia atrás y, justo antes de que caiga, la bahiana que la acompañó toda la noche la sostiene. La lleva hasta un banco que hay al lado de la escultura. Con un pañuelo, le cubren la cara y con una jarra de agua la mojan en las muñecas, los codos, detrás de la nuca: despachan al orixá. Se despiden hasta la próxima roda de Batuque.
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