Por Juan Terranova (prólogo a su libro Peregrinaciones)
Fotos: Cecilia Galera
Dejamos el auto sobre la calle lbarrola y caminamos por José León Suárez hasta Rivadavia. En esta parta, Liniers esta desierto. No se ve a nadie. Hay containers de color verde oscuro en las esquinas y bolsas de basura destripadas, como animales abiertos, en las veredas. Pero no hay gente. Los negocios están cerrados. Las persianas se bajaron hace rato. Es lunes 6 de agosto del 2007 y al mediodía la temperatura llegó a los ocho grados. Pero a las diez de la noche, apenas alcanza los cinco con variaciones de algunas décimas. No hay viento ni se registra sensación térmica. La humedad es del noventa por ciento. A metros de la General Paz, muy cerca de las bajadas y subidas de la autopista, esperamos un semáforo y finalmente cruzamos Rivadavia entre el 11200 y el 11600. El comienzo de la calle Cuzco contrasta con la insuficiencia del alumbrado público. Enseguida se lo distingue por el bullicio. Dentro de dos horas, cuando entremos al martes 7 de agosto se volverá , una vez más, a conmemorar la fiesta de San Cayetano y los periodistas y las cámaras de televisión ya están ahí esperando ese momento.
Para esta fiesta, la calle Cuzco se convierte en peatonal y en esa peatonal se improvisa un mercado que comienza cuando se cruza la vía. Incluso antes. Ya al costado de las barreras algunas mujeres venden dos espigas de trigo por un peso. Hay olor a comida porque se cocina en puestos y tinglados desmontables de chapa o fibra de cemento. Un hombre rompe un cajón de fruta para alimentar el fuego de una parrilla. Hay humo y olor a leña. En algunos puestos, se cuelgan telas de nylon para resguardarse del viento. Se venden velas, toda la chuchería y el merchandising del Santo. Más adelante, cerca de la puerta de la Iglesia, hay carpas y gazebos, también provisorios pero sólidos. Los vendedores apoyan sus canastas de mimbre con quesos y salames en el modio de la calle y pregonan sus productos.
En realidad, todas las mercaderías se pregonan y se ofrecen. Incluso desde los locales que rodean la iglesia. La santería Nous Entants merece una visita. Dentro de su oferta hay runas, buzios, péndulos y tarot. En la calle, la mayoría de los puestos tienen electricidad. Hay cables cruzando el asfalto, a veces a lo largo, a veces de vereda a vereda.
Arriba, la cruz de la iglesia está delineada en un neón azul y pálido, casi fantasmal. El cielo es oscuro, sin estrellas. Apenas una nube que pasa muy lenta. Una buena parte de los que atienden los puestos son mujeres. También son mayoría entre la muchedumbre que espera. Mujeres de mediana edad, más bien rollizas, de rasgos duros o dulces, que hablan y comercian.
En la puerta de la iglesia, contra las rejas, se armó un escenario. El equipo de sonido tiene un volumen considerable pero no llega a ser hiriente. Hace realmente mucho frío y un locutor con el micrófono en la mano lee los carteles que trae la gento y hace chistes. Los que lo escuchan aplauden. Después, suben unos músicos. Tocan una canción de misa y, cuando terminan, el que canta dice “Ahora vamos a hacer una chacarera” y agrega: “¡Que no se me enoje el Santo!». Miramos la hora y decidimos recorrer la cola hasta el final y volver a las doce en punto para presenciar el momento en que la iglesia abre las puertas. “No hay pago como mi pago: viva el Cerro Colorado” suena por los parlantes.
A las once de la noche, dos curas comienzan a bendecir a la gente de ambas colas con agua bendita. Van vestidos de blanco y en zapatillas. El clima es de neorrealismo italiano. Se ven esos zapatos, esas formas de abrigarse y de caminar, esos rostros.
Un hombre sin piernas, sucio, que muestra una sola muleta, pide tirado en el empedrado frío de la calle. Está justo en frente de la santería Reino del Angel. Los canales de TV ponen sus cámaras en lugares estratégicos. Cada tanto se ven pasacalles que dicen “Como familia de San Cayetano pedimos paz, trabajo y dinero» o “Querido Santo, acá estamos todos los años para agradecerte lo que nos das”.
Las dos colas doblan hacia el este por la calle Bynon. Los paravalanchas de acero gris van marcando el recorrido. Son dos colas bien separadas. Una a la derecha, otra a la izquierda. En la esquina de Bynon y Bueras, una mujer dice que tiene siete nietos. Hace dos meses que su grupo está ocupando ese lugar que se podría llamar “de privilegio”. Calculan que entran dos horas después de las doce. La mujer es de Lomas de Zamora, pero el grupo es muy heterogéneo. Hay hombres jóvenes con camperas de tela de avión, chicos de doce años y menos, otras mujeres que vienen de Olavarría. Después de Bueras ya no hay mas vallas, pero las colas no se desarman. La cola lenta es para tocar al Santo. La otra, apenas para entrar en la iglesia.
Una cuadra mas allá, en la esquina de Bynon y Gana, un equipo electrógeno propiedad del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires alimenta cuatro lámparas halógenas que iluminan las diferentes esquinas. La luz es blanca y agresiva.
Un poco retirados, hacia el lado de la vía, los scouts tienen tres carpas prolijas y un puesto improvisado con caballetes y tablones. Reparten pan y agua caliente. Hay charcos en la calle y un humo blanco que contrasta con las luces. A esta altura, los puestos no son tan comunes. Se agrupan de tres o cuatro en las esquinas.
Pasadas las once y media, una de las colas empieza a moverse. Alguien avisa que se abrieron las vallas. Familias y niños pliegan sus sillas de plástico y avanzan unos metros. Algunos ni siquiera las pliegan. Las levantan, caminan cinco pasos y se vuelven a sentar.
En la gente se ven muchos pasamontañas de lana y gorros y bufandas. Es difícil determinar por alguna zona particular quién es devoto v quién vino a trabajar en los puestos, cocinando al costado de la cola o vendiendo llaveros con la imagen del Santo. Mas fácil es sabor quién está en la cola y quién no. Con eso no hay confusión posible. Los promesantes están alrededor de braseros y orientan sus sillas en una sola dirección. La idea de que alguien se pueda colar es impensable.
Llegando a la calle Casco se ve una carpa enorme de tela blanca y en las esquinas, dos equipos electrógenos de cuatro y cinco luces respectivamente. Otra vez, la luz es fuerte y muy blanca. Del lado sur de la calle, hay vallas. La carpa blanca es de la Cruz Roja. Una de las rescatistas que monta guardia en la puerta habla con un hombre con gorra negra. Conversan de cualquier cosa. De temas legales, de orientación vocacional.
Llegando a la calle Madero, hay una casa de comidas. El interior, con sillas y un mostrador antiguo, está iluminado con tubos fluorescentes pero no parece abarrotado de gente. Dos hombres, uno joven y uno muy gordo, desarman un cajón de fruta para alimentar el fuego que hicieron en la vereda. A cincuenta metros hay otra casa de comidas y cuando la pasamos de largo, vemos la puerta de una Iglesia Evangélica Cristiana. El templo está cerrado y oscuro.
Las dos colas, perfectamente diferenciadas, doblan hacia la izquierda por Barragán y siguen por abajo de la Autopista 6 Perito Moreno. Paramos a descansar y escuchamos que alguien comenta que en la peregrinación de Alta Gracia siempre hay muertos. En la última, uno por cansancio y dos por armas blancas. ¿De qué se habla en las colas? De todo, pero se habla poco. Hay expectativas y cansancio y todavía falta el final de la noche y la madrugada. Nosotros también hablamos. Caminamos y hablamos Recordamos todas las veces que vimos las colas por televisión. Pero las imágenes no describen el frío y la sensación que transmiten las casas en la oscuridad. Hay que estar acá.
Sobre la calle Reservistas Argentinos, que corre paralela a la autopista, Defensa Civil tiene un trailer con un obrador y un grupo electrógeno. La cola se ve con más nitidez, se dibuja mejor. Ya no es tan difícil caminar. Calculamos por lo menos cincuenta mil personas, pero coincidimos que sacar números en este tipo de eventos es muy complicado. Más adelante se ven las instalaciones del Club Vélez Sarsfield. En un escenario montado sobre uno de los paredones dos mujeres cantan v tocan la guitarra. Luces, equipo electrógeno alejado unos metros, disfraces de gauchos con ponchos rojos v negros y equipo de sonido. “Pero vamos todos a San Cayetano/ pidiendo su bendición”, dice la letra.
En ningún momento de la cola se ve gente rezando. A lo sumo hablan en voz baja. Si vienen de Tigre, Lomas de Zamora, González Catán y Lanús; algunos también están desde el mes de mayo. Los grupos tienen entre diez v quince integrantes, a veces llegan a veinte personas. Se conocen de otros años y se reencuentran. La mayoría están orgullosos de esas microcomunidades donde siempre está circulando el mate. “El tema es que después, con este frío, te dan ganas de ir al baño», me comenta un hombre de unos treinta años que se ríe. Algunas casas prestan sus baños, otras lo alquilan. Las colas doblan por Alvarez Jonte. En una esquina, sobre el suelo, una mujer vende velas artesanales.
Se nota cada vez con más fuerza que el clima es de fiesta popular. Pero el alboroto es mínimo y se evitan los gestos carnavalescos. Un hombre grueso vacía una bolsa de carbón en una lata. Hay poca presencia policial. Las columnas de humo se repiten con el olor a grasa quemada. En la plaza Vélez las colas se abren en la explanada del club. La rápida se pega al estadio, es la más larga. La lenta rodea la plaza por la calle.
Nuestra idea inicial de ir hasta al final de la cola y volver a la entrada de la iglesia se vuelve impracticable. Llega la medianoche y se sigue sumando gente y se ven fuegos artificiales. Cuando se anuncia la apertura de la iglesia por los parlantes, todo el mundo aplaude. Nos ponemos en la fila y hablamos un poco con los últimos en llegar. Nos dicen que la lenta avanza una cuadra por hora.
-Entramos dentro de diez horas, con suerte. Mañana a eso de las dos de la tarde.
-Dieciocho horas estuvimos una vez.
-Vengo desde hace quince años.
-Depende la gente que haya.
La cola rápida termina lejos, en las paradas de los colectivos 34, 166 y 172, sobre Juan B. Justo, y a veces se estira hasta la entrada del barrio John F. Kennedy.
Sigue llegando gente. Van a pasar la noche avanzando de a poco. Sin mate, más frescos que los de la cola lenta. Las opciones, entonces, son claras. La cola lenta para la misa, la cola rápida para agradecer al Santo.
Comenzamos a desandar el camino, mientras los fieles se mueven, dan dos pasos y se vuelven a parar. Hay felicidad en ese movimiento.
Una ambulancia del SAME avanza despacio, con las luces de la sirena encendidas, pero en silencio. Es como el perro del pastor que cuida el rebaño.
Una mujer le responde a un periodista. Un técnico la enfoca con una cámara que tiene sobre el hombro.
– ¿Qué es San Cayetano para usted?
– Todo. San Cayetano es todo.
Nos sentamos en el umbral de un edificio, en una de las calles laterales, a metros de las filas. Enfrente, los scouts calientan agua en ollas de campamento de veinte litros. Tomamos un vaso de mate cocido. Está caliente y el vaso de plástico blanco quema la yema de los dedos. Vemos pasar a los devotos.
Después, en la puerta de la iglesia, un cura bendice a la gente que va entrando. Hay urnas para las intenciones en la calle. Una cámara, ahora sobre el escenario vacío, toma la puerta de rejas de la iglesia, como si intentara registrar la cara de cada uno de los devotos que van a ver al Santo.
«Ya entramos, gracias a Dios, gracias, Señor», le escuchamos decir a una mujer.
La salida del templo se hace por la izquierda.
San Cayetano fue un santo medieval que nació en Vicenza, en el año 1480, v atendió a los hambrientos y los enfermos que dejó una sequía seguida de una peste entre 1529 y 1532. Los terrenos donde ahora están la iglesia y el colegio se donaron en 1830 a las Hermanas del Divino Salvador, pero el templo dedicado al Santo se inauguró en septiembre de 1875. Recién en 1913 se declaró Parroquia de San Cayetano y en el 14 se construyó el actual colegio del mismo nombre. Las últimas reformas se hicieron en la década del sesenta, después del Concilio Vaticano ll.
Los puestos siguen en actividad entre la iglesia y la vía. Se escucha el sonido de los trenes y las señales ferroviarias otra vez. Es un sonido que nos trae alivio. No entendemos por qué. Una chica joven saca fotos de los santos y los rosarios. A la una y veinte de la mañana la temperatura no sube de los cinco grados y durante el día siguiente va a alcanzar, recién sobre el mediodía, los diez grados. «Toda religión, incluso la más elemental, es una ontología», pienso. La frase es de Mircea Eliade, un historiador rumano.
La cadena de metáforas de San Cayetano es curiosa pero muy clara. La espiga simboliza la harina con la que se hace el pan, y el pan significa la retribución más simple al trabajo. Las horas pasan y empieza a clarear. No se ve gente durmiendo en el suelo o apoyando la cabeza contra una pared. Opacos y abrigados, los promesantes siguen entrando a la iglesia sin mostrar signos de cansancio. Hay de todas las edades, pero sobre todo personas mayores que agradecen o prometen. Las colas siguen avanzando. Nosotros dudamos y entonces pienso que podría hacer un libro sobre las expresiones de María en la Argentina.
Escribir es muy difícil. Escribir sobre la fe y sobre las manifestaciones de fe es, incluso, un poco más difícil si cabe. Sin embargo, también es un trabajo y un trabajo digno. Esa madrugada vuelvo de Liniers y prendo la televisión. Antes de acostarme agarro un libro de la biblioteca y leo:
«He vuelto, Dios, he vuelto.
La paz sea con tu pampa
Y conmigo un momento.»
Son apenas tres versos que Viel Temperley incluyó en su libro El nadador de 1967. Recién entonces me duermo con la televisión encendida.
(Prólogo a su libro Peregrinaciones: Apariciones de la Virgen María en la Argentina. Crónicas sobre la fe. Buenos Aires: Sudamericana. 2008)
Juan Terranova nació en Buenos Aires en 1975. Licenciado en Letras y periodista, es autor de la crónica teológica La Virgen del Cerro. También publicó las novelas El caníbal, El bailarín de tango, El pornógrafo, Mi nombre es Rufus y el libro de poemas El ignorante.
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