Las industrias culturales y la religión

autoayudapor Pablo Semán (CONICET-UNSAM)

(Fragmento de su introducción al libro «La industria del creer: sociología de las mercancías religiosas», editado por Joaquín Algranti).

¿Cuál es el papel de las industrias culturales en la vida religiosa de nuestra sociedad?, ¿Cómo operan los proyectos editoriales y musicales vinculados a instituciones religiosas en la conformación de lo que solemos llamar campo religioso?, ¿Cual es su significación para el surgimiento de las creencias religiosas?, ¿Cual es su aporte a los procesos de cambio religioso y cultural de la argentina contemporánea?, ¿Cuál es la contribución que brinda la investigación de estos objetos al debate de las ciencias sociales de la religión?. (….)  Una respuesta tentativa a esas preguntas, (…..) nos dice que la presencia de las industrias culturales revela la transformación del campo religioso y, al mismo tiempo, plantea la necesidad de ajustar nuestros conceptos para captar su situación actual. Concluiremos que “el desarrollo de las industrias culturales del campo religioso supone una actividad plena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas permitiéndonos divisar una nueva fuerza motriz en el campo religioso y, simultáneamente, el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo. Esa misma respuesta incluye otro enunciado: en el campo de las creencias religiosas las industrias culturales densifican experiencias previamente consolidadas, producen creencias e instituciones en que lo sagrado abarca nuevas prácticas, afinan las más diversas tradiciones religiosas con los ideales individualistas y favorece la emergencia de milagros de la subjetividad. Así concluiremos que las industrias culturales operan en la configuración del campo religioso multiplicando sus agencias, reforzando las tradiciones cristianas, pero, también, favoreciendo la emergencia de creencias que se distancian de dichas tradiciones y, en general, favoreciendo consensos transversales sobre los supuestos de la Nueva Era [1].

El fin del espiritualismo no es el fin de la religión.

Los últimos quinientos años de cultura cristiana, sedimentados incluso en las categorías críticas y supuestamente críticas de la ciencia social, nos dejan en la incómoda situación de tener que aclarar que la disociación espíritu-espiritualidad-/materia consagrada, entre otros factores, por algunas religiones, no ciñe convenientemente los fenómenos religiosos. Salvo para algunas corrientes de altísima teología católica o protestante, o para el sentido común laico-que regurgita tardíamente como categorías de sociología legitima las relaciones de fuerza de estados del campo ya pasados- las religiones no se ejercen ni sola ni plenamente en el espacio de la inmaterialidad. Las religiones se danzan, se toman, se respiran, se comen, e incluso, (voto a Afrodita y Mercurio), incluso se hacen sexo y dinero. El espiritualismo al que se quiere confinar lo religioso no es más que un subproducto de dos movimientos opuestos. De un lado la espiritualización, el idealismo que han intentado desplegar las tradiciones religiosas para preservarse de lo que ellas mismas asumían como “secularización inevitable”. Así, las religiones se auto-acotaban y le dejaban terreno a las ciencias del cuerpo y de la mente, para ellas quedarse con el evanescente e intangible espíritu. De otro lado las tentativas siempre fracasadas de la secularización malentendida (como una operación que mas que crear las religiones como problema constante de las sociedades las anularía -cosa que como son nos cansamos de comprobar nunca sucede). En este caso la espiritualización sería el arrinconamiento de la religión por sus adversarios. Ese doble movimiento por el que la religión se “extingue” y se desencanta tiene un motor común en una comprensión parcial de la secularización. Lo que no se ve, además de que la religión se produce, pero de otra manera, es que la espiritualización de las religiones es un movimiento contingente, reversible y, muy probablemente minoritario, pero muy presente en minorías con mucho poder de imponer sus representaciones de la sociedad. La supuesta ironía que reside en denominar con categorías del lenguaje económico a las prácticas de los grupos religiosos contemporáneos habla más bien de la falta de fidelidad de las ciencias sociales a sus argumentos más nobles: la calidez con que ganan nuestra adhesión rótulos como “entrepreneur religioso” o “cuentapropismo” debería ceder si recordamos que todo esto empezó con la intención de críticar, por ejemplo, la “economía política” (ver Giumbelli 2002).

Si se toman en cuenta estos elementos críticos que se hable de industrias culturales y religión no debe llevar a un malentendido muy posible: que con esa forma de llamar los procesos u objetos se apunte de forma crítica al hecho de que lo religioso y lo mercantil conviven “promiscuamente” cuando, teóricamente, eso no debería suceder, sino al precio de la degradación de la “espiritualidad” entendida como el verdadero y más alto valor de la religión. Esta compilación parte de al menos dos hechos que obligan a leer el término “industrias culturales” de una manera diferente.

En primer lugar es ya un lugar común de las ciencias sociales de la religión que la religión no es el reino de lo inmaterial y lo intangible. Las religiones implican cuerpos, emocionalidades, afecciones, viajes, vestimentas y comidas. Los cientistas sociales de la religión nos escandalizamos cada vez menos de que el dinero circule en las instituciones religiosas y sea parte de las experiencias que ellas promueven. Ya hemos asumido que eso siempre ha sido así en la mayor parte de las instituciones religiosas y que la pretensión de disociar dinero y religión es parte del espiritualismo superado o simplemente reflejo de una ideología religiosa y no una categoría “científica”. No quiere decir que las iglesias no sigan, muchas veces, promoviendo esa disociación. Si quiere decir que los analistas no podemos dejar de ver como se vinculan todo el tiempo este presente o no la pretensión de disociar lo “material” y lo “espiritual”. Toda religión implica intercambios, ofrendas, sacrificios. Que haya dinero o maíz en el intercambio habla de la especificidad histórica de una religión, algo que origina una agenda de investigación, no de su mayor o menor consistencia ética.

Segundo porque no se alienta aquí ningún supuesto relativo a la baja calidad “estética”, “espiritual” o “ideológica” de los productos de las industrias culturales. Las reliquias únicas, personales y de primera mano, promueven emociones y vivencias religiosas tan reales y conmovedoras como libros y canciones fabricados en serie. Referirse a industrias culturales es, en este caso, referirse sin prejuicios, al hecho de que el creer se transmite por referencia a discursos, autorizaciones y objetos que en una sociedad de masas requieren de su fabricación masiva, impulsada por la demanda de consumidores y de organizaciones que los ponen en circulación para fortalecer su influencia, su membresía y su propio aparato económico, al servicio de la reproducción de la religión que sea.

(…)

Algranti libroLos productores de cultura y el creer.

(…)

Si tomamos en cuenta que el creer tiene la estructura de la comunicación y del don, es preciso subrayar que los productores culturales son, sea cual sea su posición en las iglesias, parte del circuito que alimenta las tradiciones en función de las cuales se autoriza el creer. No son simples operadores que “bajan” o pedagogizan el discurso oficial, ni tampoco se trata de sujetos que lo paralelicen intencionalmente sino que en medida que el creer es comunicación ellos son una rueda motriz del creer y lo diversifican, lo dialectizan desde sus lugares y sujetos a las interpelaciones que afectan sus posiciones. (….) Entre la iglesia oficial y los productores culturales hay aunque sea un mínimo de diferencia que implica que ellos producen desde otra posición. Y, por otro lado, mi propia experiencia de investigador es que muchos creyentes asumen antes las verdades de la industria cultural que las oficiales de la iglesia (incluso sin ser muy periféricos a su organización, como el caso de muchos católicos que reelaboran fuertemente su fe a la luz de la literatura de autoayuda a través de autores que circulan con alguna legitimidad en el mundo católico). Los productores culturales pueden tener una posición específicamente diferenciada en la producción del creer y como esa producción no es sin “target” ni sin efectos se entiende que los productores culturales no sean parte de un organigrama piramidal que los disponga como mera polea de transmisión sin posibilidades de generar marcas propias en el mensaje. En esta investigación lo que se ve es que, incluso en el caso de los que menos autonomía tienen, no dejan de ser un foco específico de irradiación de sentidos sobre la religión. Las realidades sociales no son mecanismos, pero si lo fueran los productores culturales deberían ser concebidos como una rueda que gira excéntricamente respecto de otras ruedas mayores imponiendo al conjunto del mecanismo algo de su propia forma de girar.

(…) Como el proceso de la comunicación es dialógico (en el sentido que lo definimos arriba) la actividad de los productores culturales, es necesariamente productora de un diálogo en el que se toman y se dan contenidos a la interlocución (obviamente son diálogos que dependen también de relaciones de fuerzas internas, pero el punto es que prescindimos de la posibilidad de una verticalidad absoluta y permanente). Y esto tanto en el sentido en que va de los productores culturales al público como en el sentido que va de las interpelaciones del “mercado”, la “cultura” y las iglesias a los productores culturales. Los productores culturales, en el creer definido como comunicación y como don son, como se dice contemporáneamente, “prosumidores”[2]. Vuelcan digerido al público como productores lo que los alimenta como consumidores. Intervienen lo que les llega y hacen circular. Y en ese sentido se entiende que los productores culturales sean productores, siempre, en algún grado, de síntesis entre su propia nutrición y la que les provee su grupo religioso. Así esta definición del creer implica estructuralmente al sincretismo, que es el modo en que se produce cualquier creencia y no, simplemente, un desvío de una normatividad y pureza que alguna vez hayan existido. La noción de sincretismo puede servirnos para iluminar cuanto no somos tan católicos como creemos como nación. Pero debe ser usada con la precaución de no identificar el análisis con las categorías de los obispos y partiendo de que algunas creencias son sincréticas y otras no cuando en realidad todas lo son.

La cuestión va mas allá de los productores culturales ya que toda la producción del creer es sincrética, pero baste con subrayarlo a propósito de estos sujetos y sus empresas que definimos como ruedas excéntricas de los mecanismos que producen el creer.

Todo el razonamiento anterior tiene un complemento. Darle lugar a los productores culturales en la producción del creer, y por ende en las organizaciones religiosas, es tensar productivamente la concepción de las organizaciones religiosas. (…)  La imaginación sociológica se ha condenado muchas veces a representar las organizaciones religiosas bajo el formato de la pirámide vertical con que el catolicismo se representa a si mismo. Cuando esta imagen no se confirma surge el recurso a la “des-institucionalización” de la religión como si todo aquello que no tuviese el formato Católico imaginario no fuese institución. Todo lo que hemos dicho nos ayuda a pluralizar y complejizar nuestro repertorio de imágenes posibles de las organizaciones religiosas. Una conclusión parcial de este movimiento es que el hecho de enfocar los productores culturales y obtener los resultados que se han obtenido acerca de su productividad, sumado al análisis que hicimos (que los ubica como una de las fuerzas que dinamiza y enriquece el creer) nos está proponiendo el promisorio horizonte de concebir a las organizaciones religiosas sin los prejuicios que la sociología adquirió en el conocimiento de los catolicismos. Para ser más claros todavía: el paso que incorpora las industrias culturales al análisis del creer despega el análisis de las ciencias sociales de la mirada católica, sobre todo de la mirada obispal del catolicismo. Y porque nos permite ver a las iglesias desde un punto de vista organizacional más amplio que tiene al catolicismo como caso y no como parámetro.

P1050072-optLas tensiones de los productores culturales y la situación del campo religioso.

Algranti señala la existencia de una tensión que atraviesa la experiencia de los agentes que operan en las industrias culturales religiosas. Para algunos de estos agentes se trata de privilegiar las orientaciones religiosas y culturales de la organización religiosa la que pertenecen (en un sentido que podríamos interpretar como el respeto de la ortodoxia, de la tradición tal como llega, al menos del mandato de la institución religiosa). Operan en la necesidad de ajustarse a una doctrina establecida o a unos parámetros limitados para actualizarla, aunque eso no implique ganancias de público y mercado para esos productos e incluso lleve rechazos de aquellos que son parte de la organización o espacio religioso en que operan , pero no se sienten a gusto con el hecho de que los libros no hagan mas que repetir en forma y contenido lo mismo que se ofrece en el culto, por así decir. Para otros agentes culturales se trata de incrementar las ganancias y/o los públicos y por lo tanto de aceptar, dentro de ciertos límites variables y negociables, que se produce cultura orientándose por las exigencias del mercado. Y que para triunfar en el mercado deben hacerse concesiones que implican desvirtuar la ortodoxia y la tradición. (…)

Comencemos por dos preguntas que retoman la tensión entre tradición y mercado que viven los productores de las industrias culturales del campo religioso. Hay una misma manera de pertenecer a la tradición y su expresión organizativa la institución?. De que manera se orientan los productores culturales por y hacia el mercado?. (…)  El funcionamiento de las industrias culturales está ligado tanto a una transformación de las formas de organizarse como a un cambio de las formas del creer en el campo religioso. Es que lo que mostraremos aquí es que mercado y tradición, los términos por los que nos hemos preguntado tienen variaciones y significaciones especificas que organizan las constricciones y los desempeños de los productores culturales de una forma particularmente reveladora. En este contexto podrá observarse el peso y el dinamismo de nuevas articulaciones del creer, de la aparición de nuevas tradiciones creyentes (….)

(…)

El mercado no es solo cantidad.

Qué quiere decir que los productores culturales se orientan al mercado?. En principio que buscan realizar la mayor cantidad de ventas posibles. Que apuntan a la ganancia y por lo tanto otorgan importancia y prioridad a aquello que la gente quiere leer u oír. Ahora bien: el mercado, entendido como la demanda, más allá de sus heterogeneidades puramente económicas y su inmensidad no es amorfo ni acepta cualquier cosa por imposición, justamente porque es una demanda cualificada, segmentada, constituida por motivos que se construyen culturalmente y con los cuales la industria cultural (sobre todo si apunta a nichos tan específicos, como la religiosa) no puede relacionarse sin diálogo ni formaciones de compromiso que se expresan en la propia producción cultural . En ese sentido resulta llamativo que cuando los productores culturales se orientan al “mercado” haciendo tomando alguna distancia de las prescripciones ortodoxas de su organización religiosas, no lo hacen aleatoriamente. Se orientan respondiendo a una demanda. Ahora bien como funciona esa demanda?. Esa búsqueda no tiene tantas formulaciones como sujetos y tiene un modo dominante y abarcativo en la adhesión a una literatura que en las etiquetas aparece dispersa, pero en los contenidos y en los usos se encuentra recurrentemente combinada. Entre los géneros más leídos se encuentran los religiosos y la autoayuda y si se atiende a los contenidos se puede ver hasta donde, por ejemplo, el cristianismo, las nociones de superación personal y positivismo anímico dialogan en autores que han sido best seller en el último lustro como Ari Paluch, Claudio María Dominguez o el citado Stamateas. Y esa misma combinación puede observarse en las bibliotecas personales, como me ha sido posible comprobar en mi investigación empírica es altamente probable que el consumo de uno y otro género sean correlativos.

El campo de esa literatura se ha formado en miles de aproximaciones entre editores, autores y lectores y hoy tienen amplitud, estabilidad y patrones de gusto y dinamismo que sirven como señales al a lanzamiento de nuevos productos. Lo que quiero subrayar con esto es que la producción de los productores culturales cuando se deja llevar por el mercado se no se deja llevar por una multiplicidad de agentes atomizados que resuelven de acuerdo a criterios de maximización de un mismo placer por el precio más barato. Los bienes religiosos no ofrecen placeres tan fácilmente ecuacionables unos por otros (quien quiere cruces no necesariamente aceptará mandalas). La orientación al mercado que puedan tener los productores culturales no es, en consecuencia, una orientación aleatoria o infinitamente variable. Orientarse al mercado en la producción cultural es orientarse hacia algunas demandas prevalecientes, hacia algunos significados, contenidos y formatos privilegiados por los públicos que en lo único que actúan como racionalmente es en el momento de hacer economías, pero que se orientan antes por preferencias de sentido socialmente construidas. Demandas prevalecientes y formatos que, además, también atraviesan el gusto y la sensibilidad de los productores. Y si uno retiene lo que decimos que domina en el mercado podrá entender porque una parte de los productores culturales de las iglesias, específicamente aquellos que pertenecen a tradiciones organizativas menos rígidas, se orienta en la dirección que se orienta. En el mercado de forma transversal a lo que se considera autoayuda, religión, esoterismo, se presentan de forma recurrente las mas variadas operaciones destinadas a que los sujetos tomen conciencia de si, de sus hábitos, de las formas en que deben romper los automatismos de su actuar y asumir cuales son las fuerzas que los llevan a actuar de maneras autodestructivas. La expectativa de transformación personal, tramitada como reflexión sobre el si mismo y resuelta con el concurso de fuerzas que no son solo las propias sino las de “la vida”, “la armonía entre los seres”, la gravitación conjunta de las intenciones de las personas, los elementos y las divinidades inmanentes.

(….)

Virgen plis mochila2Hemos dicho que las industrias culturales inciden en el campo religioso fortaleciendo los supuestos de la Nueva Era (…)  Esto no implica, que las industrias culturales no dinamicen otros supuestos religiosos, pero hay algo en lo que la retroalimentación Nueva Era industria cultural parece insuperable: sólo en esa intersección se da que la máxima autonomía de los agentes se combina con una altísima presencia y realización de ventas.Y sólo en el caso de la Nueva Era se da el que una visión religiosa se funda en mayor parte o en su totalidad en productos de industria cultural antes que en formatos institucionales propios de las iglesias clásicas. En este punto es preciso tener en cuenta que la Nueva Era ha mutado históricamente: de ser una red de organizaciones especializadas como lo describe Carozzi en los años 90, ha pasado a ser un conjunto de representaciones que se instala ampliamente en el sentido común de la época (ver Semán y Battaglia 2012).

Dijimos que los productores culturales aparecen tensados entre la tradición y el mercado. Si agregamos a ello el resultado de este recorrido nos encontraremos esa tensión se enriquece sumando dos hechos. Primero que “tradición” es un término que implica variaciones derivadas del grado de autonomía que permiten las diversas iglesias. Segundo que “mercado” implica variaciones derivadas de la configuración de la oferta de motivos para “creer”. El cuadro que emerge sería uno el que las orientaciones por la tradición o por el mercado se subdviden por el grado de autonomía que les permiten sus propias instituciones y se cualifica por la afinidad con algunos motivos dominantes en el juego de “oferta” y “demanda” simbólica (un juego que, técnicamente puede definirse mejor como una dialéctica entre interpelaciones y narrativas que  tal como se puede derivar del modelo propuesto por Vila (1996).

Conclusión

(…)

(…) Tomando en cuenta lo que hemos desarrollado en el punto anterior debe proponerse un esquema en que la situación de los productores culturales es variada y va desde un mínimo de productividad, casi un apéndice de las burocracias sagradas y consagradas de cada organización hasta un máximo de productividad que se da en el caso de los que tienen un máximo de autonomía. Al mismo tiempo, llama la atención en este esquema el hecho de que algunos de los más productivos de esos agentes, y muchas veces los más autónomos, tienden a generar proyectos que más allá de su vínculo con una organización religiosa determinada tienden reforzar y promover los criterios de la espiritualidad de la Nueva Era.

(…) La inclusión de la producción de las organizaciones culturales ligadas a las diversas organizaciones religiosas permite ver que la religión no solo es cuestión de palabra, espíritu y misa y de simple cura de almas, sino también de sonoridad, bailes, dieta, terapia y modelos de bienestar que no son solo “espirituales” y que circulan a través de libros, recitales, conferencias, formatos digitales para bajar y reproducir música y CDs. Esto y la propia inclusión de las organizaciones culturales dentro de las organizaciones religiosas heterogeneiza el “campo religioso” de una manera que no se corresponde con el uso tradicionalmente generalizado de la noción de “campo religioso”. He insistido varias veces en este argumento y no tengo como no volver a hacerlo: sea cual sea la mejor forma de concebir la religión es indudable que la posibilidad de establecer y crear el ámbito de lo religioso, de definir su contenido, es algo que depende de las formas en que los hombres practican y simbolizan esa forma de dividir lo social. De acuerdo a ello, e independientemente de otras relaciones posibles, lo religioso es un derivado de las prácticas simbólicas-algo que en cierta clave teórica puede ser cultura y en otras hegemonía.

(…)

 (Nota: Esta es una versión muy reducida del texto y se focaliza principalmente en las afirmaciones de Semán respecto de las industrias culturales  y menos en las de la refiguración del espacio religioso. Para el texto completo, ver el libro de Algranti)

BIBLIOGRAFÍA CITADA

María Julia Carozzi (1999) “La autonomía como religión: La Nueva Era” Alteridades, vol. 9, núm. 18, julio-diciembre, 1999, pp. 19-38, Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa México.

Giumbelli, Emerson. 2002. O fim da religião: dilemas da liberdade religiosa no Brasil e na França. São Paulo: Attar Editorial. 456 pp

Semán, Pablo, Battaglia, Agustina, (2012) De la industria cultural a la religión. Nuevas formas y caminos para el sacerdocio, Civitas – Revista de Ciências Sociais, vol. 12, núm. 3, septiembre-diciembre, 2012, pp. 439-452

Vila, Pablo (1996) Identidades narrativas y música. Una primera propuesta para entender sus relaciones, Trans, 2 (http://www.sibetrans.com/trans/a288/identidades-narrativas-y-musica-una-primera-propuesta-para-entender-sus-relaciones)

Weber, S. y Mitchell, C. (2008). Imaginar, mecanografiar y nuevas tecnologías. En Buckingham, D. ed. Juventud, identidad y medios digitales. Cambridge, MA: MIT Press.

NOTAS

[1]     Siguiendo lo propuesto por Carozzi (1999: 19-38) entiendo por “Espiritualidad de la Nueva Era” o Nueva Era un conjunto de expresiones que pueden estar organizadas como institución religiosa, cultural, terapéutica, de trabajo corporal, como cuerpo de saberes que se expresan en productos editoriales, doctrinas que combinan las expectativas de transformación personal, la premisa de la inmanencia de lo sagrado, los ideales de autonomía y auto-superación. Si pudiese sintetizar aún más diría que, siguiendo a la misma autora, síntesis concibo la espiritualidad de la Nueva Era como la integración de los ideales individualistas contemporáneos y las concepciones inmanentes de lo sagrado junto a diversas tradiciones religiosas y terapéuticas de las más variadas proveniencias históricas.

[2] Weber y Mitchell (2008: 27) proponen retomar el término “prosumidores” (“prosumers”), para subrayar que los procesos de producir y consumir por un lado, y los de ser consumido o modelado por los medios digitales, por el otro, están interrelacionados y a menudo son simultáneos. En al análisis del uso de nuevas tecnologías se verifica más radicalmente el carácter productivo del consumo cultural. Creemos que el término puede retroproyectarse para el conjunto de los consumos culturales que implican no solo apropiaciones activas sino, también, la elaboración de nuevos productos siguiendo y reelaborando las huellas de los aprendizajes implicados en consumos previos.

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