Por Nicolás Viotti (FLACSO/CONICET) Publicada originalmente en revista Ñ
Me hicieron un trabajo”. ¿Quién no ha oído esa frase para explicar una “mala racha”? ¿Quién no ha observado cómo se ofrecen servicios para “curar negocios”, “destrabar caminos” o “traer al ser amado en 24 horas”? Las técnicas de gestión de la incertidumbre llamadas “mágicas”, que implican una intervención sobre la salud y la enfermedad, el éxito y el fracaso económico, así como la pasión y el amor no correspondido, están ampliamente extendidas en la Argentina.
Diferentes tradiciones culturales convergen en el origen y la reproducción de las explicaciones mágicas. En primer lugar, en las sociedades indígenas que ocupan el actual territorio argentino la recurrencia a agentes no-humanos que afectan la vida cotidiana resulta un recurso válido de interacción entre las personas y el medio ambiente. En segundo lugar, desde el período colonial hasta la transnacionalización actual de las religiones afro-brasileñas como la umbanda, el candomblé o el batuque, la matriz religiosa africana da cuenta de un diverso panteón de entidades que interceden entre las personas para curar y dañar. Por último, se encuentran explicaciones mágicas en la cultura popular católica europea de origen mediterráneo que conformó la cultura hispano-colonial de América Latina y también de la Argentina moderna. Las acciones a distancia para afectar a las personas poseen en la cultura europea una larga tradición. Esta se manifiesta en el culto a los santos como mediadores benéficos y maléficos, tradición que puede rastrearse en complejas síntesis entre prácticas “paganas” y cristianas de los primeros siglos. Versiones argentinas contemporáneas se encuentran en el curanderismo, así como en devociones que han alcanzado gran visibilidad recientemente como el Gauchito Gil o San La Muerte, a quienes se les “pide” trabajo, sanación o una pareja.
Las prácticas mágicas son un lenguaje y un modo de vínculo cotidiano de muchos grupos sociales donde la acción individual se extiende en una red dispersa de “influencias” que van más allá de la imagen moderna del individuo entendido como un sujeto autónomo y autosuficiente. Son parte importante de su engranaje sociocultural en la medida en que dan cuenta de una trama amplia de concepciones integradas de la vida social donde no es fácil separar las “esferas” de lo corporal, lo anímico, lo sagrado, la familia, el trabajo o la política. La magia se encuentra sobre todo en las sociedades indígenas, el mundo campesino y sectores populares urbanos, pero no es exclusiva de esos colectivos.
La idea de que el control de la vida cotidiana recae en la responsabilidad individual de las personas es relativa a una concepción del mundo parcialmente presente en los sectores ilustrados. Aunque de modos menos explícitos, se pueden encontrar también versiones de lo mágico en el mundo de los sectores medios. Tradicionalmente en la consulta habitual, aunque no siempre explicitada, a adivinos y videntes. Más recientemente a prácticas que movilizan los lenguajes de la energía, el equilibrio y el autoconocimiento propios del esoterismo y la espiritualidad Nueva Era.
La centralidad de las prácticas mágicas ha sido y sigue siendo fuertemente invisibilizada y condenada moralmente en la Argentina. Identificada durante décadas con la imagen de lo “tradicional”, lo “atrasado”, lo “arcaico” e incluso lo “folclórico”, la imagen pública de la magia se encuentra en sintonía con una autoconcepción de la nación como sinónimo de lo “civilizado”, “ilustrado”, “secular” e incluso con marcadores étnicos: la Argentina culta y secular es también blanca. Aun cuando esa autopercepción de lo nacional se articula con lo religioso, lo hace de la mano de un catolicismo romanizado que se suma a la estigmatización ilustrada de lo mágico. Si bien la cacería de brujas del catolicismo colonial no existe en la actualidad, la persecución continúa por otros medios en la invisibilización y la ridiculización que regulan lo religiosamente aceptado y tolerable.
Ya no es la Iglesia Católica solamente la que persigue a la magia, sino la alianza entre aquélla y el Estado secular, por medio de dispositivos cotidianos y capilares como los medios de comunicación o el saber médico-psicológico. Se dice, por ejemplo, que la magia es resultado de la “ignorancia” o la falta de educación, como si una explicación naturalista de la aflicción y el bienestar fuese moralmente más elevada y no una más entre otras posibles. Se dice que la magia es consecuencia de la “crisis económica” o la “crisis social”, como si sólo fuera un recurso válido en condiciones excepcionales y no el modo habitual en que un grupo social intenta resolver el malestar producido por la incertidumbre de la vida cotidiana. Se dice también que la magia es consecuencia de la desinstitucionalización de la religión, como si lo religioso fuese idealmente una estructura eclesial y la magia una versión menor y degradada, cuando en realidad ninguna de las llamadas iglesias existiría sin un trasfondo mágico que le dé sentido.
Si la magia es verdadera o falsa no debería ser nuestro problema, mientras sea relevante para las personas que la viven como real. Y en tanto tal, interesa cómo las imágenes que se tienen de ella funcionan como reguladores de las complejas relaciones entre subjetividad, modo de vida, nación, etnicidad, religiosidad y clases sociales. A diferencia de otros países de América Latina, donde la magia puede ser reivindicada como singularidad de un carácter nacional sincrético, híbrido o mestizo, aquí se invisibiliza o, en el peor de los casos, es denigrada públicamente. Esta discriminación latente o explícita tiene fuertes consecuencias para la reproducción de la desigualdad religiosa, pero también para la desigualdad social y étnica. Entender mejor estos procesos puede ayudar a repensar la reproducción de la desigualdad más allá del acceso y la distribución de bienes materiales, y visibilizar los procesos socio-culturales heterogéneos que conforman la particular modernidad argentina.
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