por Rodrigo Toniol – UNICAMP, Brasil
Una pandemia no sólo es creada por un poderoso agente biológico contagioso que pone en riesgo la vida de millones de personas. Las pandemias también son el resultado de leyes, decretos, anuncios oficiales, conferencias de prensa que gradualmente clasifican y nombran hechos previamente no relacionados: un mercado de pescado en el interior de China, pastores evangélicos de Corea del Sur, consumo de animales salvajes, un partido de fútbol en Italia, un turista brasileño en Egipto. Aparentemente aleatorios, este conjunto de hechos adquiere coherencia a medida que activamos una especie de «lingua franca de la pandemia»: aplanar la curva, Corona, encierro, COVID, Wuhan, Organización Mundial de la Salud. La noción de que estamos delante de una pandemia depende de la capacidad de coordinar y ordenar esta amplia gama de fenómenos.
Destacar el aspecto de que las pandemias están relacionadas con la intensificación del comercio y de los viajes intercontinentales que favorecen la propagación viral en todo el mundo nos ayuda a comprender la dinámica epidemiológica, pero puede ocluir otra dimensión igualmente relevante: la historia de las pandemias acompaña a la historia del Estado moderno.
Sin un Estado, sin la instancia que construye coherencia y que nomina, no hay pandemia. Esto no significa negar la devastadora realidad biológica del virus, por supuesto. Tampoco embarcarse en peligrosas aventuras conspirativas. Lo que está en juego es afirmar la complejidad de una pandemia, que depende no solo de la circulación de un agente biológico, sino también de un acto de nombramiento que modifica la naturaleza del fenómeno.
Los registros históricos de pandemias en el mundo crecen a medida que el Estado se consolida como el organizador de la vida. Anteriormente a esto, es evidente, hubo fenómenos de mortalidad generalizada que hoy serían reconocidos como pandemias, pero en este caso, el agente ordenador fue otro, la Iglesia. Y así, lo que asoló al mundo no fueron «pandemias», sino «plagas». La afinidad histórica entre el Estado y la pandemia atestigua la disminución de la fuerza de la Iglesia para nombrar las plagas. La Iglesia era responsable del manejo moral de la explicación de las muertes por la peste; le correspondía dar coherencia al punitivismo divino que justificaba cada muerte mediante actitudes pecadoras del individuo o su grupo.
Las moralidades de una pandemia no son las mismas que las de la peste, pero ambas comparten la noción perversa de que la actitud individual es el elemento explicativo clave para la supervivencia o la muerte. Una vez más, las dos caras de la moneda de la ideología del individualismo están en acción: la salvación depende de una acción particular, así como la responsabilidad por la muerte es invariable.
Sucede que, por un lado, no hay selectividad biológica por parte del virus en una pandemia, pero por otro, la distribución de riesgos es desigual. La fantasía de un «virus democrático», como insisten algunos analistas, parece ser síntoma de un deseo de que la naturaleza se encargue de los principios que vemos cada vez más amenazados. O bien, es el resultado de la miopía que insiste en no reconocer que grupos sociales específicos estarán sujetos de manera desproporcionada a las consecuencias epidémicas y a las decisiones sobre circulación, actividades económicas y atención médica.
El mapa de distribución de COVID-19 en Río de Janeiro ya lo muestra de manera ejemplar: aunque los primeros casos ocurrieron en la zona sur y en Barra, la propagación y explosión del contagio no se da en el asfalto (la ciudad), sino en el «morro». Un lugar donde no hay posibilidad de aislamiento, donde las condiciones sanitarias siempre han sido precarias, donde no existe apoyo médico. Esto muestra, una vez más, que se debe pensar en una pandemia siempre a partir de su relación con su par, el Estado.
Lo que la modernidad trajo al Estado fue la posibilidad de una transformación en su forma de gobierno y gestión de la vida. Ya no se trata, como argumentó el filósofo Michel Foucault, de ejercer un poder soberano que determina la muerte cuando lo considera necesario, un poder que decide cuándo es necesario «hacer morir a la gente y dejarla vivir». En los tiempos modernos, el Estado ejerce la biopolítica, un tipo de soberanía basada en la gestión de la vida de las poblaciones, el poder que «los hace vivir y los deja morir». Con esta crudeza de la biopolítica es que nos enfrentaremos en los próximos meses. Nos enfrentaremos a la evidencia de una situación en la que incluso una posible victoria de la tecnología médica sobre el virus, como el descubrimiento de una vacuna, por ejemplo, no terminará la batalla, sino que continuará operando en base a las desigualdades existentes.
Este es el momento de escuchar y tomar en serio a los biólogos, médicos, enfermeras y trabajadores de la salud sobre la prevención y el cuidado del virus, pero también es el momento de reanudar la producción de más de un siglo de ciencias sociales sobre epidemiología, Estado y desigualdades. Como hemos visto, los efectos del Corona van mucho más allá de estar infectado o no. La investigación antropológica nos ayuda a comprender cómo las epidemias nos han afectado a lo largo de la historia y cómo el debate sobre las maneras de cómo reaccionar a ellas siempre involucran preguntas que van bastante más allá del (mero) agente biológico.
Publicado originalmente en portugués en el diario O Estado de São Paulo.
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