Nueva ley de libertad religiosa en Argentina: entre maquillajes y discursos políticamente correctos. Por Nicolás Panotto (GEMRIP, FLACSO, CONICET)
Tal como se esperaba, el actual gobierno argentino presentó un nuevo proyecto de ley sobre libertad religiosa. Su redacción no es novedosa ya que no se diferencia de otras propuestas presentadas anteriormente, aunque sí pueden identificarse modificaciones operativas y la inclusión de algunas nuevas agendas.
En su introducción, aborda diversas demandas ya históricas en el campo. Por un lado, la necesidad de resignificar el estatus de las identidades religiosas. También, el pedido de reemplazo de la Ley N° 21.745 sobre el Registro Nacional de Cultos, que tiene su origen en legislaciones dispuestas durante la dictadura militar, con una lógica persecutoria sobre expresiones religiosas no católicas. Esto se cambiará, según el documento, por el Registro Nacional de Entidades Religiosas (RENAER), que pretende responder más efectivamente al sentido de pluralidad religiosa. Por último, también encontramos la inscripción del sentido de diversidad religiosa a partir de las distintas legislaciones internacionales en la materia.
Pero lo que parece un avance, inmediatamente muestra ser sólo un maquillaje sobre lo añejo, que deja las cosas intactas desde una legitimación legal con un discurso políticamente correcto. Dos son los temas más conflictivos que presentan este documento. El primero es el lugar de la Iglesia Católica. Dice la propuesta de ley: “se precisa el ámbito de aplicación de la Ley en este punto, aclarándose que la Iglesia Católica Apostólica Romana no debe inscribirse en el Registro en atención a que mantiene el reconocimiento de su personalidad jurídica pública.” Arguyendo a los históricos lazos entre Estado nacional y la Santa Sede, como la Carta Magna de 1853 y el Código Civil de 1871 -renovado en el 2014-, se dictamina que dicha institución religiosa mantenga un estatus jurídico autártico, junto con los gobiernos nacional y provinciales, con todas las implicancias institucionales, políticas, financieras y simbólicas que ello significa.
El segundo punto que ha traído conflicto es el de la objeción de conciencia. “El Proyecto de Ley que se impulsa, además, proclama de manera explícita el derecho a la objeción de conciencia, de las personas y de las instituciones… Porque la libertad religiosa, además de su faceta positiva, entendida como la facultad de organizar y conducir la vida siguiendo los dictados de la conciencia personal, presenta su dimensión negativa: el derecho a no ser forzado a actuar en contra de ella.”
Tal como lo han manifestado diversos documentos y declaraciones, dicho punto es de suma sensibilidad ya que representa una injerencia no sana de ciertos discursos y cosmovisiones religiosas, especialmente sobre esferas como la garantía de derechos y la cooptación de ciertas prácticas dentro del espacio público, donde se ponderaría un posicionamiento moral particular por sobre un derecho humano elemental, el cual el mismo Estado está obligado a proteger. Por ejemplo, médicos podrían negarse a la aplicación de protocolos en salud reproductiva, lo que iría en detrimento de la lucha de innumerables grupos que vienen apelando por un cambio con respecto a la obtención de derechos sobre el cuerpo de las mujeres. Otro ejemplo es lo vinculado a la educación sexual dentro del sistema educativo nacional, donde este principio podría legitimar la demanda de algunos sectores en torno a que dicha tarea se ajuste sólo al ámbito del núcleo familiar (entendida tradicionalmente) como espacio privado, lo que implicaría un gran retroceso en materia de atención a la niñez en riesgo o en situación de vulnerabilidad, quienes están excluidos de espacios de contención y educación.
Además de estos elementos más notorios, hay otros “pequeños” detalles a nivel discursivo y cosmovisional, que a pesar de su leve notoriedad no dejan de ser aspectos relevantes a considerar para comprender el espíritu de la propuesta. Por ejemplo, en varias secciones del documento se habla de “religión y moral”, como si fueran términos equiparables, antes que remitir a concepciones más amplias que relacionen creencias y ética, en lugar de utilizar este término tan cargado de sentido –negativamente- como es el de “moral”. Otro tema es que en términos de operatividad, los marcos generales que se utilizan en esta propuesta para caracterizar lo propiamente “religioso” es notoriamente cristiano-céntrico, aspecto que podemos ver en la manera de valorar el lugar de la institucionalidad, la existencia de un marco dogmático, la centralidad de los textos sagrados, etc.
Hagamos algunas lecturas críticas. Uno de los puntos principales a destacar es que este proyecto esta lejos de plantear un cambio paradigmático de mayor profundidad, tal como varios espacios vienen reclamando hace tiempo en la materia: pasar del concepto de libertad a igualdad religiosa. El explícito posicionamiento de la iglesia católica en un lugar de monopolio, al punto de no tener la necesidad de registrarse en el RENAER, continua legitimando el estatus de privilegio de dicha expresión por sobre el resto de las creencias y voces. Esto no sólo alimenta una cosmovisión discriminatoria con respecto a otras creencias sino también continúa violando el sentido de Estado laico en el pleno sentido de la idea.
La segunda observación tiene que ver con el contenido moral del proyecto, a lo cual ya nos hemos referido. No hay agendas morales específicas relacionadas a expresiones religiosas. Por ejemplo, en el caso del mismo cristianismo, no hay un marco único de consenso con respecto a las concepciones de familia, al lugar de la comunidad LGTBIQ, el aborto, etc.[1] Por ello, este texto pone de manifiesto que no hay un reconocimiento de la complejidad de las identidades religiosas, no sólo en términos de pluralismo religioso sino hacia adentro de las propias comunidades (seguramente lo hay; más bien, se quiere silenciar). En otros términos, se puede ver de fondo en esta propuesta de ley una agenda ideológica particular, que visibiliza a las religiones como identidades homogéneas, y desde allí impone una agenda particular.
El freno a un tratamiento de ley que se proponía expedito, trae dudas sobre qué pasará a futuro. El poco debate del proyecto dentro de las comunidades religiosas, la apelación a los actores monopólicos de siempre para su elaboración y los reclamos históricos que se siguen silenciando, ha llamado nuevamente a la necesidad de convocar otras voces, especialmente de “minorías” que sistemáticamente son relegadas de estos debates, y de confrontar seriamente temas delicados, tales como el estatus de la iglesia católica y el sentido de laicidad.
¿Pensábamos que la “era Francisco” traería nuevos aires? Queda evidenciado que no. La iglesia católica es sin duda una institución sumamente compleja, con voces y expresiones que históricamente han estado en tensión, entre unos que protegen la clausura identitaria de la iglesia, otros que buscan puntos medios en nombre del ecumenismo y el diálogo interreligioso, y una minoría que intenta cuestionar más de fondo el estatus de catolicismo. Dichos conflictos están lejos de resolverse, al menos en lo que refiere a lograr cambios significativos en torno a una visión más abierta de la institucionalidad católica, que permita otro tipo de articulaciones en el ámbito legal y político institucional.
A pesar de todo esto, remarcamos que algunas voces críticas frente a este proyecto civil siguen promoviendo una visión laicisista que tampoco es saludable. En este sentido, los espacios que promueven la necesidad de un Estado laico real, van al extremo de no reconocer la relevancia y lugar público de las religiones, así como lo tienen movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil y representatividades identitarias específicas que forman parte de nuestro espacio público. Dichos sectores, al final, son igual de reduccionistas y esencialistas que los grupos más tradicionalistas que promueven esta ley, ya que, por ejemplo, continúan hablando de lo religioso en términos de su circunscripción en la vida privada, de definirlo como una propuesta doctrinal en lugar de una ética con injerencia en la acción de los sujetos y la vida pública, entre otros elementos.
El lugar social de las religiones y las creencias debe comprenderse desde la promoción de la pluralidad de voces sociales minoritarias y en nombre de los derechos humanos. Por ello, la promoción del pluralismo religioso desde el Estado debe construirse más allá de la división entre Iglesia y Estado, hacia un marco de inclusividad, diversidad y democracia radical.
Desde una mirada totalmente pragmática en términos legales y políticos, este proyecto podría habilitar algunas mejoras, en aspectos vinculados al registro y algunas leves resignificaciones en torno a la cosmovisión de lo religioso que, por más pequeña que sean, como todo acto simbólico, puede abrir la puerta para futuras reflexiones, siempre y cuando el proceso se entienda abierto. Pero mientras estos dos puntos sensibles sigan sin resolver, el proyecto recibirá grandes resistencias. Creo que se da por descontado el hecho de que un cambio real en el estatus de la iglesia católica está demasiado lejos de lograrse.
Si se abre un debate serio sobre una ley de libertad/igualdad religiosa, entonces se debe realizar en clave de derechos humanos, y no desde una cosmovisión institucionalista. Esta última da lugar, precisamente, a la legitimación del estatus de poder que posee la iglesia católica (adjuntando a su nueva gran aliada: la iglesia evangélica), en detrimento del silenciamiento (y podríamos decir también, a la sumisión al monopolio cristiano) de otras expresiones. Un proyecto de igualdad religiosa debe expresar con claridad una agenda plural en término de creencias, reflejando mediaciones discursivas y prácticas desde una sensibilidad interreligiosa.
Además, deberían dejar de existir las agendas “ocultas” que mayormente preocupan a la ortodoxia cristiana en términos de moral privada, y que circunscriben estos proyectos, con el objetivo de tratar el fenómeno religioso en términos éticos, políticos, culturales y sociales ampliamente, y no apelando a un conjunto reducido de preocupaciones sobre moralinas conservadoras y hasta fundamentalistas. El Estado debe procurar para que las religiones se articulen al diverso campo de organizaciones y actores civiles que existen para potenciar dinámicas democráticas y agendas inclusivas.
[1] Ver Nicolás Panotto, «Religiones, política y Estado laico: nuevos acercamientos para el contexto latinoamericano», pp.28-43, aquí.
Imagen: Tomada de Laicismo.org y modificada.
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