por José Luis Pérez Guadalupe (Universidad del Pacífico, Perú)
Durante los años ochenta y noventa del siglo pasado, los evangélicos comenzaron a incursionar en la política partidaria de, prácticamente, todos los países de América Latina. En sus inicios, se trató sobre todo de un fenómeno «más electoral que político», ya que no llegaron a consolidar «partidos evangélicos» (que era su intención), ni «frentes evangélicos» que perduraran en el tiempo. En ese sentido, la participación política relevante de la mayoría de líderes evangélicos de esos años se manifestaba, básicamente, durante los procesos electorales; pero, pasadas las elecciones, esos «evangélicos políticos» se refugiaban nuevamente en sus iglesias hasta el siguiente proceso electoral.
Además, nunca pudieron formalizar su tan ansiada «Doctrina Social Evangélica», poner en blanco y negro sus principios políticos de inspiración evangélica, ni proponer un verdadero Plan de Gobierno para algún país de la región.
Ahora, en cambio, existe una mayor permanencia en la participación pública y política de los evangélicos, más allá de los procesos electorales, aunque se restrinja casi siempre al ámbito de su «agenda moral». En ese sentido, si bien los evangélicos se están organizando y participando más orgánicamente en la esfera política, no logran hacer que sus propuestas alcancen una dimensión electoral nacional, ni siquiera que sus propuestas políticas sean asumidas por la gran mayoría de sus feligresías; como sabemos, no existe un «voto confesional» en América Latina, ni evangélico ni católico.
Sin embargo, actualmente podemos afirmar que su participación es más «política que electoral», en el sentido de que ahora los vemos más activos en la prensa y en las calles (sobre todo cuando hay algún tema que ellos llaman de «ideología de género»); pero, a la hora de votar, no se llega a concretar esa militancia religiosa en cifras electorales. Todavía persiste ese abismo entre el porcentaje de población evangélica y su representación congresal en todos los países de la región (con la única excepción de Costa Rica en las elecciones del 2018). Ni siquiera Brasil, que tiene la mejor performance política de los evangélicos, ha podido superar ese escollo. Asimismo, los evangélicos militantes de la política no han abandonado del todo la ilusión de tener «partidos confesionales» en toda la región, por más que solo se haya podido concretar en Brasil y Colombia; aunque solamente de cierta manera, ya que se trata en realidad de partidos «denominacionales» más que «confesionales».
Ahora bien, si hacemos una síntesis de los cambios ocurridos en el panorama religioso latinoamericano de los últimos cincuenta años —luego del monopolio religioso de la Iglesia Católica por casi cinco siglos—, veremos tres características fundamentales: a) el notorio crecimiento numérico de las iglesias evangélicas a costa del decrecimiento católico; b) la aparición de un grupo de latinoamericanos que ya no guarda alguna «afiliación religiosa», como el segundo grupo en crecimiento; y c) el posicionamiento de los evangélicos como importantes actores sociales en toda la región. En ese sentido, es necesario enfatizar que América Latina sigue siendo mayoritariamente religiosa (entre un 80 y 90 % de latinoamericanos se autodenominan cristianos, «católicos» o «evangélicos»), y que el ateísmo todavía es un fenómeno minoritario (a diferencia de Europa).
Pero, a este fenómeno estrictamente sociorreligioso, se sumó el factor político, ya que en América Latina se produjo en los últimos años del siglo pasado un quiebre en la inveterada tradición evangélica de no participar en la política, lo que permitió el ingreso progresivo de los creyentes evangélicos en la política partidaria en toda la región. El ejemplo más claro lo tenemos en Brasil, que pasó de la típica proscripción del crente não mexe em política a la divulgada prescripción del irmão vota em irmão. Un hito importante de este cambio fue la asamblea que tuvieron las grandes iglesias pentecostales brasileñas en 1986, donde decidieron participar activamente en las elecciones constituyentes de ese año, pasando de 12 representantes en los comicios de 1982 (de 513 curules de la Cámara) a 32 representantes en 1986. Pero, la gran novedad de esas elecciones no fue solamente el aumento considerable de sus representantes, sino que los evangélicos elegidos en 1982 pertenecían a iglesias evangélicas clásicas o históricas; mientras que los elegidos en 1986 pertenecían, sobre todo, a iglesias pentecostales. Lo que sucedió a partir de ahí ya es historia conocida.
También hay que tomar en cuenta que si bien en los ochenta muchos evangélicos latinoamericanos ya militaban en la política de sus países, a partir de esa década, el cambio brusco se comenzó a dar en cinco sentidos. Los evangélicos que participaron en política hasta ese entonces:
a) lo hicieron a título personal, como ciudadanos, y sin pretender involucrar a sus iglesias (que muchas veces se oponían radicalmente a la participación política de sus feligreses);
b) participaron en política como miembros de partidos políticos ya instituidos, sin pretender formar un partido confesional, donde todos y solo los evangélicos pudieran formar parte;
c) eran, sobre todo, feligreses laicos, que ejercían una profesión en el ámbito secular; no eran pastores ni jerarcas de sus congregaciones;
d) lo hicieron en su calidad de ciudadanos cristianos que querían contribuir al progreso de sus países a través de la búsqueda del bien común, sin pretender confesionalizar las políticas públicas ni instaurar un neoconstantinismo; y
e) su agenda política se centraban en una «agenda social» y en el desarrollo integral de los pueblos, más que en una «agenda moral».
En oposición, los evangélicos que comenzaron a participar en política a partir de los noventa fueron, sobre todo, pastores o líderes eclesiales que buscaban obtener (directa o indirectamente) el apoyo de sus iglesias a través del voto de sus feligresías, comenzaron a formar movimientos o partidos confesionales, centraron su «agenda moral» como la principal (si no única) agenda política, y buscaron confesionalizar las políticas públicas, so pretexto de representar una «mayoría moral» (juntando católicos y evangélicos) o «nación cristiana».
A partir de esa década, los «evangélicos políticos» fueron reemplazando a los «políticos evangélicos» en cuanto a protagonismo y repercusión eclesial y social. Con el tiempo, estos nuevos líderes religioso-políticos, enarbolando las banderas de la «agenda moral» (provida y profamilia), también fueron atrayendo el voto de algunos católicos conservadores que se sentían más representados por ellos que por los políticos tradicionales, así fueran católicos. Esto no necesariamente implicaba un cambio de confesionalidad, sino una especie de ecumenismo centrado en valores comunes, o lo que nosotros hemos denominado un nuevo «ecumenismo político». Dentro de este nuevo ecumenismo, los que generalmente lideraron el movimiento provida y profamilia saliendo a las calles a manifestarse, fueron los evangélicos de línea pentecostal y neopentecostal, secundados cada vez más por católicos que compartían sus mismos principios (luego los católicos también comenzaron a hacer sus propias marchas). En esta línea, por ejemplo, en toda la región tuvieron gran repercusión (hasta la llegada de la pandemia) las manifestaciones del colectivo «Con mis hijos no te metas».
Si bien todos estos movimientos o partidos confesionales evangélicos que comenzaron seminalmente en los años ochenta fracasaron en sus intentos de llegar al poder y desaparecieron, los evangélicos latinoamericanos no abandonaron su intención de participar en la política partidaria, pero esta vez bajo el modelo de «frente evangélico» o «facción evangélica». En ese intento fueron participando en los procesos electorales de sus países con dispares resultados, pero, ciertamente, con mayor éxito en el Legislativo (ya que han podido colocar congresistas) que en el Ejecutivo (no han logrado colocar a ningún presidente), sin alcanzar nunca el tan ansiado «voto confesional» o «voto cautivo», ya que la evidencia empírica demuestra que los evangélicos no votan necesariamente por un candidato evangélico solo por el hecho de compartir su misma fe (menos los católicos). Lo que sí han logrado, y con mucho éxito, es que la comunidad evangélica abandone su histórico apoliticismo y se convierta en un actor o testigo atento del desarrollo político de sus países; ahora los evangélicos ya no se preguntan si pueden o no participar en política, sino cómo deben hacerlo y, eventualmente, por quién votar.
En este contexto, es indiscutible que el 2018 significó la consolidación de las iglesias evangélicas como los nuevos actores políticos en América Latina. Basta recordar que en febrero de ese año un diputado evangélico, Fabricio Alvarado, ganó sorpresivamente la primera vuelta electoral en Costa Rica con un discurso netamente religioso y moral, alcanzando una cuarta parte del Congreso costarricense. En julio del mismo año, un candidato de izquierda, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ganó las elecciones en México con el apoyo expreso de un partido evangélico, el Partido Encuentro Social (PES), y se comprometió a crear una «constitución moral» y a someter a un referendo nacional los temas de la llamada «agenda moral». Y, en octubre de 2018, Jair Messias Bolsonaro, un diputado de derecha, ganó las elecciones en Brasil, no solo con actitudes machistas y xenófobas, sino también con un discurso provida y profamilia (y en contra del aborto y del matrimonio igualitario), que le granjeó el apoyo oficial de grandes iglesias evangélicas, sobre todo, de línea pentecostal y neopentecostal.
Pero estamos todavía frente a un fenómeno religioso-político en plena efervescencia, por eso cada año tenemos novedades, bien sea de profundización en las tendencias que hemos anotado anteriormente o de nuevos giros en su devenir. Lo cierto es que parece que esta nueva relación dinámica entre «religión y política» (más que entre «Iglesia y Estado») tendrá muchas temporadas por escribir y muchas sorpresas por manifestar.
Por otro lado, la pandemia del COVID-19 no impidió que los actores religiosos, sobre todo evangélicos pentecostales, siguieran incursionando en ámbitos públicos y políticos. Por el contrario, tuvieron particulares interpretaciones de esta plaga mundial y fueron adaptando sus mensajes y metodologías a la «nueva normalidad». De hecho, la transición a la virtualidad supuso un cambio muy importante en su visión de «iglesia», ya que el «reconocimiento» y la «cercanía de los hermanos», así como su vivencia gregaria y colectiva de «comunidad» (factores fundamentales de su crecimiento), tuvieron que darse de manera diferente. El nuevo reto eclesial fue: ¿cómo permanecer cercanos en la distancia?
Pero, esta deslocalización de las celebraciones y de las feligresías abrió un sinfín de posibilidades de llegada (y hasta de «pertenencia») a iglesias que estaban a kilómetros de distancia. Lógicamente, también se pudo constatar una asimetría de medios y recursos, ya que las comunidades más pequeñas tuvieron menos posibilidades de actualizarse con rapidez a las nuevas condiciones de virtualidad, en cobertura y calidad (de señal y de contenido); lo mismo pasó con las parroquias católicas. Por eso creemos que estos cambios implicarán indefectiblemente grandes actualizaciones en sus organizaciones eclesiales, ya que habrá más pastores y predicadores (en línea) buscando feligreses en cualquier parte del mundo; y, al mismo tiempo, habrá más feligreses buscando una mayor oferta pastoral, más allá de los templos a los que acostumbraban asistir y de los pastores a los que acostumbraban escuchar. Es decir, habrá una mayor oferta religiosa de parte de los pastores y, de igual modo, una demanda más diversificada de parte de las feligresías. Asimismo, en la mayoría de países del continente también hubo manifestaciones, protestas y conflictos sociales, a pesar del necesario distanciamiento social; así como, procesos electorales y referendos que no estuvieron exentos del protagonismo de los actores religiosos o de agendas político-religiosas (como la llamada «agenda moral»).
Este texto es un trecho de la introducción al libro «Pastores & Políticos: el protagonismo evangélico en la política latinoamericana» que se puede descargar gratuitamente aqui.
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