La Argentina es un país católico. La afirmación – aún vigente – se sostiene en la identificación entre catolicismo y nacionalidad que culminó en la década del treinta en el «mito de la nación católica» (Zanatta 1996 y 1999). La ilusión de unanimidad volvía invisibles a los «otros». Más allá de su ahistoricidad – pensar en una nación y en un catolicismo inmutables – la afirmación permite sostener la posición privilegiada que ocupa en el país la Iglesia Católica romana, la única reconocida jurídicamente como institución pública. Las restantes confesiones, inscriptas en el Registro Nacional de Cultos, son reconocidas como personas privadas, es decir, como asociaciones que persiguen el bien común, poseen patrimonio propio y han obtenido autorización para funcionar.
También es cierto que, más allá de los aspectos ideológicos y políticos, la afirmación se sostiene en el carácter mayoritario del catolicismo: según estudios recientes, el 74% de la población se declara católica Sin embargo según esos mismos datos es notable el contraste entre la adscripción y las prácticas. Quienes se consideran católicos registran el más bajo nivel, en relación a otros grupos religiosos, de asistencia semanal al culto (13 %) y muy baja participación en actividades institucionales (8 %) (A. L. Suárez y López Fidanza 2013). A esto se agrega una drástica reducción en la participación en los ritos de pasaje regulados por la Iglesia, lo que muestra cómo la vida cotidiana de los argentinos se distancia del catolicismo (Masferrer Kan 2013).
Ante estos datos, ¿es posible dar por sentado que todos aquellos que se declaran católicos compartan el mismo sistema de creencias, la misma visión del mundo y la misma ética proclamada desde la institución eclesiástica? La autoadscripción ¿da cuenta de la forma en que cada uno interpreta el «ser católico»? Además, la notable expansión y vitalidad de los grupos pentecostales y de las llamadas «nuevas» religiones sugieren que su clientela no puede reducirse a un magro 11 %,1 sino que incluye a muchos que, frente a la pregunta del encuestador, se declaran católicos (1). En síntesis, el catolicismo proclamado no permite caracterizar y ni explicar los comportamientos religiosos
Sin duda, esto lleva a cuestionar la centralidad del catolicismo en el campo religioso más allá de la ilusión de homogeneidad. «Ser católico» es una identidad social impuesta por el medio en donde el individuo actúa, pero no afecta a su identidad personal, es decir, lo que ese individuo piensa de sí mismo, y mucho menos conforma una identidad colectiva, participante de un «nosotros» que pueda conducir a acciones compartidas. En síntesis, el catolicismo mantiene su legitimidad social, pero esto no afecta las conductas, las creencias ni la identidad de los supuestos creyentes (Frigerio 2007).
El campo religioso es de una notable y compleja diversidad. En rigor, siempre fue así. Supuestamente, dentro de la sociedad colonial – como en todo el sistema de antiguo régimen – sus miembros debían pertenecer a un mismo sistema de creencias sin margen para la disidencia. Sin embargo, la construcción de la unanimidad exigía controles: establecer los límites entre la verdad y el error, entre la ortodoxia y la heterodoxia y fundamentalmente detectar, perseguir y castigar a disidentes, herejes y cripto-judíos. Las mismas instrucciones e informes inquisitoriales son expresivos de la diversidad religiosa del mundo colonial (Medina 1945).
Sin embargo, a pesar de los datos y de la experiencia, la idea de la nación católica trascendió el sentido común para alcanzar el nivel académico. Para la historiografía – disciplina que me incluye – trabajar sobre religión era (y es) trabajar sobre catolicismo. Incluso, cuando se menciona a la Iglesia «argentina» – en títulos de libros, denominación de conferencias y jornadas – suele darse por sobreentendido que esta es excluyentemente la Iglesia católica romana. Desde esta perspectiva, a pesar del notable crecimiento cualitativo y cuantitativo de la producción historiográfica, el conocimiento del campo religioso todavía muestra grandes vacíos: los «otros», salvo notables excepciones, volvieron a quedar excluidos En la cuestión tal vez continúe subyaciendo cierto prejuicio: son temas residuales que bien puede dejarse en manos de antropólogos y/o sociólogos.
De hecho, los mayores avances en el estudio de las religiones en las últimas décadas se han producido en el campo de la antropología social y de la sociología – como lo demuestra una voluminosa y desigual producción – disciplinas a las que últimamente se sumó la geografía, analizando el papel de las religiones en la configuración de los espacios. Incluso a estas disciplinas se les deben los principales debates y la puesta en cuestión – sin ahorrarnos ciertos bizantinismos – de conceptos y categorías teóricas, problemas que un hiper empirismo historiográfico parece desdeñar. Sin embargo a pesar de sus importantes aportes estas perspectivas presentan límites: la falta una dimensión temporal que es la mayor deuda de los historiadores
Dentro de este panorama, el libro editado por Fabián Flores, geógrafo y Paula Seiguer, historiadora, resulta particularmente relevante. Por una parte el libro es demostrativo de la consolidación del GIEPRA, espacio construido hacia fines de 2010, para posibilitar el intercambio entre investigadores de distintas disciplinas abocados al estudio de la diversidad religiosa. Pero además el libro, es relevante por sí mismo. Muestra cómo la «religión» – más allá del carácter evanescente del concepto – es una óptica indispensable para la comprensión del universo social.
En el libro, quienes se continúan percibiendo como los «otros» son los protagonistas de viejas y nuevas travesías, mostrando un singular dinamismo y múltiples transformaciones sociales. El estudio las «misiones» evangélicas y/o pentecostales está representado por el análisis de dos casos. Uno nos muestra, tras la presencia secular de misiones evangélicas noruegas, el carácter de los liderazgos religiosos entre los pueblos aborígenes del Chaco (Ceriani y Lavazza), el otro se refiere a los inicios pentecostales en Gualeguaychú (Entre Ríos) en las primeras décadas del xx a través del análisis de historias de vida (Griffin). Ambos señalan el papel de la religión en distintos procesos de apropiación cultural.
La cuestión de la religión como elemento de reinvención de las identidades también es un tema presente. Muestra su persistencia en un amplio marco temporal (Arduino, Silveira) pero además agrega un caso original: la «construcción» de un África católica, de acuerdo a tradiciones angoleñas, en la hierópolis de Luján (Flores): todos estos grupos – presbiterianos escoceses, sudafricanos reformados, católicos angoleños – son grupos cuantitativamente insignificantes pero, como señalé en otro lugar, constituyen elementos claves para comprender la dinámica del campo religioso.
La cuestión de la alteridad es colocada bajo la mirada de los viajeros. En uno de los trabajos, las visitas de Lanza del Vasto, en 1957 y de Billy Graham, en 1962, dos «caudillos» religiosos insertos en una red internacional, permiten interpretar el papel de la religión en la esfera pública (Zanca). En otro artículo, el análisis de los viajes de misioneros del protestantismo angloparlante entre las décadas de 1870 y 1930 explica la redefinición del protestantismo latinoamericano (Seiguer). El tema de la alteridad incluye también el papel de un Estado supuestamente laico en la definición del concepto de religión y de su reconocimiento como fuente de legitimidad (López Fidanza).
Un último grupo de artículos se centra en los cuerpos como espacio de expresión religiosa, abordando temáticas vinculadas a la llamada new age. Uno de los trabajos, a partir de la figura de Bernardo Stamateas – pastor y psicólogo de asidua presencia en programas televisivos – estudia la relación entre culturas terapéuticas y el campo evangélico (Battaglia). El segundo trabajo aborda el problema de las emociones a través del análisis de El arte de vivir, movimiento que ha conocido una notable expansión los últimos años (Gracia). El último se refiere al desarrollo del budismo, en las distintas expresiones tibetanas, convocante de una clase media urbana e instruida (Carini). Los tres trabajos dan cuenta de las transformaciones en el campo religioso al que se recurre como una vía posible para alcanzar el bienestar.
Esta amplia variedad temática está abordada desde distintos enfoques académicos. Historiadores, antropólogos, sociólogos, un geógrafo e incluso una teóloga – de distintos niveles de formación – comparten el libro aportando sus perspectivas para analizar el indiscutido papel social de las religiones y las transformaciones dentro del proceso histórico. Pero sus aportes también abren futuras trayectorias: invitan a un mayor diálogo dentro de las ciencias sociales para alcanzar un carácter efectivamente interdisciplinario. En este sentido el libro es relevante no solo por los problemas que plantea, sino también por las cuestiones que deja abiertas. Permite poner en tela de juicio las superposiciones entre el sentido común y las versiones académicas, rescatando temas muchas veces dejados en manos confesionales y permite preguntarnos hasta qué punto la visión del catolicismo como modelo social de religión legítima no «contaminó» los estudios sobre las minorías.
El libro también nos invita a algunas reflexiones que, sobre todo los historiadores, tenemos pendientes. Los artículos nos presenta una amplia gama temática que incluye desde el evangelismo aborigen chaqueño y su dinámica del poder hasta la prédica de un pastor-psicólogo televisivo y autor de bestseller, todos fenómenos que no dudamos en calificar empíricamente como «religiosos». Entonces, ante la variedad y ante las líneas difusas que separan la religión de lo que consideramos político, social o terapéutico, ¿dónde trazamos la frágil frontera que separa lo «sagrado» – lo perteneciente a los dioses – de lo «profano», es decir, de lo restituido a lo humano? Recordemos que «religio no es lo que une a los hombres y a los dioses sino lo que vela para mantenerlos separados, distintos unos de los otros» (Agamben 2005, pág. 99).
Preguntarnos por cuáles son los fenómenos sociales que podemos calificar como «religiosos», sin duda nos lleva a la categoría teórica de «campo», que frecuentemente aplicamos para unificar y dar sentido a la cuestión de la diversidad. Tal vez debamos revisar una aplicación excesivamente acrítica y cerrada de dicha categoría pues las religiones no son inmunes a las transformaciones de la sociedad, sean económicas, sociales, políticas y/o culturales (Semán 2013). Tal vez sea necesario volver a Pierre Bourdieu para pensar en los campos sociales como espacios históricamente construidos, en determinados contextos, con sus propias leyes de funcionamiento pero con una autonomía relativa de las redes que los comunican. Pensar en los campos sociales como espacios de tensión y conflictos es también pensar en los sujetos que actúan e interactúan, en los principios que rigen las prácticas sociales y en los modos de reproducción de las formas de existencia colectiva. El concepto de habitus, el lugar donde convergen la sociedad y la persona, es indisociable de la idea de campo (entre otros textos, Bourdieu 1977b y 1996; Bourdieu y Wacquant 2013).
Pero esto también nos lleva a problematizar el concepto de religión, que muchas veces empleamos como algo «dado», no superando el nivel del sentido común ni deteniéndonos frente a los obstáculos epistemológicos que presenta. ¿Cómo definimos religión? ¿Cómo determinamos que cierto fenómeno social puede ser incluido en la categoría de «religioso»? ¿Cuáles son los rasgos que la diferencian de otros sistemas de creencias? ¿Cuáles son las teorías que guían su uso? ¿Hasta qué punto nuestras miradas «occidentales y cristianas» no subyacen en la idea de religión? ¿No sobrevaloramos los aspectos «institucionales»?¿Cómo se vincula el concepto de religión que aplicamos con las «religiones» (específicas) por las que los sujetos transitan? (Frigerio 2013). ¿Este concepto es apto para analizar y comprender cosmovisiones, prácticas y experiencias que se dan (o se dieron) en contextos sociales y culturales muy diferentes a los de la «modernidad» que configuró la idea de religión? Incluso, podemos preguntarnos también cómo pensamos la noción de «diversidad».
Son preguntas para las que no tengo respuestas, pero estoy segura que no podemos encontralas fuera de una dimensión histórica y fuera del dialogo con las ciencias sociales. Y en este sentido el libro constituye un aporte significativo. Por eso, quiero agradecer muy afectuosamente a Paula y Fabián el esfuerzo invertido como responsables de la edición y la invitación a escribir estas líneas.
(1) La autoadscripción religiosa del 74,3 %de católicos se complementa con 8,7 % de evangélicos, 2,3 % de otras religiones y un 14,8 % de sin religión (A. L. Suárez y López Fidanza 2013).
El índice del libro, el prólogo en su versión original, las biografías de los autores y la bibliografía general se pueden ver aquí .
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