Por Nicolás Viotti (FLACSO/CONICET)
Un punto de partida. Los analistas en ciencias sociales deberían ir siempre más allá de la indignación moral. Además de ser ciudadanos de este mundo son también, y sobre todo, cultores de un oficio que debería dar cuenta sobre problemas sociales con imaginación, creatividad y control sobre el “sentido común”. Dicho esto, e interesado en las relaciones entre religiosidad, cultura y jerarquización social, me parece que el caso de la masacre contra Charlie Hebdo permite pensar en un montón de cosas. Si la muerte es el fin y el principio de toda intervención, no habría nada más que decir y la furia contra el terrorismo nos obligaría a quedarnos en silencio lamentándonos sobre los males de la humanidad. En fin, nos importa este hecho condenable como espacio de condensación de relaciones entre secularismo, religiosidad y formas de vincularse con las imágenes. Al fin y al cabo, lo que no me parece que sea un dato menor, atrás de todo esto están los dibujos. ¿Simples dibujos? ¿Puras representaciones?
La masacre en París ha movilizado diferentes intervenciones. Entre ellas abundan primero las lecturas conservadoras y esencialistas sobre el “choque de civilizaciones” y la demonización del islam como contracara y amenaza al “modo de vida europeo”. Crecen por otro lado análisis sobre los orígenes del fundamentalismo islámico que escarban en la cosmología del islam tanto como en las relaciones coloniales y las culpas occidentales en la promoción de grupos radicalizados. Pero también en las causas del reclutamiento entre sectores populares y clases medias europeas que ven allí una “causa” del odio y el resentimiento. Finalmente, hay lugar también para una reflexión sobre el lugar estigmatizado del islam en las sociedades europeas, montado sobre procesos de exclusión étnicos, religiosos y de clase social, y sus formas de representación pública. El debate sobre esos modos de representación oscila entre la “libertad de expresión” contra toda autoridad y el coto a esas representaciones en función de una “discriminación positiva” que proteja a un colectivo que ocupa lugares decididamente subordinados en las sociedades europeas: «Je suis Charlie», «Je ne sui pas Charlie!».
¿Cuál es el lugar de las imágenes, sobre todo de las imágenes religiosas, en todo esto? ¿Qué relación aparente tienen los vínculos con las imágenes, el pluralismo religioso, los modos de vida y el avance del fundamentalismo islámico? La reacción de los fanáticos jihadistas es ya un hito de muchas cosas. La intolerancia, la islamofobia, el crecimiento del control del espacio público, la regulación intensificada de la inmigración, el recrudecimiento nacionalista, entre otras tantas. Pero también es el emergente de un proceso más amplio, que en este caso interpela particularmente al islam en Europa pero que está vinculado a un fenómeno más amplio en las sociedades occidentales: la mayor visibilidad pública de religiosidades que desafían la separación sagrado/secular.
La discusión sobre ascenso, apogeo y crisis del secularismo es un tema complejo. No interesa entrar en esa discusión, sino solo señalar que la imagen dominante sobre un orden secular separado de uno sagrado, si es que realmente fue dominante en el pasado inmediato, es al menos fuertemente negociado con procesos contemporáneos que no la dan ya por sentada. Y aquí los ejemplos latinoamericanos permiten matizar el caso del islam para ver otras fobias religiosas que estigmatizan a los sectores más subordinados: santos populares y evangelismo pentecostal encarnan en nuestro horizonte más cercano modos de religiosidad acusadas de criminales, manipuladoras o, en todo caso, propias de la “ignorancia”. Temas caros a la imagen ilustrada europea y colonial de lo “religioso” como sinónimo de lo arcaico y lo incivilizado. Este proceso no tiene necesariamente que ver con la “gran política”, los debates sobre la laicidad o la injerencia religiosa en educación, salud o el espacio público, aunque también allí pueden seguirse esas pistas. Es un proceso mucho más capilar, cotidiano y existencial de modos de vida diferentes. En reconocer esa diferencia sí tiene razón la derecha europea -aunque no en su imposibilidad de diálogo, su conciencia de superioridad moral y su esencialismo. Las concepciones de las imágenes y sobre todo los usos que están en juego tal vez pueden mostrar un poco mejor todo esto, porque las imágenes y su relación con las personas muestran ese «grado cero» de los modos de vida religiosos o seculares.
La concepción moderna secular de la representación visual, inspirada en una matriz cristiana erudita, construyó una teoría del símbolo como representación de otra cosa. La antropología, la sociología y la historia preocupadas por este estatuto de las imágenes han producido gran cantidad de obras y trabajos importantes al respecto. El símbolo o la imagen “representa” en tanto es en “ausencia” de otra cosa. Primero de Dios y luego de sus sustitutos seculares: la libertad, el Estado, la democracia, la revolución o simplemente el consumo. Buena parte de la pintura, el cine, la fotografía, la publicidad y el humor gráfico modernos heredaron esa función representativa con el matiz de una concepción desencantada, es decir consciente de su propia producción, pero no por eso menos trascendente. Como muestra Robert Darnton en un breve comentario reciente sobre la tragedia de París, la tradición de la ironía y el humor como modo de crítica tiene un larga historia en el gesto anti-clerical, visual o escrito, al menos desde Rebelais y sobre todo desde Voltaire, quien en momentos críticos incluso llegó a sentenciar que “no era momento para reírse”. En esa tradición se funda la posibilidad de la ironía bajo el fundamento de una imagen tan universalista y segura de si como cualquier religión pero que, paradojalmente, sostiene la falacia de toda religión. La iconoclastia protestante que rechazaba el lugar de las imágenes católicas como idolatría continúa en el modo secular denunciando el carácter “construido” de toda imagen. Bajo el valor vivido como universal y no menos religioso del derecho a “reírse de toda autoridad”, esa forma moderna de humor se convirtió en un punto innegociable que, pasando por la contracultura de la década de 1960, llega hasta el espíritu republicano secular de Charlie Hebdo. Queda para otra discusión si el espíritu del ’68 sigue incólume en la política editorial de la revista o, como sugiere Dardo Scavino «el mundo y el país han cambiado». Sobre todo será también interesante discutir si ese espíritu es solo un gesto irónico anti-jerárquico o un posicionamiento más sofisticado sobre el lugar de la autoridad que puede y debe reinventarse.
Pero sobre todo si es urgente preguntarse si ese tipo de miradas sobre minorías religiosas pueden mantener la lógica del orden secular público clásico. Allí, el régimen de imágenes humorísticas se justifica en el principio representacional de las imágenes religiosas, al fin y al cabo “construidas” por las personas y por lo tanto universalmente “falsas”. Bajo la consigna de «podemos reírnos de todos porque son “falsas imágenes” se establece un particular régimen de visibilización de lo religioso. No podemos reírnos de la imagen de Charlie Hebdo siendo masacrado en la tapa de una revista, eso no es “construido”, es vivido como real.
En suma, lo que aparecen son modos de producir y usar las imágenes que no son compartidos por todos. Justamente, la imposibilidad de retratar al Profeta Mohamed en el Islam se convierte, vía el literalismo fundamentalista pero no solamente allí, en un régimen paralelo de tratamiento de las imágenes. Donde el desplazamiento de la “representación”, la “ironía” o el “humor”, no tienen lugar y donde la imagen encarna una amenaza directa. Tal vez algo de eso permite entender un punto nodal del conflicto que supone un cortocircuito entre las reacciones fundamentalistas que literalizan las imágenes “humorísiticas” y quien hace caso omiso a esa literalización, asumiendo la idea ilustrada de que las imágenes son solo «representaciones”.
Ahora bien ¿qué decir de sociedades donde los regímenes de visibilización de imágenes religiosas no son ya homogéneos o son menos homogéneos de lo que la auto-imagen de esas sociedades proyectaba sobre su historia de secularización reciente? ¿Cómo convivir con una producción de imágenes religiosas que no son homogéneas desde el punto de su producción pero tampoco, y sobre todo, desde sus usos?
Deberíamos subrayar que el secularismo republicano no es menos religioso que las religiones que critica. Tanto el constructivismo social ilustrado y las «religiones» stricto sensu son teorías nativas y todas tienen sus modos de iconoclastía. Como señaló de un modo original Bruno Latour en una reflexión sobre el estatuto de las imágenes, la guerra de imágenes nunca acabó! Por eso insistir unilateralmente en la defensa de los valores republicanos-liberales o en la libertad de opinión resuelve parcialmente el problema con el impedimento de invisibilizar una sociedad que parece que ya no se adapta a esa supuesta homogeneidad que garantiza la “tolerancia” sobre la base ficcional de toda religión. Si no se acepta esa imposibilidad las chances de construir una tolerancia realmente existente son cada vez menores.
Un punto de llegada. Repensar los regímenes de producción, circulación y usos de imágenes religiosas, incluso las iconoclastas de Charlie Hebdo, es un oportunidad para mirar procesos complejos. Donde insistir unilateralmente en los valores republicanos-ilustrados corre el riesgo de borrar su aspecto más emancipador a costa de anular una diversidad de modos de vincularse con las imágenes religiosas que suponen otros presupuestos que no son los de la “representación”, es decir el de la retórica de que una imagen está en lugar de otra cosa y por lo tanto no debe ser entendida como “real”. Tal vez el “humor” o la “ironía” no sea la misma cosa para todos por igual. Un camino de la tolerancia realmente existente necesitaría asumir una diversidad no solo de pertenencias religiosas, sino de modos de vida de “otros internos” que no piensan los regímenes visuales de la misma manera. Eso supone una defensa de la libertad que de dos pasos adelante y uno atrás, que sea crítica de su propia instrumentalización y responsable en asumir una diversidad de los modos de vida que no siempre es pacífica, ni tolerante. Tiene que ver tanto con incorporar modos de vida de poblaciones subordinadas y excluidas como con actos conscientes y atentos a la brutalidad del literalismo fundamentalista. Ese gesto de reconocimiento de la diferencia y el esfuerzo por entenderlo e incorporarlo es un valor tan moderno y contracultural como el desafío a la autoridad de las paradojales imágenes iconoclastas. Reconciliar ambos lados de ese espíritu tal vez sea un camino justo para eso que a veces se llama sociedades pos-seculares.
Excelente