por Mónica Tarducci (Instituto de Investigaciones de Estudios de Género, FFyL, UBA)
Nota del editor: Este texto fue escrito en 2004 y publicado en un libro en Brasil. Lo reproducimos en el blog para que sea más accesible para el público hispanoparlante y porque no ha perdido actualidad -las tensiones entre el feminismo y las (o algunas) iglesias evangélicas, así como los dilemas del compromiso o la neutralidad académica al abordar este tema siguen siendo temas de debate.
He expresado en varias oportunidades la importancia de un enfoque de género en los Estudios de Religión, asi como nuestra posición crítica respecto de lo que constituyen las principales orientaciones dentro de este área del conocimiento.
En esta oportunidad quiero compartir unas reflexiones que tienen que ver con los avatares de una antropóloga feminista y atea, estudiando a las mujeres pentecostales, y acercar una síntesis de las conclusiones respecto de este tema, en la esperanza de que nos permita una saludable discusión, en un ámbito, como el relacionado con el estudio de las cuestiones religiosas, no muy proclive a la polémica.
Mirar alrededor con ojos feministas
¿Por qué estudiar a las mujeres evangélicas en la década de los noventa, a quienes el sentido común catalogaba de “ignorantes”, “sumisas”, “fanáticas ” y la literatura socio- antropológica, en Argentina, ignoraba?
Debo contestar que el tema “se me impuso” de manera imperceptible pero constante. Mientras en los medios de comunicación se hablaba de “invasión de las sectas”, de pastores inescrupulosos y de salas de cines convertidas en templos, mi atención recaía en determinadas mujeres de un barrio de la zona oeste del gran Buenos Aires donde había residido hasta hacia muy poco y donde aún viven mis padres y hermanos. Mujeres amigas de mi madre o vecinas con las que habíamos convivido hasta mi mudanza al centro, de golpe sufrían cambios notables en su vida cotidiana. Ya no hacían comentarios sobre sexualidad, no veían en la televisión programas cómicos, comenzaban a cuestionar los ritos católicos, se manifestaban en contra del “pecado de la homosexualidad” y, lo más importante, tenían un nuevo grupo de pertenencia, al que le dedicaban todo su tiempo libre: los hermanos y hermanas de alguna congregación evangélica.
¿Qué había pasado con esas mujeres? ¿Por qué Sara, de cerca de 50 años, separada desde hacía mucho y con un hijo adulto, que todos los sábados concurría a salones de tango y que se vanagloriaba ante mí de “no pasar más de un mes sin un tipo”, de pronto hablaba como una beata? ¿Por qué la encargada del puesto de diarios iba los fines de semana a la iglesia de Los Hermanos Libres? ¿Qué las asemejaba a la pedicura del barrio que se congregaba en otro templo de Morón? ¿O a la empleada doméstica del médico que atiende a mi madre, que de manera subrepticia colocaba literatura evangélica en la sala de espera del consultorio?
Dispuesta a develar esos interrogantes y basándome en vínculos amistosos dentro del barrio concurrí en dos oportunidades a la iglesia evangélica más cercana, provocando el asombro y la suspicacia de mas de una persona conocida.
En esas primeras aproximaciones comprobé que si bien los datos cuantitativos acerca del crecimiento de fieles en este tipo de iglesias no estaban desagregados por sexo, era evidente para cualquiera que se acercara a un templo el predominio de mujeres en él.
Había muchas mujeres, es cierto, pero lo que impactaba además del número, era el intenso involucramiento de ellas en el culto: su actitud corporal, las canciones que entonaban, sus risas, sus llantos, los rituales de curación, la manera atenta con que escuchaban el discurso vehemente del pastor, interrumpiéndolo a menudo con gritos de aleluya! y “gracias al Señor!
Desde el primer día que entré al templo nada fué igual. Recuerdo haber salido con la cabeza llena de interrogantes y sintiendo que el tema y sobre todo esas mujeres, me habían “ganado” definitivamente. La intensa perfomance del ritual me transmitía el profundo sufrimiento de esas mujeres pero también su “liberación” por medio de la fe.
¿Cómo nadie en nuestro país había dado cuenta de ese fenómeno? ¿Por qué las investigaciones tenían ese sesgo tan masculino?, pensaba mientras trataba de poner en orden mis ideas, que incluían, por supuesto, mis propios prejuicios y contradicciones. Una frase, (que ahora no recuerdo si la escuche o la leí) resonaba en mi mente en esos primeros acercamientos: “los temas que interesan a la religión forman parte de la agenda feminista: la familia, la sexualidad, el aborto, etc”, claro que con otra perspectiva, me contestaba a mi misma.
¿Podría conciliar mi profunda desconfianza hacia la religión, que históricamente ha servido para justificar, cuando no reafirmar, la subordinación femenina, con mi posición como antropóloga?
Una certeza me animaba: quería alejarme de los análisis habituales. Buscaba hacer una investigación feminista. Deseaba una oportunidad de poner a prueba lo que había leído como antropóloga y mis conocimientos vivenciales como activista feminista. Reparar en algún sentido el discurso francamente condenatorio aportando conocimiento “desde adentro”. Quería mostrar las contradicciones y tratar de comprender las opciones de las mujeres. Quería ir más allá de la opresión y la sumisión, buscar marcos con los que interpretar la actividad religiosa de las mujeres dentro de las instituciones, comprender el por qué de su opción y los cambios operados en su vida cotidiana, en un contexto de agudización de la pobreza. Porque en este caso el contexto es más importante que nunca, no estamos hablando de “mujeres” en general, sino de mujeres pobres, abrumadas por las dificultades y la desesperanza y, como muchas feministas han afirmado, el estudio de la pobreza no puede ser ciego al género.
Tensiones en el campo
Tiempo después obtuve una beca de investigación del CONICET, o sea había logrado “legitimar” la problemática en el mundo académico, pero eso no me aseguraba la entrada al “campo”. Menos en una época (comienzos de los noventa) donde se debatía en los medios de comunicación masiva “el avance de las sectas” y desde el Estado se intentaba llevar a buen término una nueva ley de cultos. ¿Cómo explicar mi presencia en las iglesias, sin que se me viera como una funcionaria o al menos como una intrusa que podía perjudicarlos? La red tejida a partir de las amigas de mi madre me llevó a una iglesia de la localidad de Caseros donde pude realizar trabajo de campo exhaustivo. Luego fueron años, iglesias y pastores diversos y muchas mujeres con las que establecí las relaciones de confianza necesarias para llevar a cabo mi investigación. No fue fácil. Tenía que explicar una y otra vez mi presencia ante personas que no podían entender que estuviera presenciando un culto sin involucrarme, que hiciera preguntas, que tomara notas. Sobre todo debía ganarme la confianza de los pastores, que tenían el poder de abrir o cerrarme las puertas. Debo reconocer que con ellos era mas difícil que con las simples creyentes.
No quería mentir, mi explicación era “estoy escribiendo un libro sobre las mujeres evangélicas ”, que era una manera mas sencilla de expresar mis intereses que hablar de proyectos de investigación, tesis, becas o cosas por el estilo (en muy pocas ocasiones la situación quedaba aclarada correctamente). Sin embargo, para personas que “nacían de nuevo” era muy difícil entender que se podía llegar a través de la reflexión a algo que había que “sentirlo”, que no se podía aprehender haciendo preguntas. Por otro lado, desde una actitud de simpatía y afecto hacia mí, querían convertirme. La importancia de ganar almas para Jesús es central en sus vidas. De diversas maneras, que iban desde el requerimiento formal hasta las expresiones mas sutiles y graciosas, me hacían saber que mi libro iba a ser mejor si yo “recibía al Señor”.
Recuerdo particularmente una anécdota. Cierto día, el pastor de la iglesia donde se llevó a cabo el trabajo de campo mas intensivo, con quien habíamos conversado en varias ocasiones y que presumía ante mi de su amplia formación teológica y de su posición mas “abierta” en algunos temas, (como una manera de decirme “yo no soy un ignorante como nos pintan los católicos”), estaba sentado tomando un café conmigo, en su despacho, cuando le solicité su aprobación para que pudiera realizar un cuestionario con las feligresas, a medida que ellas fueran saliendo del templo, cosa a la que accedió, asegurándome que lo iba a anunciar desde el púlpito esa misma tarde, para que las “hermanas no tuvieran ningún tipo de recelo”. Antes de que ambos nos dirigiésemos al oficio, que acababa de comenzar, me preguntó si yo era católica. Ante mi negativa, me dijo, “bueno, espero que antes que termine su trabajo, sea una de las nuestras”. Sonreí amablemente y nos separamos. Cuando, al final de la ceremonia, llegó el momento de los anuncios, entre las distintas novedades para los fieles, el pastor comunica acerca de la encuesta que yo haría, pidiendo colaboración de manera muy afectuosa: “la señora que ustedes ven allí (me señala) nos hace el honor de elegir a nuestro templo para escribir un libro que le permitirá ser doctora”, más de doscientas personas comenzaron a mirarme con curiosidad. Sigue hablando un rato mas y de pronto, con un vozarrón y un énfasis teatral que sólo los pastores y los políticos tienen, comienza a gritar “ella dice que es atea!!!”, a lo que todos los presentes contestan ¡no, no!, el pastor insiste “¿lo vamos a permitir?”, los fieles gritan “no, no!”. Es de imaginar mi incomodidad ante tal situación. El pastor termina su alocución llamando a las fieles no sólo a que colaboren conmigo sino a que ayuden en mi conversión, mientras los feligreses gritaban “alabado sea el Señor” y “aleluya”. Escena de tal emotividad me conmocionaba, me avergonzaba, me hacía sentir una extraña caída en las trampas del pastor, recordaba lo del opio de los pueblos y juraba venganzas imposibles. Pero, como muchas veces me sucedería, las mujeres terminaban acercándose, invitándome a alguna reunión, mostrándose afectuosas y dispuestas al diálogo.
La investigación era un desafío para mí. Me empujaba a áreas incómodas para una feminista, las pentecostales eran unas “otras” que formaban parte de un universo patriarcal y cerrado. La sola lectura de sus revistas y periódicos, el escuchar la prédica de los pastores, los relatos de conversión de las mujeres, eran un desafío y me provocaban malestar. Tenía que sobreponerme y tratar de llegar más allá de los estereotipos. Tenía que adentrarme en un dominio religioso y conservador y focalizar en las prácticas de las mujeres, ver qué hacían ellas con todo ese dispositivo que es lo opuesto a cualquier instancia liberadora. Descubrir ese elusivo y a menudo indocumentado mundo de las mujeres debajo de las estructuras restrictivas.
Confieso que me fue difícil, no porque no encontrara colaboración y una cierta amabilidad en el campo, sino porque romper el discurso del “deber ser” para quienes se aferran a su nueva fe es una tarea ardua, que implica mucha paciencia. Quebrar el discurso monolítico, muchas veces incoherente, en algunos casos poblado de sin sentido o francamente fabulador, y poder encontrar sus fisuras, contrastarlo con otras voces, por momentos me agotaba e impacientaba.
Ir comprendiendo ese mundo no sólo me enfrentaba a mis propias contradicciones, también a una gran soledad. En Argentina, muy pocas estudiosas de la problemática de género están interesadas en los estudios de religión, ninguna en fundamentalismo protestante y menos aún entendían que encontrara cosas “positivas” en la adscripción de las mujeres al pentecostalismo. Por otro lado, los y las especialistas de estudios de religión, salvando honrosas excepciones, me veían como algo exótico por ser feminista, y por algo más exótico aún, por no ser creyente, en una disciplina en la que la inmensa mayoría lo es. Como afirma Flavio Pierucci (1997) en un artículo sobre el avance de los estudios científicos de religión en Brasil, junto al crecimiento de la producción “crece desproporcionadamente la “buena voluntad cultural” para con la religión, “que tiende siempre a ser vista en sus aspectos positivos”. Eso se debe a que la mayoría de quienes estudian el tema, pertenecen a él como creyentes.
Esta “buena voluntad cultural ” es precisamente la que poseían libros de autoras norteamericanas, como Elisabeth Brusco (1995) que habían influído en mi en un comienzo. Pero si bien yo buscaba alejarme de miradas simplistas que sólo ven en el pentecostalismo la “nefasta arma ideológica del imperialismo”, en el transcurso de mi trabajo de campo me di cuenta de que debía alejarme también de la mirada romantizada desgracidamente común en la investigación feminista, que exalta el poder de negociación y empoderamiento de las mujeres aún en los contextos mas opresivos.
No era lo que parecía
La reflexión sobre la agencia en la teoría feminista, forma parte de la tendencia en las ciencias sociales, muy influyente en los últimos años, de dar importancia a los juegos complicados de poder y resistencia con que se describe a la acción humana. Poder y resistencia que marcan una relación entre la subjetividad y la estructura social.
Agencia y agentes, son conceptos que tienen que ver con el poder, usados habitualmente en los debates acerca de la relación entre los individuos y la estructura social, de su habilidad para elegir y en última instancia de su libertad para enfrentar las determinaciones externas. En los estudios feministas de religión el significado de la agencia se polariza en dos extremos: quienes enfatizan de tal modo las restricciones que imponen la normas y estructuras de género que no hay espacio para pensar la agencia como capacidad de reflexión que sirva a acciones positivas de las mujeres. Por el otro lado, algunas feministas encuentran “resistencias ” en todo momento y lugar, haciendo que la subordinación femenina prácticamente desaparezca.
Antes de pasar a discutir estos temas, debo confesar que durante el transcurso de la investigación sobre las mujeres pentecostales mi visión de la problemática fue cambiando. Del optimismo inicial sobre los cambios operados en ellas después de la conversión, pasé gradualmente a un cierto escepticismo. En primer lugar, varias veces me encontré con antiguas informantes que ya no se congregaban más en iglesias evangélicas. Algunas de ellas, iban rotando por diferentes congregaciones, porque según sus palabras, buscaban una donde “se sienta más el mover del Espíritu”. Otras habían vuelto al catolicismo, pero de índole carismático o confesaban no ir más a ninguna iglesia (2). En segundo lugar, debo reconocer que en un principio, adherí un poco acriticamente a los postulados de algunas estudiosas norteamericanas acerca del potencial transformador que tendría la participación de las mujeres en las congregaciones pentecostales. Creo, como intentaré demostrar en lo que sigue, que ambos problemas están relacionados.
Hemos visto que el rápido crecimiento de las iglesias pentecostales en América Latina, sobre todo a partir de la década de los ochenta, hizo pensar a muchos estudiosos que “América Latina se estaba volviendo protestante” (3), sobredimensionando los aspectos rupturistas del cambio religioso. Hoy la posición es mas cautelosa.
Tanto Mariano (1999) como Miguez (1997) tienden a hacer menos apocalípticas las predicciones de la década de los ochenta. En tanto el primero advierte sobre el creciente acomodo del neopentecostalismo a las características culturales de la sociedad brasileña, perdiendo de ese modo su carácter rupturista, Miguez llama la atención sobre el gran número de individuos que se acercan a las iglesias pentecostales pero que no permanecen en ella. Posición que era compartida ya en 1991 por el periódico protestante interdenominacional El Puente, en la editorial del mes de setiembre, y reiterada en otras ocasiones, donde se mostraba la preocupación por la poca permanencia de los fieles en los templos.
Esta situación nos lleva a la pregunta acerca de cómo medir, como investigadores, el involucramiento religioso. Usamos un criterio emic? Si lo hacemos, caeremos en la ingenuidad de creer que todas nuestras informantes son convencidas pentecostales, ya que muestran un discurso tan armado que no nos permitirá discriminar acerca de lo que los investigadores llaman “curioso, amigo, interesado, novicio, converso, miembro activo, lider” (Mauss, citado por Frigerio 1999, 81).
Como me decía un pastor de la Iglesia Evangélica Pentecostal de Olavarría: “lo que pasa es que hay mucha gente que dice ‘yo creo en Dios’, pero creer es distinto de seguir a Dios. Acá los miembros se dividen en tres clases, primero están los miembros oyentes, que son los que recién han llegado y todavía no tienen un compromiso con la iglesia; después están los probandos, que son aquellas personas que están en la iglesia y se está viendo cómo andan, qué hacen; y por último están los miembros plena comunión que son esos cincuenta que le dije antes, esos son los que participan plenamente de la iglesia, realizan prédicas, son jefes de grupo” (4).
Si recurrimos al concepto de compensador (5) , nos podemos preguntar si las mujeres que se acercaban al pentecostalismo en busca de un compensador específico (alivio de enfermedades, crisis personales, etc) encontraban una religión o no, o en términos de Stark y Bainbridge, compensadores generales. Tenemos que contestar que sólo en algunos casos. Como dice Frigerio (1999, 79) “los individuos no están ‘optando’ por una religión […] sino que buscarían soluciones a problemas que aprenderían, con el tiempo, a interpretar religiosamente dentro de la propuesta del grupo. En los casos exitosos, esta interpretación religiosa se extendería a todos los ámbitos de la vida del sujeto. Simplificando, la gente procura principalmente magia (por eso generalmente antes fueron a curanderos o videntes) y encuentra en algunos casos, religion”.
En varios relatos de conversión, las mujeres comentan no sólo su pertenencia anterior al catolicismo, sino su paso por otras experiencias religiosas, incluso umbanda, espiritismo y otras formas de ocultismo. Serían, como lo expresan los estudiosos anglosajones “seekers”, buscadoras activas que intentan transformar sus vidas en algo mas tolerable. Los cambios en las afiliaciones religiosas deben pensarse como parte de un proceso contradictorio de cambio social en un contexto donde los mas pobres luchan día a día por sobrevivir. Esto está acompañado por formas variadas de membresía. Las mujeres encuentran medios de compatibilizar ser creyente con otras formas de identidad y de hacer mas porosas las diferencias entre las distintas formas de pertenecer.
Pero más allá de la diversidad de estrategias de sobrevivencia a la que deben recurrir las mujeres pobres, ¿cuál es el compensador específico, que encuentran en el pentecostalismo? Las mujeres llevan a cabo su “conversión” en medio de una crisis vital donde ellas son más vulnerables por las normas de género que imperan en la sociedad. No son todas las mujeres, por supuesto. Son aquellas para quienes la familia, sigue siendo el espacio social primario, son quienes eligen sostener los roles domésticos en una sociedad que cambia día a día. Son las más aisladas socialmente; porque, como dice Woodhead (2002, 1) “la participación religiosa de las mujeres debe ser entendida en relación a la habilidad de las religiones en proveerles un espacio social que no estaría disponible para ellas de otra manera”. Las mujeres que entrevistamos, eran en su mayoría migrantes del interior y con una mala inserción en el barrio.
En las sociedades modernas, altamente diferenciadas, en las que las mujeres son identificadas con la esfera privada, podemos esperar un mayor grado de participación en religiones tradicionales, que refuerzan los valores domésticos y ofrecen un único espacio social abierto a las mujeres mas allá de las familias.
La congregación pentecostal otorga beneficios a las mujeres en la casa y la iglesia, a pesar de las restricciones que impone una religión patriarcal, reconocer esto no es coincidir plenamente con Brusco, sino tratar de comprender a las mujeres como sujetos racionales y no meras marionetas del patriarcado.
Las ideas fundamentalistas del pentecostalismo hacen hincapié en los valores familiares con un discurso carente de ambigüedad acerca de la familia de acuerdo al mandato divino, en una época de profundos cambios de esos valores. Cambios que producen la tensión al interior de las familias, entre el proceso de individuación, típico de la modernidad que valora al sujeto que tiene dominio sobre sí mismo y que toma sus propias decisiones y la familia patriarcal, en la cual el jefe de familia tiene el control y decisión sobre los otros miembros. (Jelín, 1995)
Las investigaciones en Argentina, son cautelosas respecto de los cambios operados en familias de sectores populares. “La población de menores ingresos es la que mas frecuentemente organiza su vida cotidiana “en familia”, en tanto la de mayores ingresos expresa con mayor frecuencia la tendencia a la individuación.” (Wainerman y Geldstein, 1994, 222)
Si a pesar de los cambios producidos con la incorporación de las mujeres al trabajo extradoméstico, prevalece la autoridad masculina en la toma de decisiones, la subordinación de las mujeres y la violencia, qué podemos esperar de las mujeres a que hacemos referencia en nuestro trabajo?. La mayoría de ellas amas de casa, aisladas y con historias de desesperación y angustia. En todas ellas prevalece una cultura familiar que todavía enfatiza la estabilidad matrimonial frente a la ruptura y la pasividad, aceptación y obediencia como reacción a la dominación masculina.
Las mujeres que se acercan a una congregación pentecostal han mostrado en sus narrativas de conversión, la importancia dada a los problemas maritales y su lucha contra variadas formas de infelicidad doméstica. Estas mujeres aspiran a tener “buenas familias”, en ellas no hay diversificación de intereses y el bajo nivel de escolaridad y su baja inserción laboral, acentúan su dependencia al marido. Depositan todas sus expectativas de felicidad en el matrimonio, se definen, en su inmensa mayoría, por su conexión marital.
La iglesia alienta a hablar de los problemas familiares para inscribir el relato en las transformaciones adquiridas. Las mujeres dejan el hogar y entran en la iglesia, donde tienen la posibilidad de reinterpretar las crisis familiares de manera tal que no se sientan culpables y tengan la esperanza de que siendo “verdaderas cristianas”, las cosas pueden cambiar. Las mujeres negocian con sus compañeros condiciones menos opresivas en el hogar, pero que esas negociaciones no cambiaban las relaciones de poder ni el discurso tradicional es alterado, al contrario, la legitimidad de la autoridad del marido está asentada en bases sagradas.
En las iglesias las mujeres hallan una respuesta para cada ocasión, sus problemas personales encuentran explicaciones sobrenaturales y lo que es más importante, se refuerza su autoestima. Recordemos la importancia de los cultos como foros receptivos para el cuerpo y la importancia de testificar (6). En ellos se producen acciones poderosas, transformaciones prodigiosas a través de la plegaria. Pueden presentarse ante Cristo como un ejemplo de regeneración vital y sanación. Ayudando a los cambios en el hogar se tiene la ilusión de estar llevando esos cambios a la sociedad. Mantenerse firmes en unos valores cuando toda la sociedad está cambiando: la doctrina de la sumisión hace a las mujeres mas femeninas y valorables. Ellas son mujeres poderosas con un rol crucial que jugar en la redención. ¿Estrategias para afrontar una feminidad cambiante?
La iglesia pone recursos institucionales y teológicos para afrontar las crisis de las mujeres, en una comunidad abierta, acogedora y participativa, socialmente más legitimada para las mujeres que otro tipo de participación. Sin embargo, esta participación no las ayuda a reconocerse como grupo. A diferencia de otros tipos de participación de las mujeres de sectores populares, las iglesias pentecostales no son un escenario donde se puedan aprender responsabilidades públicas ni donde se llegue a la “idea de comunión con lo sagrado que pasa antes que nada por la valorización del principio ético que lleva al fiel a pensarse no como un individuo aislado que apela a dios, sino como parte de un sujeto colectivo que se constituye de este modo para experimentar la presencia de dios.” (Prandi, 1992, 83)
En ese sentido, creemos que las iglesias pentecostales no refuerzan el sentido de ciudadanía, a diferencia de otras organizaciones de la sociedad civil, incluso religiosas, como las católicas Comunidades Eclesiales de Base donde, a pesar de lo que varios autores han señalado, acerca de que los problemas de las mujeres no tienen cabida sin embargo, pensamos que en ellas se incorpora el lenguaje de los derechos, lo que significa un paso imprescindible para que los individuos se piensen como grupo. Esto es importante cuando hablamos de las mujeres, ya que como hemos visto, entre sus múltiples carencias está su escasa participación en el mundo público.
A pesar de nuestro escepticismo respecto del grado de empoderamiento que logran, pensamos que las mujeres encuentran una forma de poder, centrado de una nueva identidad que evoca imágenes de fortaleza espiritual al sentirse elegidas por dios, lo que puede posibilitarles la construcción de un precario proyecto de vida, de una biografía aceptable, donde articular sus esperanzas, miedos, deseos y convicciones morales, lo cual no es poco en la época terrible que les tocó vivir.
Publicado originalmente en el libro “Interdisciplinaridade em diálogos de genero«. Mara Lago, org. Florianopolis, Mulheres, 2004.
Fotos de Almendra Fantilli de su documental «El Culto: un retrato de reuniones evangélicas«.
Notas al pie
1 Vease en especial Tarducci (2001)
2 Machado (1996, 99) afirma que investigando a algunas mujeres del movimiento carismática católico, comprobó que antes habían pasado por el iglesias evangélicas.
3 Titulo de libro de David Stoll (1990). Este autor no es el único en tener esa visión tan optimista. Veáse una crítica a esa posturas en Mariano (1999).
4 Nótese el masculino utilizado por el pastor, para él sólo los jefes de grupo (hombres) son los mas comprometidos.
5 Los compensadores son ofertas de recompensas de acuerdo a explicaciones que no son susceptibles de verificación, están basados en la esperanza y en la fe. Los autores hablan de compensadores generales y específicos. La diferencia entre ambos es el reclamo, único, específico, de esfera limitada en un caso (los compensadores específicos) y de alcance mas general y mayor valor y mayor cantidad de recompensas (los compensadores generales). Para ejemplificarlos apelan el caso de los específicos a una poción mágica que alivia una enfermedad, y al cielo después de muertos para los generales. (Stark y Bainbridge, 1979, 120).
6 Hemos escrito sobre el ritual en Tarducci (2002)
7 Mariz, (1994); Burdick, (1993)
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