por Nahayeilli Juárez Huet (CIEAS-Peninsular), Renée de la Torre (CIESAS-Occidente) y Cristina Gutiérrez Zúñiga (Universidad de Guadalajara)
La religiosidad vivida permite un acercamiento intimista que redefine lo religioso a partir de las experiencias. No obstante, hay que estar conscientes de que, como señalan Fedele y Knibe (2020), descuida la apreciación de los impactos de lo religioso en el espacio público, por tanto, requiere hacer un esfuerzo analítico extra para colocar las biografías y los sentidos íntimos de lo cotidiano en el entramado de la vida social e institucional. Así, es necesario concebir la experiencia religiosa desde una perspectiva relacional, es decir, colocarla en bisagras, que son puntos de articulación donde se negocian las expectativas individuales con el sistema de normas y valores institucionales, la adecuación de los cambios a las tradiciones y la validez de la fe en los ámbitos seculares.
Es claro que las maneras de vivenciar lo trascendente no se agotan en los templos, y también lo es que la subjetividad de toda trayectoria religiosa está modelada por una diversidad de adscripciones, identificaciones y pertenencias (etnicidad, género, clase social) incluyendo novedosos comunitarismos, colectividades o linaje(s) religioso(s) y espiritual(es), o corrientes filosóficas o psicológicas que median, de distintos modos, la vivencia religiosa en sus diferentes dimensiones.
La religiosidad contemporánea, que observamos en México, tiene como característica una capacidad articuladora, una transversalidad y un intenso dinamismo que implica un reto de definición. Las bisagras nos remiten a la articulación del anclaje y el dinamismo. Así, encontramos que es una metáfora que ya había sido utilizada con anterioridad para atender religiosidades entremedio de dis tintas tradiciones, porque brinda posibilidades de imaginar conceptos no basados en oposiciones sino en intersecciones y complementariedades puestas en marcha desde la praxis de la religiosidad cotidiana.
Quizá el antecedente más importante sea el uso que le brindó la socióloga francesa Danièle HervieuLéger, en su obra La religión, hilo de memoria, en la cual aborda las estrategias de continuidad y legitimación de las nuevas reconfiguraciones de la creencia, en busca de continuidades con la tradición, y propone atender “al cristianismo en su papel bisagra –puesto que es la mediación decisiva entre uno y otro–entre el tiempo de la religión y el tiempo de la modernidad, que es el tiempo de la ciencia política”(2005: 45).
Por su parte, en 2013, Renée de la Torre recurrió a esta metáfora para tipificar danzas rituales que son practicadas en una misma ceremonia y en un mismo lugar, pero con sentidos diferentes, opuestos y sobrepuestos. Definió las danzas como “cultos bisagras” para dar cuenta de cómo –en el caso mexicano–los diversos elementos, provenientes de nuevas creencias esotéricas y de la Nueva Era, se incorporan de manera versátil y dinámica a la vivencia de una religiosidad popular y tradicional cuya característica es, y ha sido, el sincretismo. Además, resaltó que el uso de esta metáfora permitía atender la complejidad de la transversalidad entre las nuevas creencias subjetivizadas y los anclajes tradicionales, como procesos en constante redefinición simbólica y funcional” (De la Torre, 2013: 8).
Otro caso es el del sociólogo Hugo José Suárez, quien en 2015, se apropió de esta metáfora para definir las “creencias bisagras”, con el fin de caracterizar dos creencias diferentes, la Santa Muerte y los ángeles guardianes, estableciendo que ambas coinciden en evocar “dos universos simbólicos a la vez. La primera es, por un lado, una reinvención de la religiosidad popular en sus formatos y usos y por otro lado incorpora formas nuevas del ambiente cultural actual. La segunda puede evocar tanto al mundo mágico contemporáneo y el New Age como a la tradición angelical católica”(2015b: 149).
Finalmente, en 2019, Juárez Huet utilizó de nuevo la idea de bisagras para atender los anclajes tradicionales que habilitan las relocalizaciones de tradiciones transnacionalizadas (como son las religiosidades de origen afro en México) para demostrar que: “hay un subsuelo sociocultural fértil, anclado históricamente en un periodo colonial conformado por diversas prácticas y creencias religiosas que fungen como las bisagras de la complementariedad e innovación contemporánea”(2019: 37).
Ahora bien, en un estudio reciente, De la Torre y Salas definieron los altares domésticos como:
«Bisagras que articulan el espacio privado (de la casa) en el que conviven con las imágenes religiosas presentes en las capillas y templos, para extender la práctica religiosa y la devoción al ámbito doméstico y familiar; el espacio semiprivado está colonizado por la fe personal, que al colocar su altar sacraliza los espacios destinados al trabajo (generalmente oficinas, talleres y comercios), y el espacio público, que debe ser secular por excelencia” (De la Torre y Salas, 2020: 226).
En suma, la metáfora de las bisagras ha sido útil para nombrar procesos intersticiales que articulan distintas tradiciones religiosas y que ocurren de forma simultánea en un mismo acontecimiento. Además, las bisagras remiten al punto de contacto donde se articulan distintas corrientes, escalas o contenidos y las bisagras operan como anclajes, donde interactúan las religiosidades emergentes con las tradiciones; de esta interacción resultan productos sincréticos e híbridos derivados de intercambios entre bienes y significados religiosos.
Las apropiaciones académicas de esta metáfora han sido útiles como analogía para redefinir creencias, rituales, prácticas y agentes que desbordan las categorías habituales y exigen nuevos registros, producto de su hibridez. También han ayudado a pensar las bisagras como puntos de articulación donde se negocian, disputan e intercambian las experiencias intersubjetivas y colectivas de lo sagrado. En estas experiencias no se anulan las diferencias, porque es en ellas donde conviven distintos registros, con competencias para articular varias tradiciones en una sola narrativa o experiencia religiosa. Además, son útiles para pensar el papel de las tradiciones como anclajes culturales de las nuevas creencias que encuentran legitimidad y continuidad con los hilos de memoria que proveen las tradiciones religiosas, tal como lo desarrolló HervieuLèger (1996) o como lo plantea Bhabha en los engranajes con la tradición, donde los híbridos culturales buscan su autorización (Bhabha, 2011: 18). Las bisagras también permiten pensar en los anclajes materiales de nuevas concepciones y creencias fluidas y volátiles, a la vez que reconocen las dinámicas cuyas extensiones aportan nuevos alcances. Asimismo, son una imagen que lleva a pensar en articulaciones entre distintos planos espaciales (privado/público), temporales (presente/pasado) e incluso entre campos especializados (salud, servicios esotéricos y religión). Por medio de ellas, se reconoce, en el concepto, la evocación ambivalente de fijar y ofrecer continuidad a los cambios, y la capacidad de conservar las tradiciones adaptándolas a las exigencias de las innovaciones socioculturales.
De esta manera, la metáfora de las bisagras resulta útil para entender procesos intersticiales y simultáneos donde cohabita la diversidad religiosa, como son los bienes culturales sincréticos e híbridos. Por otro lado, como se muestra en los usos, ha sido utilizada para redefinir creencias, rituales, prácticas y agentes con distintos registros y con competencias para articular varias tradiciones en su oferta religiosa. Es más, ha permitido pensar en los anclajes materiales de nuevas concepciones y creencias, y en extensiones dinámicas que aportan nuevos alcances.
Por tanto, consideramos necesario analizar el material de religiosidad vivida –cuyo valor es la posibilidad de adentrarnos a las vivencias subjetivas de lo religioso en la cotidianidad– mediante los lentes que brinda concebirla en términos de religiosidad bisagra, y al hacerlo, tener el aporte heurístico que permite conectar y articular las piezas individuales que representan diferentes experiencias de lo religioso, en horizontes sociales, donde ocurren los anclajes, las movilidades y/o las conservaciones y las transformaciones, pero desde los procesos dinámicos que permiten concebir cómo se tradicionalizan los cambios y se transforman las tradiciones. Es decir, con la concepción bisagra, de la religiosidad, buscamos reconocer los mecanismos mediante los cuales el hecho religioso se adapta a las nuevas exigencias de los tiempos, a la vez que adopta nuevos elementos seculares o de otras tradiciones para mantener su vigencia en el campo religioso y en la sociedad secular en su conjunto.
Volvamos a la metáfora de las bisagras y las posibilidades que nos brinda. Una de ellas es que nos permiten dar cuenta de distintas aperturas, grados de visibilidad, e incluso, la posibilidad de que estén ocultas. Otra es que, tiene una capacidad de adaptación, de acuerdo con el movimiento que necesitan las partes que une, pero siempre a partir de una base o apoyo fijo; considérese que, al igual que estos mecanismos, los agentes religiosos no parten de una tabla rasa cuando emprenden su búsqueda espiritual. Sin embargo, no hay que olvidar que las transformaciones de estos individuos son resignificadas en el marco de su biografía y necesidades. Tampoco hay que dejar de lado que, aún en las religiosidades aparentemente más “volátiles”(como pueden ser las espiritualidades sin iglesia) siempre es posible encontrar anclajes en lo tradicional (lo indígena, la magia, la sanación, las tradiciones antiguas, lo folclórico). Por tanto, las bisagras materializan un lugar entre medio de las tradiciones populares y de las nuevas formas de la religiosidad caracterizadas como fluidas, invisibles y dinámicas; además, permiten atender las transversalidades, como lo señala Reneé de la Torre:
«Sería un error fijar las miradas en el adentro o en el fuera de las instituciones y/o de las tradiciones porque se perdería de vista las continuidades históricas de las culturas y sus agentes. Tampoco podríamos atender los procesos de autorización en la tradición. Por ello la propuesta es atender los cambios en los procesos y espacios umbral, donde ambas lógicas interactúan para renovar en la continuidad» (De la Torre, 2012b: 509).
Visto así, la articulación de la religiosidad bisagra implica la conexión de unidades que en conjunto guardan entre sí una relación y coherencia desde la perspectiva del practicante. Esto nos remite un poco a la idea de “procesos conectivos” de Leopoldo Bartolomé (2013: 45) en los que importan menos los distintos componentes conectados con sus características diferenciadas, e importa más la dinámica procesual del “tejido conectivo”. Podríamos pensar también en la metáfora del hilvanado, ya que la religiosidad bisagra pone la atención en el proceso y no tanto en el patchwork (producto de unir distintas partes), que podrían ser símbolos, creencias, referentes o conceptos, similares o que pertenezcan a religiones y filosofías diferenciadas o incluso a campos seculares como la psicología, la terapéutica o la cultura popular, muy presentes, por ejemplo, en varias de las espiritualidades heterodoxas abordadas en este libro. Las posibilidades de estos patchworks son infinitas y es por ello por lo que es difícil aprehenderlas a partir de categorías nítidas que muchas veces acaban por compartimentar realidades escurridizas y muy dinámicas.
“La bisagra soy yo, pero…” como articuladora entre marcos de pertenencia y subjetividad
¿Cómo podemos caracterizar la identidad de los creyentes? ¿Es suficiente su pertenencia religiosa para reconocer sus rasgos? Es difícil caracterizar a los entrevistados en moldes congruentes con la institución o tradición a la que se suscriben, ya que, en varios casos, como lo desarrollaron De la Torre y Gutiérrez Zúñiga (2020), las identificaciones son el resultado de combinaciones entre más de un marco doctrinal o tradición creyente.
Consideremos que la religiosidad vivida desmantela las ideas prefabricadas, aquellas que dicen que los fieles de las iglesias reproducen de manera automática las posturas asumidas por los líderes de las congregaciones. Y es que, en muchos casos opera la combinación selectiva entre la religión de pertenencia y la identificación individual. Entonces, la autonomía es un rasgo muy claro y contundente entre quienes rechazaron las instituciones o religiones para vivir una espiritualidad por cuenta propia y a su manera; pero también se encuentra, con distintos grados, en aquellos que han decidido continuar en el catolicismo, e incluso en varios casos de quienes abrazan con convicción una fe cristiana. Por ejemplo, Lulú (capítulo 1), católica de Comunidades Eclesiales de Base, considera que no es “tan devota de la eucaristía, pero sí del servicio a los otros”; Estela (capítulo 4) dice “soy católica, pero no soy practicante”; Alfredo (capítulo 12) valora que el ser cristiano le ha permitido tener un estilo de vida basado en valores de empren dedurismo que le permite integrar su fe con la moda, las redes sociales y la música; a Juan Jesús (capítulo 13) cofundador y pastor de una congregación evangélica para la diversidad sexual le “encanta vivir una relación con Dios, pero sin religión”; por su parte Brenda (capítulo 16), siendo mormona, opina que “la iglesia puede equivocarse, pero Dios no se equivoca”. Por tanto, la convicción de la fe no está cimentada en la institución, lo que se aprecia en que cada uno de ellos marca en su discurso un distanciamiento con la institución y afianza la manera personal en que desea conducirse en su fe o en su vida cotidiana.
Entonces, las identidades actuales responden a la lógica de generar aleaciones de lo que incluso pareciera opuesto o contradictorio, “no tengo religión, pero sí soy espiritual ”, “soy católica, pero practico la meditación” o “soybudista zen, pero además soy terapeuta gestalt”. En estos ejemplos vemos que, en pocos casos, opera la lógica de una definición exclusiva, e incluso en los casos donde la denominación exige altos grados de compromiso (como es la iglesia adventista o el mormonismo) aparece el uso del pero acompañando su distanciamiento con la institución, aunque no con la fe, “dejé de asistir al templo, pero seguí siendo adventista”. El vocablo pero, aquí, es una conjunción coordinante que denota oposición y diferencia entre la primera frase y la segunda, su uso constante en las entrevistas no es fortuito, responde a identidades bisagras. Por otro lado, pero es una manera de compatibilizar lo que se presenta como opuesto o disociado; es también un indicador de las negociaciones cotidianas que los creyentes realizan para compatibilizar su fe religiosa con el microcosmos de la vida diaria; tomemos a Hugo Rabbia quien reflexiona sobre el uso del pero y lo define como una “reivindicación de una autonomía personal en cuestiones religiosas”(Rabbia, 2019: 40).
Por tanto, algunos elementos aportados en las narrativas de los entrevistados en esta obra, ayudan a concluir que la religiosidad bisagra no se define como un sistema de valores y normas que reproducen las doctrinas institucionales, sino que son las aspiraciones subjetivas las que impulsan a los individuos a retomar selectivamente los elementos de creencias, valores éticos y prácticas rituales disponibles en comunidades religiosas o a su alcance mediante otros medios y que pueden ser tanto ofertados por su religión de pertenencia como por otras distintas tradiciones o instituciones religiosas.
La religiosidad bisagra supone una adaptación a las condiciones de los sujetos, así como a las situaciones problemáticas que una persona afronta durante su historia de vida, que lo lleva a buscar y encontrar refugio, respuesta o una manera de resolución a sus problemas en las religiones. Pero acceden a ellas de forma selectiva. Por tanto, podemos concluir que no hay identidades puras, ni identidades clausuradas, sino dinámicas de identificación. Son antes que nada construcciones biográficas inacabadas, es decir que nunca están totalmente concluidas. Estas dinámicas se fincan en las experiencias personales de lo sagrado y no necesariamente en la asistencia a los servicios religiosos de su institución, cuando la hay. Y un rasgo importante tiene que ver con la manera en que cada uno lo vive o experimenta desde cuerpos situados. Por eso es importante atender cuando alguien expresa el momento de su iniciación desde una vivencia sensorial anidada en el cuerpo.
Este texto es un trecho de las Conclusiones del libro «De la religiosidad vivida a la religiosidad bisagra: Experiencias de lo sagrado en el México contemporáneo«, compilado por las mismas tres autoras. El libro se puede adquirir en formato ebook aquí.
Deja una respuesta