Es de noche, no muy tarde. Llueve. Camino por una de las calles más renombradas del barrio más caro de Buenos Aires. Llegando a mi destino, un edificio con amplios departamentos que ocupan un piso entero, escucho los tambores batá. Me reto por llegar tarde. Subo hasta el piso correspondiente, la puerta del departamento de donde sale la música está abierta. Pienso: ¿y los vecinos? ¿Cómo no se están quejando ya? ¿Tambores batá en este barrio? Sin embargo, nadie se queja en toda la noche –o al menos, no que yo sepa.
Entro al departamento, con paredes blancas que siempre parecen recién pintadas, pese a que los valiosos cuadros que las adornan no son siempre los mismos. En el living está mi favorito, un Wilfredo Lam. Luego me entero que también hay uno de un archifamoso pintor europeo, pero después de Lam, ya no me importa. Debajo de Lam están preparados los instrumentos de la banda de son cubano que tocará un poco más tarde.
Pero a su derecha está la estrella de la noche: el comedor está completamente tomado por el trono de Yemayá, la homenajeada de la velada. Una gran tela azul entre traslúcida y satinada cuelga del techo con varios pliegues, y le hace de cielo a la sopera bellísima que está colocada sobre un pedestal, un poco más alta, creo, que los demás orichas. A su derecha Changó, con una bella escultura que si no es las que hace el maestro bahiano Otavio se le parece mucho, a la izquierda Ochum, más allá Ochossi (con cuernos de ciervo y una piel de animal sobre el asiento), Obatalá, Oyá y otros orichas que no llego a identificar, algunos que ni siquiera conozco. En la penumbra, Babalú Ayé y Naná, santos a los que no les gusta mostrarse. Sobre la tela que hace de cielo, un cañon que está en el piso proyecta imágenes del mar. No se ven como una pantalla, sino que sugieren, más adecuadamente, sobre los pliegues de la tela, olas y movimiento. Tecnología del siglo XXI para el culto de un oricha primordial. Claro que hace rato que los altares africanos y afroamericanos logran combinar lo antiguo y lo moderno, ya que dentro del concepto de lo que es el oricha todo confluye. El mar fue, es y será, sin importar con qué medios lo represente en cada época. El símbolo muda, el significado permanece. En el piso, sosteniendo al trono, a los orichas, a las múltiples ofrendas de comidas y flores, otra tela, tul esta vez, con manchitas blancas como gotas de agua. Yemaya en su elemento, agua por arriba y por debajo. El altar es una obra de arte. Una instalación que nada tiene que envidiarle –por el contrario- a las que se ven en las galerías. Todos los que estamos allí –y muchos son artistas renombrados- lo sabemos.
Frente al trono, tres tamboreros tocan sus batá, haciendo un oró de igbodú –un homenaje exclusivamente de toques de tambor. A su alrededor, en el living, unas 30 personas miran la escena. Luego llegarán más. Pronto aparece el dueño de casa, El Santero. El Santero es un hombre joven, jovial, elegante, de un carisma infinito. De otra manera no se explica esa rara conjunción que allí logra entre cultura erudita (con C mayúscula) y cultura popular, negra. Miro a mi alrededor: una gloria de la pintura argentina, un renombrado crítico de arte, la mujer de un conocido ex-gobernador, varios artistas plásticos. En fin, gente que uno espera ver en los eventos reseñados en el suplemento de cultura de La Nación pero no aquí disfrutando de los batá, los mojitos y la excelente comida cubana que empieza a salir de la cocina. Como siempre, quiero capturar el momento, congelar la belleza de esa obra de arte devocional, pero no puedo. La dueña de la fiesta, Ella, no ha sido consultada y no sabemos si es posible sacarle una foto o no. Suena quizás a gentil negativa del dueño de casa, pero nadie más saca fotos, por lo tanto que supongo que así será. Y sé que en esa religión y en esa casa nada se hace sin preguntarle al santo.
De repente los tambores, que habían ido in crescendo, paran. Cuando pienso que la parte religiosa ha terminado y ahora pasaremos al cocktail social, lo que sigue me corrige. Los tamboreros ponen sus sillas –de esas que se ven en anticuarios- en el living, de espaldas a Wilfredo Lam y siguen los toques para cada orixá, ahora cantados por un akpwon. El cantante, a quien conozco de otras ceremonias en barrios menos elegantes de Buenos Aires, ha depurado su técnica. Produce unos bellos contrapuntos cargados de juguetona ironía con el tamborero principal, un pionero de los toques de Ocha locales.
El Santero se pone a bailar frente a los tambores. Una omó-ocha lo acompaña. Un babalawo cubano presencia la escena, complacido. A su lado hace lo propio otro afrocubano, vestido íntegramente de blanco. Su cara me parece conocida, no recuerdo bien de dónde. No contento con protagonizar esta bella escena, cuando llega el canto para Yemaya El Santero nos dice que todos hagamos una rueda y bailemos para agradar a la Homenajeada. La polirritmia endiablada de los tambores es, sin embargo, acompasada y mirando los pies de El Santero y la omó-ocha puedo sacar unos pasos decentes. Termina la rueda y nos pide que nos pongamos en filas frente a los tambores. Bailamos como si estuviéramos en La Habana o Miami –o, en el Gran Buenos Aires. Pero estamos en uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires, con un público –a esta altura ya participantes- netamente ABC1. Imagino las caras de los vecinos de los departamentos de enfrente, y espero la llegada de la policía, que no se produce.
Para terminar el toque y los cantos, El Santero –impecablemente vestido- trae un balde de agua, lo deja frente a los tambores, nos hace formar en dos grupos enfrentados con el agua en el medio, primero bailando en la misma dirección, luego un grupo baila hacia la izquierda mientras el otro lo hace hacia la derecha. Finalmente El Santero agarra el balde, gira y baila con él. Se va hacia la puerta del departamento, y sale a tirarla afuera –¿adónde? ¿a la calle del nombre ilustre?. Qué pensarán los vecinos? Nunca lo sabremos. Quizás estén hechizados, también, como todos los que asistimos a esa fiesta.
Luego de la música sagrada viene la secular. El afrocubano alto, vestido de blanco, se pone delante de uno de los micrófonos y canta, con una voz a la vez rasposa y dulce. Ahí recuerdo quién es. Su nombre está grabado en cualquier lista ilustre de la música afrocubana. Canta un son clásico tras otro, mientras de la cocina llega el plato principal, una comida cubana cuyo nombre ignoro pero que sabía mejor que la que probé varias veces en Miami o Los Angeles. No puedo compararla con la de La Isla porque nunca, desafortunadamente, estuve allí. Luego comemos la torta que estuvo en el piso frente a la Homenajeada.
La fiesta cumple con creces la promesa de la invitación: “Te invito a pasar una noche en la Habana sin salir de Buenos Aires; de mi tierra te traigo a Martí y Lecuona ,al guajiro y la santera, al son ,a la rumba, al ron y el habano, te traigo a Cuba mi hermano, la tierra de mis amores». Pese a que El Santero vive parte del año en Buenos Aires y parte en otro país del primer mundo, su corazón sigue, sin duda, en Cuba.
Finalmente, salgo a la calle. Continúa lloviendo, agua que cae del cielo -apropiada para la velada-. La policía nunca vino.
Yemayá por Maria Giulia Alemanno. Su trabajo se puede apreciar en : www.mariagiulia-alemanno.com
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