Por Horacio González
La alegoría es un arte de disimulos; tiene que decirlo todo –la muerte decirla con la calavera–, por eso el buen alegorista suele evitar la superposición de los significados, para no dejarla en estado de tanta intensidad que podría anularla como recurso irrevocable de la alusión. Sin embargo, León Ferrari hace de la alegoría una forma de lo irrevocable. Su célebre avión cazabombardero y la imagen de Cristo revela desde el comienzo lo que intentó hacer. En lugar de que una alegoría conduzca suavemente a otro objeto ausente, aunque semejante, superpuso dos formas tan lejanas… Pero para hacerlas compatibles. Un avión con sus alas extendidas como brazos y el sufrimiento en los brazos de Cristo. Aquí introducía uno de los efectos más revulsivos de una suma alegórica –que al igual que la suma teológica, intenta categorizar todo el pensamiento humano y sagrado–, al fundir los dos significados de manera que se eliminaba la fisura, la distancia o la contradicción entre ellas. No era Cristo el salvador del universo sino que era la misma cosa que caía sobre el mundo bajo el mismo envoltorio del mal. Si el avión le daba a Cristo una posición salvadora, ésta desaparecía enseguida porque era Cristo que le daba al avión la posición de enviado de un cielo de tormentos.
León Ferrari cultivó un arte herético, pero la herejía era una humorada mundana, una virgen dentro de una pava. La blasfemia surge del parecido de las formas y brota de las bromas que el lenguaje se hace a sí mismo. Las insignias de lo sagrado siempre tienen correspondencia con la multitud de signos que habitan en nuestra imaginación visual, en nuestro lenguaje. Una tostadora, una máquina de torturas. El arte de León era así una profunda investigación sobre lo sagrado invertido, la profanación del arte sacro no sólo como algo que remite a objetos irrisorios de la vida diaria, sino que desprende un significado sacrílego. Este significado está yacente en la mente de la humanidad, por lo tanto en las personas dedicadas al culto y al lenguaje catequístico, y León les hace ver que hay un reflejo inverso, que es profundamente educativo. Educa, instruye, sugiere que por un lado las maquinarias del mundo se tornan sagradas tomando la forma humana, material o terrenal, de los objetos que el hombre ha inventado, y segundo, que siendo ese su origen debe evitar la profanación de quien quiera volverlos a su forma originaria, la sangre, el logo y el dolor de todos los días y de ciertos momentos horrorosos de la historia.
De este modo, León se convierte en un artista de la profanación, sacando y poniendo materiales sacros y profanos en una jerarquía que inutiliza su superación divinizada. Con ello, León no embate contra la divinidad, sino que lleva hasta el límite lo que tantos hombres rabelesianos de todos los tiempos (pues León es un ironista de las religiones), que crean otras divinidades que son propiamente las del arte sagrado, pero pasadas por el humor apóstata. Esto es posible porque en el arte de Ferrari hay una antropología filosófica donde el dolor y la tortura tienen un papel arcaico, originario, fundador. Pero es preciso conjurarlas invocando otras formas –León es un formalista a pesar de que su arte parece surgir de un festín de collages– que en muchos casos pueden llevar a una risa antiteológica, que en sí misma se convierte en una refundación de otro santoral, retozón en su biblia excomulgada. Arte de signos y maneras jeroglíficas, León hace de las oraciones flotantes que tornan en universo en una escoria escritural escatológica, un intento de declarar la salvación al hacer de la lengua escrita una forma enigmática. El significado de la escritura queda como mero significante, en estado jeroglífico, el arcaísmo que hemos perdido.
No es extraño que León Ferrari haya persistido en su compromiso social y militante, con su rostro en el que siempre brillaba una sonrisa socarrona, dejando que su obra tuviera referencias literales a instrumentos de suplicio, a inquisiciones, gorras militares, encierros, todos emblemas de crueldad de las maquinarias políticas y de los despotismos armados. Mientras se creía que era un artista social que usaba referencias rudas y literales al mundo histórico, era evidente que quería inventar otra escritura que aunque pareciera indescifrable, podía aparecer traviesamente rodeando el cuerpo de un maniquí.
Con esto quería decir, quizás, que el mundo hasta ahora creado todavía está en estado de magma, y aún no se había resuelto la lucha entre el arte y los que hacen sufrir. Las religiones y el arte tienen a buen precio la condición del sufriente. León Ferrari las había separado. No que en él no hubiera dolor personal, sino que sus alegorías de la muerte y de los amuletos más crédulos de la humanidad, se convertían en alegorías de donde se podía llegar a la tortura en nombre de la salvación. Y allí estaba León, para alertar que con sus caligramas suavemente esotéricos y sus graciosos adosamientos de objetos aparentemente disímiles, se podía ir hacia una vida renovada –la salvación por el arte– allí donde lo que parecía redención podía encubrir el tormento.
Esta nota fué originalmente publicada en: http://www.perfil.com/columnistas/Tormento-y-salvacion–en-la-obra-de-Leon-Ferrari-20130728-0050.html
Sobre el tema puede leerse también el número especial dedicado a León Ferrari en el Suplemento Radar de Página 12 con notas de Maria Moreno, Sonia Santoro, entre otros. Resulta imprescindible, asimismo, la cronología de sus obras -hasta el 2004- realizada por Andrea Giunta.
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