Monte Grande: El Gauchito, el santito y Gilda -con algunas reflexiones finales
Por Alejandro Frigerio
Después de las reseñas de Cecilia Galera y de Darío La Vega sobre los primeros dos santuarios que visitamos el 8 de enero, me toca a mí ocuparme del tercero: el «Santuario Gauchito Gil», de Monte Grande, localidad cabecera del partido de Esteban Echeverría. Está ubicado en un área notablemente más urbana que los dos anteriores, en un barrio de casitas sencillas de sectores populares del segundo cordón industrial del sur bonaerense -lo que probablemente ayude a explicar sus características. A diferencia de los otros, no consiste de un gran terreno conteniendo estructuras independientes, sino que consta de un único pero espacioso salón, con fácil salida a la calle mediante un corto pasillo. Desde afuera se lo aprecia como un paredón pintado de rojo, con una amplia entrada con un gran cartel que dice: «Santuario Gauchito Gil», con imágenes dibujadas del Gauchito a la izquierda, y San la Muerte a la derecha.
Para quien está acostumbrado a frecuentarlos, no puede sino evocar, como primera impresión, un gran terreiro de religiones afro. O también, por el gran espacio vacío al medio, rodeado de mesas en semicírculo frente a un escenario al ras del piso, por qué no, a una milonga barrial. Pero la cantidad y el tenor de las de banderas que tapizan las paredes -y las que cuelgan del techo, junto con numerosos globos que le imprimen un aire festivo- no dejan dudas: es un lugar de devoción al Gauchito y a su ya casi alter ego inseparable, San La Muerte («el santito»). En la pared izquierda, detrás de los micrófonos de pie donde luego tocarán los músicos predominan las banderas comerciales de satín con imágenes, oraciones y frases alusivas a ambos santos. En la pared derecha de enfrente, se pueden ver, por detrás de las mesas, grandes banderas más artesanales -similares a pasacalles- que agradecen a ambos santos por los milagros recibidos, con los nombres de los individuos o familias que recibieron sus dones.
Al fondo del salón están los altares. A la izquierda, hay una gran imagen del Gauchito Gil, contra una pared de ladrillos rojos, y mantenida por una base del mismo material y color. Una estructura escalonada de hierro (rojo) sostiene las numerosas velas (rojas) que, desde el suelo, forman un tapete inclinado de llamas que llevan al santo. A los pies de la imagen, una pequeña estatua de San La Muerte -que muestra la asociación entre ambas figuras, sobre la que volveré luego- y numerosas botellas de vino tinto (entre las que prevalecen, como en otros altares, las de Michel Torino, etiqueta roja). A la derecha e izquierda del Gauchito, una bandera con su imagen dibujada por devotos y una gran cruz de madera. Más abajo, también a ambos costados, dos pequeñas casillas rojas -una con una imagen suya- que contienen los paquetes de cigarrillos que le dejan los devotos.
El otro gran altar del salón (quizás aún mayor en tamaño, pero algo hundido en la pared, como si fuera un pequeño cuarto anexado, detrás de unas rejas blancas) está dedicado a San La Muerte. Tiene dos imágenes principales al centro y varias otras más pequeñas en estantes a los costados. Capas de satín envuelven a estas imágenes de yeso y testimonian el amor y el cuidado de los devotos. En la imagen mayor, ubicada al centro, San La Muerte está sentado, con una gran guadaña en la mano, y vestido con una túnica de tela roja y una capucha y capa negra. En la segunda, algo menor, se lo ve de pie, cubierto con una capa blanca de tela que dice «gracias santito» en grandes letras negras. El fondo y los costados del altar está recubiertos de telas rojas, como cortinados. Detrás de las imágenes principales, aparecen como parte del decorado y superpuestos a las telas rojas, varios vestidos blancos. A los pies de las imágenes más grandes hay numerosas fotos de devotos o sus familiares que han recibido ayuda o esperan hacerlo.
Resulta difícil establecer cuál es el altar principal del santuario. El de San La Muerte tiene una posición más central, y es algo más grande, pero está, como dije, empotrado y separado del espacio del santuario por una reja blanca. El del Gauchito es algo menor, está más al costado, pero más adelante y más integrado al salón.
Quizás lo más inesperado del lugar es un pequeño altar a Gilda, la santa cumbiera, en una corta pared a la derecha del altar al santito. Está compuesto por varias fotos suyas: la mayor, al medio, rodeada por un marco de madera en forma de retablo, la muestra con el vestido celeste y la corona de flores de la tapa del cd «Corazón Valiente» -una imagen casi mariana que resultó sin duda muy conveniente para su canonización popular. Es un afiche que probablemente fue parte de algún producto comercial en recuerdo de la cantante y dice «Eternamente Gilda», con una oración debajo: «Gilda, no me abandones en ningún momento porque necesito que tu infinita bondad me proteja de todo mal». Un estante amarillo abajo de esta imagen completa el altar, con algunas estampas pequeñas de la Virgen y espacio para dejar velas u ofrendas. Otras fotos de la cantante (con el mismo vestido y flores, otra con un cielo atrás, una tercera en la que tiene casi un manto virginal) completan el conjunto.
Complementos indispensables en los santuarios populares, hay además un pequeño cuarto al lado del altar del Gauchito (en el extremo izquierdo del salón) donde se venden velas y algunas imágenes religiosas, y un segundo, del otro lado, donde se despachan bebidas y alimentos. En un momento de la tarde desde allí se distribuirán choripanes gratis para todos los presentes, con una alcancía al lado para quienes quieran retribuir la gentileza y apoyar el esfuerzo de los organizadores de la celebración comunal.
Durante las dos horas que estuvimos allí, los devotos llegaban, prendían velas y le rezaban al Gauchito, tocaban su imagen. Algunos hacían lo propio frente al altar de San La Muerte -aunque ese no era, claramente, su día: el dueño del santuario convidó luego en facebook para su fiesta, en agosto. Varias parejas tomaban algo sentadas en las mesas alrededor del espacio central que funcionaba como pista de baile, o por momentos bailaban chamamés o cumbia (que creo se escuchó en mayor proporción que en otros santuarios más apartados, aunque esto podría ser tan sólo una interpretación fácil y no del todo correcta). Una presentadora llegó al micrófono, agradeció la presencia de todos, y anunció que en breve comenzaría la música en vivo. Efectivamente, poco después y justo antes de irnos empezarían a llegar los músicos que tocarían chamamés para honor de los santos y regocijo de los presentes.
Espacio(s) y tiempo(s) sagrado(s) en devociones populares
La sucesión de actividades y la distribución y asignación del espacio en los santuarios que visitamos evidencian algunas de las características principales de la religiosidad popular: una modalidad que mayormente prescinde de los sacerdotes y las misas. Aunque siempre hay tiempos o momentos más fuertes y más débiles de devoción mancomunada en los días de los santos (peregrinaciones por el barrio, rezos conjuntos) y mediadores más o menos privilegiados con ellos (habitualmente, los dueños de los altares) en los santuarios a los que fuimos esta vez no parecía haber un solo momento de práctica «religiosa»: se evidenciaba más bien una secuencia de actos que cada devoto o grupo de ellos repetía, al quedarse por el tiempo que quería y podía: una hora, varias, buena parte del día. Lo importante sin dudas era el «estar ahí«: primero mediante el saludo a las imágenes religiosas y las ofrendas que agradecían favores impartidos o que comprometían para venideros, luego a través de la participación en el baile comunitario, ya fuera más participante o más observadora (para usar términos caros a los antropólogos).
El momento (largo) del baile mostraba la inutilidad de, en ciertos contextos, diferenciar tajantemente entre lo sagrado y lo profano: en el santuario de Florencio Varela los promeseros instalaban orgullosamente en la cabecera de su mesa alguna imagen del Gauchito y en la pista había un tronco de un árbol con su imagen arriba; en el galpón de Alejandro Korn al lado del escenario había una capilla con la imagen principal del Gauchito (a su lado, otra con una cruz) y las paredes estaban pintadas con imágenes de santos, vírgenes, y en una de ellas dominaba un gran mural del dueño de casa; en este de Monte Grande ya dije que las paredes estaban tapizadas con banderas religiosas y los altares principales estaban integrados al espacio de la danza.
El baile, por lo tanto, forma parte de manera diversa pero central del paisaje religioso ya que es a la vez una forma de entretenimiento y una forma de devoción y de creación de communitas de los promeseros/devotos. Es -y no descubro nada nuevo al decirlo, pero nunca está de más enfatizarlo- otra modalidad de la ofrenda. Se baila con y para el santo (quizás por eso siempre me siento en falta: dejar velas, cigarrillos o vino es necesario pero quizás no suficientes si uno no baila, además, un par de chamamés en su honor). La ofrenda depositada frente a las imágenes se debe completar con un compromiso que involucra de distintas pero poderosas y visibles maneras al cuerpo. Con el baile, con los tatuajes (cada vez más omnipresentes), con las remeras con las imágenes del Gauchito o del santito o los «chalecos de promesero» (bordados con el nombre o las iniciales del devoto en la espalda, su localidad de origen y la imagen del santo). Así se construye y manifiesta inequívocamente la condición (y la identidad) de devoto y especialmente la de promesero -término caro a los participantes-. Se establece entonces una relación con lo sagrado que no se limita a un tiempo semanal determinado, sino que, se manifiesta -de la misma manera que la presencia y la compañía del santo (de los santos)- en todo momento de la vida cotidiana. La ritualidad que se expresa en los santuarios – quizás más difusa pero también más prolongada- precisa de estos espacios en los que se baila, en los que el devoto se puede sentar a una mesa -con o sin una imagen del santo presente- con la familia, con otros promeseros, con la pareja, y comer y beber, bailar o ver cómo cientos de otros lo hacen. En suma, un gran escenario donde se construye el espectáculo de la devoción al Gauchito Gil -y en agosto, sucede lo propio con San La Muerte- y donde su realidad intersubjetivo queda patente. Esta ritualidad y esta (omni)presencia cotidiana se prolonga en las calcomanías de los coches (de distinto tamaño, algunas bien grandes) del Gauchito y del santito, y, sobre todo, en los ubicues altares hogareños, cuyas fotos se comparten con fervor devocional (y algo de vanidad) en los grupos de facebook.
Estos santuarios evidencian la importancia creciente de la devoción a San La Muerte y su estrecha relación con la del Gauchito Gil (de quien se dice que era su devoto). Los tres tienen altares importantes y bien visibles para San La Muerte y todos festejan la fiesta del santito en agosto. Una diferencia notable con los altares más céntricos que existen del Gauchito es que si tienen alguna imagen de San La Muerte siempre es de menor porte (y no sólo porque los altares suelen ser más pequeños), o está algo escondida. Aunque para muchos devotos estén inevitablemente entrelazados, la reacción de la sociedad mayor es bien diferente frente a uno u otro: previsiblemente el Gauchito goza de una aceptación y simpatía (de un capital simbólico) que San La Muerte no tiene ni probablemente nunca tendrá localmente. Como señaló alguna vez Martin Caparrós, «Antonio Gil es el Interior hecho creencia; Antonio Gil es la gauchesca hecha superstición«. Algo menos despectivamente, yo diría que «Antonio Gil es la gauchesca hecha religión», una literatura y una simbología que nos siguen identificando, desde las áreas rurales al conurbano profundo y, crecientemente, también en la Capital. Jesucristo y Martín Fierro en una amalgama cuyo nivel de aceptación y destino final es una incógnita, pero que todo indica será cada vez más exitosa….
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