Publicado originalmente en ADN de La Nación
María Negroni para La Nación
Existen, en la historia de la literatura, algunos casos raramente felices, en que la visión toma las riendas del texto y un enriquecimiento inmerecido llega de pronto a la página, iluminando la densidad de las cosas, la patria turbia de lo cotidiano. Son textos inusuales, excesivos, que se instalan, a contrapelo del orden y sus reglas, en lo heterodoxo, que hacen de la inspiración su móvil exclusivo y del deseo de fusión con lo inasible su justificación más alta.
Todas las tradiciones místicas, esotéricas, ocultistas han trabajado en ese cono de luz. Han hecho de la añoranza una pulsión para insistir, una y otra vez, en la aventura, espiritual y metafísica. La misma apetencia de cielo, de acceso a una inteligencia más que humana, capaz de registrar cosas no vistas, les compete, más allá de los corpus de fe en que estas tentativas se inscriben, como virus desestabilizadores y apuestas a una libertad peligrosa. En este sentido, el viaje ascendente de Mahoma hacia la Divinidad, montado sobre su caballo Bouraq (que relató el murciano Ibn-Arabi en las Revelaciones de la Mecca el año 598 de la Hégira), la poesía profética de William Blake, las entonaciones de la «noche oscura del alma» de san Juan de la Cruz, o la minuciosa descripción de vidas y costumbres celestiales que recibió Emanuel Swedenborg de los ángeles en las calles de Londres, son afines. En todos los casos, el impulso es el mismo: vislumbrar otros planos de existencia, salir del cuerpo físico para acceder a los parajes prodigiosos del alma.
En la Argentina debemos al sello editorial El Hilo de Ariadna la aparición de un libro único: los textos visionarios del artista Xul Solar, publicados con el título Los San Signos. Xul Solar y el I Ching, que consignan los 64 viajes místicos realizados por el artista, entre 1924 y 1938, siguiendo los 64 hexagramas del Libro de las Mutaciones. Se trata, sin duda, de una publicación excepcional, no sólo por lo que estos textos pueden aportar a la «lectura» de la obra pictórica de Xul, sino también por el valor intrínseco que poseen, como emoción lingüística y literaria. Escritos originalmente en «neocriollo» (una de las lenguas inventadas por el artista) y traducidos impecablemente al castellano por Daniel E. Nelson, estas «entradas» de lo que Patricia Artundo denominó «Diario Mágico» son radiantes poemas en prosa, es decir, chispazos de fulgor entre dos nadas, donde un penitente, que es a la vez protagonista agónico y heroico, narra en primera persona un viaje laborioso a lo sagrado. La entrada del 12 de febrero de 1926, correspondiente al hexagrama XXI, dice así:
De repente veo por primera vez un ejército celestial que ocupa toda la base de este espacio: gira con dioses, ángeles y genios. Uno que es militar allí es una aglomeración de cabezas de distintos tamaños; otro es un pequeño cuerpo humano con rápidos miembros arácnidos; otro es de múltiples alas con sendas manos en sus puntas; otro es como una flor que se mueve, o vórtice de deseo de alas coloridas; otro es una cabeza esférica con seudópodos abajo; y hay tantos tan diferentes a su manera en todas las nuevas combinaciones posibles, todos armados con dardos biológicos, con lanzas que son cintas de luz, con insignias de plumas de fuego y chispas, con cosas semejantes a banderas que sofocan a la hueste.
Magia o religión, qué importa. Lo cierto es que hay aquí un estado alterado de conciencia que coincide con un estado otro de la lengua. O, lo que es igual, una puesta en trance del sujeto y del lenguaje (si ambas cosas no son lo mismo), que puebla el cielo de grafías y expone una suerte de Museo Criollo del Universo, con astros que conviven con cúpulas, estandartes con serpientes, figuras precolombinas con escaleras y máscaras con flechas. Como en las Iluminaciones de ese otro viajero que fue Rimbaud, se concibe aquí al «juego creativo» como una serie de ascensos y descensos por parajes oscuros y clarísimos que prometen, a quien se atreve a encararlos, uniones con seres traslúcidos, concisos infiernos eróticos, encuentros con animales complicados y regresos al mundo terrenal.
Queda claro, hasta aquí, que Los Signos, como los llamó Borges, son producto de un trabajo meditativo de su autor. Pero ¿qué llevó a Xul Solar a utilizar las figuras del I Ching como «arcanos adivinatorios o espejos de cielo»? ¿Qué lo llevó buscar, con metódica insistencia, en el enigma de esos signos, una metafísica?
Xul Solar, vale la pena recordar, no era su nombre oficial. El Registro Civil de Buenos Aires lo había anotado, en su partida de nacimiento (1887), como Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari. Ese nombre le duró poco. En Europa, adonde viajó en 1912 y vivió doce años de intensa formación estética y personal, se lo cambió para siempre. Dejó caer todos los nombres de pila y modificó los apellidos: Schulz pasaría a ser Xul (anagrama de Lux) y Solari, Solar. Esa doble elección de la luz es un acto soberano y encandila como un mantra.
Si Europa es, para el artista, ocasión de un segundo nacimiento, también es un territorio de pruebas y tentativas continuas. Londres primero, y después París, Roma, Múnich, Turín, Stuttgart, Milán, lo ven crecer. Allí conoce a Pettoruti y se empapa de los credos y hallazgos de las vanguardias. De esa época son también sus acercamientos a la Theosophical Society y a la Buddhist Society de Londres. Siguen lecturas sólo en apariencia eclécticas: la Doctrina secreta de Madame Blavatsky y el Bhagavad-Gitâ, como fuente de inspiración y materia de estudio. Pero aún no ha ocurrido el encuentro fundamental, el que marcará su camino de artista y peregrino espiritual: me refiero al encuentro con su Maestro, el mago inglés Aleister Crowley, a quien conoce personalmente en París en 1924, y de quien recibe, no sólo la investidura como miembro de una secta hermética, sino también el método de autohipnosis que le permitirá, por medio de símbolos, obtener la clarividencia.
Aleister Crowley (1875-1947) es un personaje fascinante. Sus ideas, desplegadas en el libro The Vision & The Voice (1911), podrían resumirse en un triple mandato: «Averigua quién eres; Averigua qué quieres. Haz lo que quiere el que eres». Poeta, miembro (como W. B. Yeats) de la Orden del Amanecer Dorado, alpinista, libertino, ajedrecista, alquimista, bisexual y líder de la Abadía de Thelema, había visitado Egipto en 1904 donde Aiwass, su ángel guardián, le hizo entrega del Liber Legis, anunciándole su misión como profeta en la Era de Horus. Se lo conocía, indistintamente, como Frater Perdurabo y The Great Beast 666 y es sabido que, en 1930, se encontró también con Fernando Pessoa en Lisboa, con quien mantuvo una larga correspondencia.
Así, cuando Xul regresa a Buenos Aires, es ya un iniciado y comienza, de inmediato, a inducir y registrar sus visiones, anotándolas en forma manuscrita en cuatro cuadernos sucesivos, entre 1924 y 1937-1938, fecha en que empezará a ordenar el material en «tomos» escritos a máquina y numerados del I al IV, para una posible publicación que no se concretó.
Daniel E. Nelson ha hablado, en su estudio preliminar sobre los San Signos, de «un laberinto verbal de múltiples callejones sin salida» y también de un texto circular que, al modo del Finnegans Wake de Joyce, propone un aquelarre de «signos en rotación». La descripción es exacta, sobre todo si se tiene en cuenta que los cuadernos están escritos en neo-criollo. No es un detalle menor, porque en la decisión de utilizar un lenguaje «inventado» -una música propia-para la narración de sus viajes esotéricos, Xul ratifica la pulsión que enhebra toda su obra.
De su obsesiva invención verbal, no faltan testimonios. Borges, que confesó no haber conocido nunca a un hombre de «tan rica, heterogénea, imprevisible e incesante imaginación», capaz de fundar, en una sola tarde, «doce religiones después de almorzar», abrevó en él, sin duda, al concebir los lenguajes «congénitamente idealistas» de Tlön, donde los verbos y los adjetivos monosilábicos reemplazan a los caducos (y engañosos) sustantivos. Marechal le rindió tributo en su Adán Buenosayres. Y Macedonio no dejó de observar, con su habitual sarcasmo, que su presencia en un grupo alcanzaba para convertir la reunión en un «Taller de Idiomas en Compostura».
Es cierto, a Xul los idiomas disponibles no le alcanzaban y se sabe que fundó al menos dos: la pan-lengua, un idioma brevísimo, monosilábico y sin gramática, con finalidad universal, y el ya mencionado neo-criollo. En la creación de este último empezó a trabajar en 1915, tal vez con miras a una eventual unificación lingüística de América Latina, sin escatimar esfuerzos ni entusiasmo. Así, a las raíces españolas y portuguesas iniciales, sumó enseguida partículas semánticas del inglés, francés, alemán, italiano, latín, griego antiguo, hebreo, tupí-guaraní, náhuatl, sánscrito, chino, e incluso del lenguaje infantil y del campo científico, y se lanzó de lleno a la experimentación. El uso no normativo de prefijos, afijos y sufijos, la invención de neologismos, la exclusión de las mayúsculas, la presencia de signos ortográficos y diacríticos inexistentes en castellano (como la «h» y el acento circunflejo al revés, o los acentos sobre consonantes) fueron algunas de sus herramientas. También promovió técnicas combinatorias múltiples y series variables de aglutinación de signos para alentar un proceso de creación perpetua que garantizara el desconcierto y el posicionamiento no pasivo del hablante frente al lenguaje.
En esto no hizo concesión alguna. Como si sólo a partir de las formas más aberrantes del comportamiento verbal fuera posible avanzar, Xul no cejó en sus esfuerzos de promover su idiolecto, tanto entre sus amigos vanguardistas como entre sus posibles lectores, y hasta inventó, para que éstos pudieran «practicar en casa», léxicos breves y reglas fonológicas, morfológicas y gramaticales que ponía a su disposición. (Se cuenta que, en una revista que publicó algunas de sus visiones en creole, incluyó su número de teléfono privado para que los lectores lo llamaran con preguntas.) Su gesto, se habrá comprendido ya, fue tan radical que hasta el mismo Macedonio se burlaba de su «idioma de incomunicación». Raúl Antelo, menos pesimista quizás, habló de «lenguaje aún sin pueblo».
Como fuere, lo que sus textos describen es una realidad imposible y magnífica, donde cada trazo es un signo; cada figura, una máscara; cada máscara, una alusión o un secreto. De pronto, nos hallamos en ciudades destartaladas y oníricas, donde habitantes diminutos van y vienen de ningún lado a ningún lado, o suben y bajan por escaleras invertidas o truncas, y hay ciempiés y ángeles que vuelan entre banderitas y montañas con ojos, y también planetas que parecen elefantes en un cielo hiperpoblado, geométrico y escrito.
Se me dirá que ya hemos visto, en algún lado, estos paisajes. Y es verdad, los hemos visto. Porque la poesía que late en estas excursiones escritas es la misma que el pintor plasmó en su obra plástica. Nunca la fórmula del poeta latino Horacio fue más fidedigna. Ut pictura poesis: Como en la pintura, así es la poesía. Tampoco fue más eficiente la fórmula mágica «abracadabra», de origen arameo -Avra Kadavrai- cuyas palabras significan: «Crearé según mis palabras». Una vez más, Xul hace una apuesta doble, avanza por el camino único e infinitamente bifurcado de la creación y encuentra un tembladeral de luz. Sobre la tela o la página, quedan más tarde indicios: astillas perseverantes, fragmentos de sueños cada vez más complejos, miniaturas de asombro. A esa dificultad feliz, la llamamos arte. No es demasiado ni poco.
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