por Diego Mauro y Aníbal Torres (Universidad Nacional de Rosario)
Hace diez años, cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa, la Iglesia Católica atravesaba una honda crisis. A las sospechas de corrupción sobre el Instituto para las Obras de Religión (el IOR, más conocido como el Banco Vaticano) se sumaban las constantes denuncias de casos de abuso sexual en diócesis de diferentes partes del mundo. Si bien sobre este tema en el pontificado de Benedicto XVI se implementó una política de tolerancia cero a la pederastia, la gravedad de los casos y las filtraciones de documentos privados a la prensa profundizaron la crisis y sembraron dudas sobre su capacidad y la de un futuro Papa para ejercer con éxito la autoridad en Roma. Como señaló Giorgio Agamben, la Iglesia que dejaba Benedicto XVI tras su revolucionaria renuncia se parecía cada día más a esa que, para algunos autores en los orígenes del cristianismo, signada por la hipocresía y la corrupción, antecedería a la venida del Anticristo. En efecto, saliendo de las lecturas más lineales, la renuncia del Papa alemán puede comprenderse según la doctrina de Ticonio –un teólogo del siglo IV estudiado por el joven Ratzinger– “como una discessio”, es decir, como “una separación de la Iglesia decora (justa, santa) respecto de la Iglesia fusca (pecadora, negra)”, entendiendo que el misterio del mal no es ajeno a la Iglesia. Por eso, según Agamben, la renuncia de Benedicto XVI “sacó a la luz el misterio escatológico en toda su fuerza disruptiva”, constituyendo así una decisión de “un coraje que hoy adquiere un sentido y un valor ejemplares” (Agamben, 2013: 11, 26 y 30).