Mi primer Shabat (o cuando «nosotros» somos los Otros)

P1090502-001por Ana Lucía Olmos Alvarez (UNSAM)

A principios del mes de noviembre del 2014 nos enfrentamos al sistema de inscripciones online del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires buscando la inserción de nuestra hija, Catalina, en la educación pública. Dadas las escasas vacantes disponibles (hay solo dos salas de maternal por distrito con 7 lugares cada una) y por no tener ningún tipo de prioridad, no fuimos beneficiarios del bien preciado. Frente a este panorama empezamos la búsqueda de un jardín privado por el barrio. Una conocida nos recomendó la escuela donde manda a su hija. En una comunicación que tuvimos describió a la institución como “una escuela de educación judía no religiosa y muy abierta. (…) Introducen algunos conceptos y costumbres judaicas. Les explican sobre las festividades principales y utilizan lenguaje como por ejemplo: shule (escuela), morá (maestra), menujá (siesta) y los viernes hacen una pequeña ceremonia de shabat”.

Si bien habíamos decidido que Catalina no integrara instituciones religiosas, las recomendaciones y los buenos comentarios recibidos (y la falta de alternativas), nos impulsaron a concertar una entrevista en la escuela. Cuando llamé me solicitaron primero el nombre y apellido de mi hija. Frente a la ascendencia judía del apellido paterno un tono de aprobación se escuchó del otro lado del teléfono que pareció languidecer con el excesivo castizo de mis dos apellidos. Para la semana entrante tendríamos la entrevista con la directora a las 9 de la mañana.

El edificio de la escuela queda sobre una calle poco transitada del barrio; mientas que a la vuelta, sobre una avenida, está el ingreso al templo. Un guardia privado (cuyo servicio consta como ítem en la factura mensual del shule) y un policía comparten charlas y matan el tiempo alrededor de la casilla de seguridad que sobresale en el espacio de la vereda. El mismo está delimitado con pilotes de hormigón, material que es protagonista también del frente de la edificación que tiene muy pocas ventanas a la calle.

Para entrar tuvimos que anunciarnos por un portero eléctrico, pasar una reja que se cerró detrás de nosotros en cuanto la atravesamos, subir una escalera y tocar otro timbre en una puerta vidriada con rejas. Con Mariano nos mirábamos sorprendidos de tantos obstáculos y por momentos nos recordaba a la presentación del “Súper Agente 86”. Nos preguntábamos también si sería así a diario. Ingresamos a un gran hall, a la derecha están la administración y el ingreso al jardín; siguiendo de frente, luego de traspasar un patio se accede al edificio de la escuela primaria; y a la izquierda hay un polideportivo “abierto a la comunidad”. Si bien eran las 9 de la mañana, algunos padres aún estaban dejando a sus hijos en clases y otros charlaban en el “bar del Chino” (lugar en el que pasaría varias mañanas durante el proceso de adaptación de la pequeña). Para, finalmente, encontrarnos con la directora tuvimos que franquear otra puerta, previo tocar timbre y anunciarnos. El jardín, a diferencia del frente del edificio, se destaca por sus vivos colores, señal de la presencia de chicos a quienes se escucha correr, jugar, cantar. Una vez adentro, la circulación por el espacio de la escuela es un poco más libre.

shabat2En la entrevista la directora nos contó de la propuesta pedagógica del jardín, señaló que en el caso de la sala de maternal no se festejan las fechas patrias y que, tal como nos habían anticipado, los viernes se hace una ceremonia de shabat “para que los chicos vivan en el shule lo mismo que en casa”. Me acuerdo que durante el encuentro, estuve a la expectativa de que nos peguntara algo sobre nuestra conformación familiar o acerca de nuestras prácticas religiosas; y que nuestro desconocimiento pudiera determinar la obtención o no de una vacante. De todas maneras, habíamos ensayado algunas posibles respuestas, principalmente porque mi suegro, de quien Catalina hereda el apellido de raíz judía, es un ex alumno y también trabajó como profesor de música (había sido moré) a principios de los años 80. Así, recuperábamos y enfatizábamos una media identidad judía que, en verdad, no es practicada ya que Mariano es hijo de madre católica. Sin embargo, lejos de nuestros temores y prejuicios, nos consultó cómo supimos del jardín y si teníamos alguna recomendación; ser o no judíos no fue objeto de sus interrogaciones, directas por los menos. Parecía que se constataba eso de que la escuela era “muy abierta”. Acompañados por la directora y por la coordinadora de estudios, recorrimos los diferentes espacios del jardín. A la salida, satisfechos con la información que habíamos obtenido, decidimos que nuestra hija fuera una futura alumna de la sala maternal de esta escuela.

Ahora bien, lo jugoso vino después. Cada vez que contábamos que la enana iría a una escuela judía porque no habíamos conseguido vacante en la pública, nos preguntaban “¿y por qué a una judía?”. Era interesante comprobar en esas conversaciones que los interrogantes no buscaban develar el motivo de que no fuera a una privada laica, sino el porqué de no haber elegido una parroquial. Como si todo lo que había leído sobre las relaciones entre el “ser nacional y el ser católico” dijeran presente, lo “esperable” era que ante la ausencia de vacante en la escuela pública, fuera a una católica. En algunas oportunidades cuando nuestros interlocutores querían indagar los motivos de haber elegido un shule, yo contestaba “¿y por qué no?”; “bueno… no son judíos” solían responderme. Fiel a mi espíritu (etnográfico) preguntón, volvía a preguntar “si fuera a uno católico, nos preguntarían también por qué?”. La falta de respuesta o las dudas que generaba en el otro este último interrogante, confirmaba ese imaginario nacional católico.

shabat1Días previos al inicio de las clases tuvimos la primera reunión de padres con las morot (plural de morá –maestra-) que estarían en la sala. Fue más bien una reunión de madres porque éramos todas mujeres. En esa oportunidad, nos contaron sobre el proceso de adaptación y, nuevamente, dijeron lo de la ceremonia de shabat. Anunciaron también que a través del cuaderno de comunicaciones pedirían a diferentes familias que llevaran la “jala”. Mientras todas las madres asentían, yo escribí en las hojas donde iba tomando nota de lo que nos pedían cual diario de campo, un gran signo de interrogación al lado de la palabra jala. Seguí a la escucha, esperando que alguna “tirara un centro” para entender de qué hablaban. En alguno momento dijeron “se puede encargar en el bar” y ahí agregué al lado del signo “es una comida, averiguar más”. Meses después, una mamá con la que nos hicimos amigas, me confesaría que había notado mi cara de estar perdida cuando hablaron del shabat en la reunión… y yo que pensaba que había sido capaz de esconder mi ignorancia.

Comenzaron las clases y con ellas, el proceso de adaptación. La sala de maternal se llama Jiujim (sonrisas) que, durante el primer tiempo con los llantos de los chicos, parecía más una expresión de deseo que un nombre representativo. Lentamente, algunas palabras hebreas se incorporaron a nuestro vocabulario cotidiano para referirnos a las maestras, al jardín, a las comidas; a la vez que entendíamos ciertas reglas sobre el género y número de los sustantivos como que la terminación a es femenino singular y ot se usa para el femenino plural.

Igual que en cualquier escuela, el cuaderno de comunicaciones es el principal vínculo entre el jardín y la casa. A diario recibimos información sobre las actividades de los chicos, invitándonos a participar en diversos proyectos y contándonos “del shule y la comunidad”. A nuestros ojos se transformó también en una vía de acceso a un mundo simbólico que desconocíamos y que demarcaba sus fronteras, tiempos rituales y caminos de pertenencia. Una de las primeras notificaciones fue sobre el nutrido calendario festivo 2015/ 5775-5776 donde señalaban días de asueto escolar o de actividades alusivas a la fecha: Purim, Pesaj, Shavuot, Rosh Hashaná, Iom Kipur, Sucot, entre otras. Algunas de estas fiestas tienen asociadas proscripciones dietarias que en mi desconocimiento, trasgredía al, por ejemplo, enviar galletitas para que los compañeros de la sala compartan en el desayuno. En esas oportunidades, muy gentilmente, la maestra me informó que “no podemos comer ahora porque estamos en Pesaj”.

P1090501Por medio del cuaderno, los viernes nos cuentan quienes realizaron las diferentes partes del kabalat shabat. En distintas oportunidades, Catalina había hecho la braja (bendición) de las neirot (velas) o la de la jala (pan); pero nunca la del iain (vino). Nuevamente, las madres amigas fueron mi fuente de consulta de porqué las nenas no bendecían el vino y me respondieron “lo hacen los hombres” sin mayor información.

Fueron estas mismas madres quienes nos propusieron hacer una cena de shabat para que conociéramos el ritual en el cual nuestra hija participa (y según el informe escolar que recibimos a mitad de año lo hace “entusiasmada y activamente”), comiéramos rica comida y de paso “los hacemos judíos”. Fijamos como fecha el viernes 4 de septiembre. Tanto Esperanza como Jésica, organizadoras y anfitrionas, se reían anticipadamente imaginándonos leyendo las brajot (las oraciones de bendición). Los comensales seríamos tres matrimonios y tres niños (dos mujeres y un varón).

Al llegar, encontramos la mesa preparada con todos los elementos que enumeraba la nota que recibíamos los viernes. La ceremonia la guió Jésica, dueña de casa, marcando el ritmo de cada acción. Antes de comenzar, los hombres tuvieron que ponerse la kipá. La primera bendición fue la de las velas: mientras se leía la braja (descargada de internet para la ocasión) se extendían las manos sobre ellas. Luego, la de la jalá (que habíamos comprado a la mañana en el bar del shule) y se repartió una porción a cada uno de los presentes.

nena tuneadaPor último, la braja del vino la hizo el marido de Jésica. Seguidamente, nos fuimos pasando la coz iain (copa) para beber de acuerdo a la edad: el primer turno es el de la persona mayor, asi que fui la primera. La gran protagonista de toda la ceremonia fue Juli, que a su año y medio, decía las brajot con ayuda de su mamá. Terminadas las tres bendiciones, nos dispusimos a comer. Las velas quedaron encendidas durante toda la cena.

Ese viernes, Catalina estaba muy cansada y, para mi desilusión, “el entusiasmo y participación activa” del que hablaron las maestras en el informe no fueron tales. Aunque si comió el pan trenzado.

Con mi vocabulario ampliado de términos hebreos, traté de traducir las bendiciones con ayuda de quienes si sabían. Sorprendida, Esperanza me dijo “qué rápido aprendes, te vamos a sacar buena”. Entre risas le respondí que eran gajes del oficio.

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Ana Lucia Olmos Alvarez

Ana Lucia Olmos Alvarez

Doctora en Antropología Social (UNSAM, Argentina), Investigadora Asistente del CONICET (Argentina) y Profesora Adjunta Regular de Teoría de la Cultura designada por concurso en la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV).
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